El prodigio de la luz, la epifanía
del encuadre: Mientras haya luz o el
cine en genuino estado puro.
Título original: Mientras haya luz
Año: 1987
Duración: 116 min.
País: España
Director: Felipe Vega
Guion: Felipe Vega
Música: Bernardo Bonezzi
Fotografía: José Luis López-Linares (B&W)
Reparto: Rafael Díaz, Jorge de
Juan, Teresa Madruga, Marisa Paredes, Patricia Bellinger, Joaquín Hinojosa, José Segura García, Icíar Bollaín.
No pude acabar de verla
cuando la “estrenaron” en la Historia del cine español y hoy, por fin, con la
calma de la sobremesa por delante, me he podido “engolfar” en esta maravilla de
película que es “Mientras haya luz”, un thriller de la amistad, una quest de la
belleza y una confusa trama sobre el contrabando de piezas arqueológicas de
tasable valor, todo ello con una técnica narrativa en la que se privilegia el
plano frente a la secuencia y en la que la fotografía del blanco y negro
contrastado al límite del relieve, como el de esos cielos nublos cuyas nubes
parecen rebosar la pantalla, o ese descenso al mar en la huida que parece
sumergirnos en la nitidez insufrible del personaje que nada hacia la libertad
imposible, se apoderan del espectador con una potencia magnética propia de las
películas grandes, de las que se atesoran en la memoria. Mientras veía la
película, sobre todo cuando, hacia el final, el personaje busca a su amigo en
el Algarve portugués -donde he estado este verano, por lo que poder verlo
ahora, en la película, a tantos años de distancia, cuando aún el turismo no era
la industria avasalladora que hoy es, ha sido toda una experiencia antropológica-
me iba diciendo que Alain Tanner era una influencia que no podía concretar en ningún
aspecto concreto de la película, pero que la sobrevolaba como un halo protector,
aunque me han venido, porque el tempo de la película así lo imponía, imágenes
de Bruno Ganz en En la ciudad blanca,
claro está... Después, indagando sobre el maestro López-Linares, responsable de
la magnificente textura de la película, descubro que rodó con Tanner. Y ya no
he querido saber más. En el tiempo que lleva este Ojo abierto han sido no pocas las óperas primas que he tenido la
oportunidad de ver; tantas que incluso he estado tentado de abrir el otro ojo
para agruparlas como un servicio a los amantes de las clasificaciones, pero
pocas como esta de Felipe Vega me han impactado tanto por la calidad de la
realización, ¡no hay plano sobre el que poder recrearse sus buenos minutos!,
como por la excelente técnica narrativa que, llena de elipsis, nos permite
seguir la historia de una traición al ideal de la ciencia y la conservación del
patrimonio artístico. Los dos actores protagonistas consiguen ofrecernos una
película que, a su manera, tiene algo de El
amigo americano, de Wenders, en su dimensión estética, porque las
actuaciones de Rafael Díaz, quien lamentablemente murió unos pocos años después
de haberla rodado, y la de Jorge de Juan le dan una consistencia a la obra que
va más allá de la discreta historia que sirve de base a la peripecia
investigadora de uno y a la huida lamentable del otro. La primera parte “es” de
Díaz, pero desde que aparece el “exiliado” usamericano De Juan, espléndido en su actuación contenida, casi
lacónica, austera en los gestos, pero honda en los sentimientos, la película se
vuelve redonda. Junto a ellos, actores de tanto solvencia como Marisa Paredes y
Joaquín Hinojosa, junto con una jovencísima Icíar Bollaín, nos ofrecen un
recital interpretativo de muchos quilates. Ya digo, aún sigo impactado por la
calidad de esta ópera prima que, desgraciadamente para los espectadores, nada
tiene que ver con la otra cinta que he visto de Vega, Nubes de verano, literalmente anodina, al lado de la presente, con
tanta potencia visual y tan sabia narrativa. De hecho, en dos festivales
cambiaron el orden de los rollos en la proyección y el público aplaudió a
rabiar aun sin entender gran cosa de la historia, según nos dice el único
crítico que la reseña en FilmAffinity. Ello se debió, no me cabe duda, a que,
más allá de la intrincada trama de deslealtades y latrocinios, la imaginería
visual del autor, tan bien plasmada por López-Linares en esa fotografía
perfecta, que es el único adjetivo que le cuadra, supo imponerse en la retina
de los espectadores a la trama. Eso demuestra que los valores estrictamente
cinematográficos van bastante más allá de lo que cualquier pobre trama es capaz
de ofrecernos, porque una película es la recreación en imágenes de una
historia, no una mera ilustración audiovisual de una trama más o menos decente.
Mientras haya luz es una experiencia
visual de primera magnitud, y aconsejo muy mucho a los cinéfilos que alguna vez
puedan perder el tiempo en este Ojo,
que hagan todo lo posible por verla, porque, ¡espero!, me darán la razón. Y, si
no, al menos pueden ilustrarme sobre mi ceguera a la hora de considerar esta
obra como una joya de la que algunos amigos cinéfilos me deberían de haber
hablado hace mucho…
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