sábado, 18 de noviembre de 2017

Desigual, pero atractiva y divertida: “El autor”, de Manuel Martín Cuenca.


La tragicomedia de la falta de talento: El autor o una mirada polanskiana al infierno de la esterilidad creativa en un marco grotesco.

Título original: El autor
Año: 2017
Duración: 112 min.
País: España
Dirección: Manuel Martín Cuenca
Guion: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández (Novela: Javier Cercas)
Fotografía: Pau Esteve
Reparto: Javier Gutiérrez,  María León,  Antonio de la Torre,  Adriana Paz,  Tenoch Huerta, Adelfa Calvo,  Rafael Téllez,  Craig Stevenson,  Miguel Ángel Luque, Carmelo Muñoz Adame,  Domi del Postigo.


Dejemos de lado que a uno no le hubiera disgustado que apareciera Yago, el gallego de la Pasarela, con su latiguillo: “Señor Márquez”, porque siguiendo estas semanas la muy entretenida y también desigual Estoy vivo, la presencia de Javier Gutiérrez en una película se contamina automáticamente. He de reconocer, sin embargo, que el actor consigue dotar de verosimilitud suficiente a su personaje de escritor ambicioso y frustrado como para poder seguir la película sin que las imposturas habituales en este tipo de personajes nos echen para atrás. ¡Es tan difícil llevar al cine la actividad interior de la creación literaria! Es cierto que Álvaro responde a un cliché y que, por lo tanto, casi todas sus acciones están ensombrecidas por esa ausencia de espontaneidad genuina de los seres libres: vive atenazado por su pretensión literaria y a ella ajusta su vida milimétricamente. La película arranca con un excelente tono de comedia que llega a su clímax cuando, después de leer unas tópicas líneas, el profesor de escritura creativa, clases a las que lleva asistiendo durante tres años el protagonista, estalla en una de las escenas magistrales de la película, permitiéndose un chorreo al nada talentoso alumno que jamás ningún profesor, de esa materia o de cualesquiera otras, se permitiría, por profesionalidad. Dentro de esa farsa grotesca inicial ha de contabilizarse que la mujer de protagonista se haya convertido en la afortunada autora de un bestseller que narra la descomposición de un matrimonio que resulta ser el de ambos. La oficina siniestra de la notaría donde trabaja el protagonista, con un compañero de “celda” impagable, redondea un planteamiento que, por agotamiento, incluso, enseguida dará un giro hacia el drama desde una perspectiva muy de Polanski. Urgido por su profesor a que se empape de vida para poder escribir después sobre ella con “verdad” y con una voz propia reconocible, el aspirante a autor deja la vivienda familiar y se instala en un edificio en el que, desde su entrada en él, se dispone a ejercitar la curiosidad por sus vecinos para, finalmente, agarrarse a sus vidas con afán vampírico para exprimirlas después en una novela cuya tutela creativa le ofrece al profesor, quien le alabó un día en una clase la transcripción de una conversación literal de sus vecinos inmigrantes. La figura del profesor es siempre el contrapunto cómico del drama que vive el protagonista, cuya inseguridad crónica, por la falta total de talento, propicia los encuentros con la “autoridad” literaria cuyo poder sancionador es para él de vital importancia. La vida del inmueble, reducida a tres vecinos, la portera, los inmigrantes y un jubilado se despliega entonces en una doble vertiente, los intentos del protagonista de condicionar sus vidas y el reflejo literario de esos intentos. Con una deliberada hijoputez sin escrúpulos, el protagonista irá asumiendo progresivamente un papel determinante, sobre todo en la vida de sus vecinos, dos mejicanos a quienes se acerca con intención abierta de ayudarlos y oculta de hundirlos en la miseria y en una crisis que incluso podría resolverse por vía criminal. La conquista de la portera, que incluye un magnífico plano cenital de ambos desnudos en el lecho del adulterio, forma una especie de muy lograda micronarración conclusa dentro de la narración que forma parte de lo mejorcito de la película. Se trata de un poderoso impulso para confirmar la deriva sádica del personaje, cuya vida privada, ya desde que se instaló en el nuevo piso, se ha ido conformando alrededor del proyecto de novela, esto es, de su progresivo envilecimiento personal. El piso vacío, con algunos planos y secuencias muy logrados, como la del protagonista bailando la danza de la relajación para poder concentrarse en su mester literario, son capaces de generar una atmósfera cercana a la locura, a un trastorno delirante que se va acentuando poco a poco y que va a convertir la vida del protagonista en una sucesión de bajezas incalificables al servicio del supremo bien de la “gran novela” que saldrá de su menguado ingenio. Me ahorro el final, porque es excelente, y sería una ruindad que lo revelara. He escogido dos conceptos, “desigual”, porque los altibajos, de tono y de ritmo son evidentes, hay  no pocos momentos muertos que apenas permiten “dibujar” personajes y que tampoco colaboran al servicio de la acción, y “atractiva”, porque el desarrollo e la historia permite acompañar la peripecia vital-creativa del protagonista con notable interés, a pesar, ya digo, de esos altibajos que suponen una especie de remansos, a menudo grotescos y divertidos, en el progreso de la acción. El reparto, en su conjunto, está perfecto, y todos contribuyen, especialmente, ya digo, la portera, Adelfa Calvo,  en una interpretación que huele a mejor actriz secundaria para los Goya. La canción que acompaña los títulos de crédito, de José Luis Perales es muy hermosa, y anticipa, en cierto modo, el drama íntimo que vamos a ver en la pantalla. En conjunto, El autor es una película muy digna de ser vista, pero a la que, acaso, el exceso de localismo le pase una factura que no debería. 

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