El minimalismo formal y el desbordamiento pasional: El divorcio de Viviane Amsalem o los
entresijos de una sociedad, la israelí, a medio camino entre la democracia y la
teocracia.
Título original: Gett, the
Trial of Viviane Amsalem
Año: 2014
Duración: 115 min.
País: Israel
Dirección: Ronit Elkabetz,
Shlomi Elkabetz
Guion: Ronit Elkabetz, Shlomi Elkabetz
Fotografía: Jeanne Lapoirie
Reparto: Ronit Elkabetz, Simon
Abkarian, Menashe Noy, Gabi Amrani,
Dalia Beger, Roberto Pollack,
Shmil Ben Ari, Abraham
Celektar, Rami Danon, Sasson Gabai, Eli Gornstein, Evelin Hagoel, Albert Iluz,
Keren Mor, David Ohayon.
Quiere Azar, que gobierna
mis pasos fílmicos con caprichoso rigor, que en menos de cinco días haya visto
dos películas israelíes, y ambas magníficas. En esta ocasión, la presente,
dirigida y escrita por los hermanos Elkabetz e interpretada por Ronit con un
dominio de la interpretación que borra las fronteras de la representación para
ofrecernos algo así como el famoso “tranche de vie” del naturalismo, y con
mayor propiedad si nos atenemos a que se trata, al parecer, de dos judíos de
origen francés, o de un país de habla francesa, que mezclan a partes iguales el
francés y el hebreo en la película. La historia es sencilla: se narra la
peripecia judicial que ha de seguir una mujer israelí para conseguir un
divorcio que, según las leyes israelíes, solo le puede conceder el marido, por
más que la pareja haya interrumpido la convivencia y estén divorciados “de
hecho”. El derecho, pues, reserva al marido la concesión unilateral del
divorcio, sin la cual la mujer seguirá estando atada a él legalmente. Sin salir
de la sala judicial, salvo en algunos momentos en que se muestra a los personajes en el
vestíbulo de espera, la película abarca un periodo de cinco años de litigio
judicial ante un tribunal que se desespera de que llegue ante su instancia un
litigio sin posibilidad de solución, porque el marido no da su brazo a torcer y,
a pesar de que son contundentes las pruebas que a lo largo de las sesiones
demuestran la incompatibilidad de ambos para la vida en común, los jueces,
rabinos, no se atreven a “forzar” al marido para que este conceda el divorcio. El
desarrollo de la historia permite, a través de los testigos que declaran en el
proceso, reconstruir la accidentada vida familiar de los Amsalem, un matrimo
nio roto propiamente desde que se produjo la boda, una boda que jamás debería
de haber tenido lugar. A pesar de que estamos ante un tragedia en toda regla,
la de una mujer que quiere conquistar su libertad, para saberse independiente
de un hombre que la ha despreciado siempre, buena parte de la cinta adopta un
tono de comedia de costumbres que permite al espectador sentirse muy próximo de
lo que ocurre en pantalla, porque hay un tono mediterráneo, muy latino, en los
comportamientos de los personajes que recuerdan infinidad de películas
italianas y españolas con comportamientos similares. Es evidente que la comedia
costumbrista que tan buenos ratos hace pasar al espectador, sobre todo por la actuación
de los abogados defensores, un futuro rabino, hermano del marido y un abogado poco
religioso, para los estándares de la sociedad y del propio tribunal, no logra
eclipsar el fondo trágico de la ausencia de libertad individual de la mujer
para decidir libremente su destino en la sociedad israelí. Las actuaciones
tienen un altísimo nivel y en las deposiciones judiciales es toda una sociedad la
que se retrata, no solo unos personajes concretos, la propia Viviane y su marido,
los primeros. Parte esencial de la trama son, también, los tres rabinos que han
de juzgar a los esposos irreconciliables y que asisten al desmoronamiento de la
institución familiar que tiene para ellos tintes de sagrada. A lo largo de los
cinco años en que se desarrolla la acción se establece entre todas las partes litigantes
y juzgadoras un nexo humano que aflora en muchos de sus comportamientos. La
película, a pesar de la rigurosa limitación espacial que sufre, está planteada
de tal manera que tiene un ritmo mucho más vivo que muchas otras que cambian
constantemente de escenarios. Y al final, claro está, lo importante es la
relación entre dos seres humanos que han hecho de la incomunicación y el
desprecio el modo seguro para impedir la normal manifestación del amor que, a
destiempo, pero genuinamente, ambos dicen sentir o haber sentido. No se trata
de un dramón con violencia física de por medio, sino de una frialdad glacial
que los ha separado radicalmente, sin que él se avenga a aceptarlo y a dejar
que su mujer haga su propia vida. Incluso, para los estándares de aquella
sociedad tan religiosa, la pareja pasa por tener comportamientos muy liberales,
pero, llegado el momento de avenirse a un acuerdo que ponga fin a su
convivencia, él se encastilla en su “derecho” y convierte en un vía crucis la
separación, aunque incluso haya de ir a la cárcel por su obstrucción a la
justicia, al no querer acudir al llamamiento judicial. Para cualquier espectador
español será una sorpresa mayúscula lo que verá en la película, y le permitirá
comprobar que nuestra carta de libertades y derechos no es algo que se pueda
menospreciar ni subestimar.
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