Sobre el molde de Gauguin, una excelente exploración de la
vida compleja del artista: Soberbia o
la esclavitud del arte que no admite componendas ni competencia.
Título original: The Moon and
Sixpence
Año: 1943
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Albert Lewin
Guion: Albert Lewin (Novela:
W. Somerset Maugham)
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: John F. Seitz
Reparto: George Sanders, Herbert Marshall, Doris Dudley,
Eric Blore, Albert Bassermann,
Florence Bates, Steven Geray, Elena Verdugo, Mike Mazurki.
Albert Lewin fue un
director de carrera corta, apenas 6 películas que constituyen una suerte de
plano inclinado hacia la insignificancia artística, porque desde su prometedor
debut con esta Soberbia soberbia,
llena de autenticidad, experimentación y delicadeza narrativa clásica, su obra
fue perdiendo fuelle y ganando insignificancia, hasta llegar a su última
película, El ídolo viviente, basada
en una novela suya, rodada con un presupuesto ínfimo y obteniendo un fracaso de
público absoluto. Soberbia está basada en una novela de Somerset Maugham, un
autor de obras al tiempo interesantes y muy
populares en los años 40, destacando entre todas ellas El filo de la navaja, cuya versión cinematográfica, dirigida por
Edmund Goulding fue también un gran éxito de crítica y de público. Al igual que
en aquella, también en Soberbia
aparece un actor superdotado, Herbert Marshall, de quien se pierde la cuenta de
los papeles brillantes que interpretó. Si le sumamos la participación de George
Sanders, otro verdadero monstruo de la pantalla, tenemos el resultado que
tenemos. Sí, ya lo sé, me hago pesado con esto de la importancia de la ópera
prima en la carrera de los directores, pero mi breve experiencia como crítico cinematográfico
creo que me amerita para sugerir que algún ensayo debería calibrar la
importancia del debut en el devenir de un director: hay quienes lo dan todo en
él; hay quienes apuntan maneras; hay quienes todo lo bueno que exhiben con
posterioridad tiene como objetivo intentar hacerse perdonar la ópera prima; hay
quienes debuta y se despiden; hay
quienes…, en fin, que, como se advierte, ese género -si así lo podemos llamar-
de la opera prima da de sí la suyo para sacarle jugo a las muchas posibilidades
que ofrece a la mentalidad analítica de un crítico con buen juicio y ningún prejuicio.
Albert Lewin, ya lo he dicho, dirigió cuatro
películas excelentes: Soberbia, El retrato de Dorian Gray, Los asuntos privados de Bel Ami y Pandora y el holandés errante y luego se
eclipso en otras dos que, sin embargo, si me caen en las manos en Tallers 79,
tengo intención de ver para cerciorarme por mí mismo de sus defectos: Saadia y El ídolo viviente. Lewin fue profesor de Literatura después de
haberse graduado nada menos que en Harvard. Esa formación intelectual lo lleva
a decantarse por la mejor literatura para construir algunas de sus películas y
a exhibir su propio puntito creador en Pandora…
y El ídolo viviente, por ejemplo, muy
desiguales en cuanto a resultados. Soberbia
ha de leerse como una biografía encubierta de Gauguin, pero lo suficientemente
distorsionada como para no restarle individualidad ontológica al personaje
creado por Maughan, un hombre que triunfa en la sociedad londinense como
corredor de bolsa y que, siguiendo la llamada imperiosa de una vocación artística
recién descubierta, lo deja todo y se instala en París, pasando todo tipo de
privaciones, para seguir el dictado de esa vocación, sin estar nunca seguro de
que su arte llegue jamás a gozar del estatuto de las grandes obras artísticas.
Frente a él, un amigo de la mujer, novelista de profesión, decide representarla
en una embajada llamada a hacer reflexionar al “artista” sobre la situación en
que deja a s mujer y a sus hijos. La conversación entre ambos, muy propia de
aquel explorador de psicologías que fue Maughan, es una delicia británica incomparable,
llena de su famoso wit y de una
delicadeza de maneras que enfrenta, sin embargo, dos mentalidades opuestas: la
del novelista, celoso de su acatamiento realista de los imperativos sociales a
los que se debe, como fundamento del orden social, y la del “rebelde” que se
pone ese mundo por montera y se enfrenta a lo desconocido -la miseria incluida-
para ser fiel a su destino personal, por tarde que se le haya revelado. La narración
se estructura en función de los encuentros entre ambos artistas, tan
diferentes. El pintor, altivo, soberbio, endiosado en su determinación de intentar
lograr una pintura auspiciada por un ídolo tribal asiático que ha encontrado en
un bazar, enferma y es recogido por un colega de vocación que vive de encargos
al gusto de los clientes, frente a esa misteriosa pintura inclasificable que el
artista comprometido con su arte ni siquiera se digna enseñar a los demás. La
mujer, que también fue recogida en su momento por ese pintor apocado y solidario
hasta la médula, se niega a recibir en su casa al artista que representa la
antítesis humana de su marido. Cuando se recupera, gracias a sus cuidados, y
ella decide marcharse con el huésped acogido, confirmamos la índole de su incomprensible
temor inicial. La unión dura poco y la separación incluye un intento de
suicidio de la mujer quien, a resultas de los estragos del mismo, acabará muriendo,
ante la indiferencia total del pintor, poco dado a dejarse llevar por
sentimentalismos ajenos por completo a su determinación artística, en la que no
parece haber cabida para nada ni nadie que no sea ese arte que decide perseguir
en el espacio apropiado para que se manifieste: Tahití. Toda la parte isleña de
la película está revelada con un tinte sepia que modifica el blanco y negro de
las etapas londinense y parisina. Es otra manera de ver la realidad a la que
llega el novelista, deseoso de saber el paradero del pintor y de conocer los
resultados de su vocación artística. He de reconocer que el efecto de
ensoñación conseguido por la tintura más me parecía un raro capricho del director
que una medida coherente con la narración. Sin embargo, cuando el novelista
descubre, a través del médico que atiende al pintor, que este sufre de lepra y
que no tardará en morir, y a este le es dado contemplar las pinturas que
decoran la choza donde el pintor convivía con una isleña con la que incluso
había tenido un hijo, la irrupción del color para contemplar la obra tan
largamente oculta a través del metraje de la película nos revela, finalmente,
el sentido de la tintura de la película en esa parte isleña. La brillantez de
una pintura, en el estilo totalmente identificado del propio Gauguin, se ofrece
como una revelación que, con todo, y
como le hizo prometer el pintor a su mujer, no tendrá más destino que ser pasto
de las llamas, en una última manifestación de la soberbia del pintor, incapaz
de considerar que su arte pueda ser compartido, más allá del sentido que tenía
como marco de su destino individual. Hay
en Lewin una sensibilidad especial para la creación de personajes que se acerca
a la de un Max Ophüls, por ejemplo, por más que la diferencia entre la puesta
en escena de uno y de otro sea enorme, pero tanto los encuadres como la morosidad
con que la cámara se recrea en las manifestaciones corporales de las
psicologías de los personajes, acercan a ambos. Tengo para mí que esta
adaptación de la obra de Maughan, aun siendo obra primera del director, les ha
quitado a muchos la tentación de un remake que, como suele suceder, hace más
que buenas a las antecesoras.
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