miércoles, 22 de noviembre de 2017

La irrenunciable llamada del arte: “Soberbia”, de Albert Lewin.


Sobre el molde  de Gauguin, una excelente exploración de la vida compleja del artista: Soberbia o la esclavitud del arte que no admite componendas ni competencia.

Título original: The Moon and Sixpence
Año: 1943
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Albert Lewin
Guion: Albert Lewin (Novela: W. Somerset Maugham)
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: John F. Seitz
Reparto: George Sanders,  Herbert Marshall,  Doris Dudley,  Eric Blore,  Albert Bassermann, Florence Bates,  Steven Geray,  Elena Verdugo,  Mike Mazurki.


Albert Lewin fue un director de carrera corta, apenas 6 películas que constituyen una suerte de plano inclinado hacia la insignificancia artística, porque desde su prometedor debut con esta Soberbia soberbia, llena de autenticidad, experimentación y delicadeza narrativa clásica, su obra fue perdiendo fuelle y ganando insignificancia, hasta llegar a su última película, El ídolo viviente, basada en una novela suya, rodada con un presupuesto ínfimo y obteniendo un fracaso de público absoluto. Soberbia está basada en una novela de Somerset Maugham, un autor de obras al tiempo interesantes y  muy populares en los años 40, destacando entre todas ellas El filo de la navaja, cuya versión cinematográfica, dirigida por Edmund Goulding fue también un gran éxito de crítica y de público. Al igual que en aquella, también en Soberbia aparece un actor superdotado, Herbert Marshall, de quien se pierde la cuenta de los papeles brillantes que interpretó. Si le sumamos la participación de George Sanders, otro verdadero monstruo de la pantalla, tenemos el resultado que tenemos. Sí, ya lo sé, me hago pesado con esto de la importancia de la ópera prima en la carrera de los directores, pero mi breve experiencia como crítico cinematográfico creo que me amerita para sugerir que algún ensayo debería calibrar la importancia del debut en el devenir de un director: hay quienes lo dan todo en él; hay quienes apuntan maneras; hay quienes todo lo bueno que exhiben con posterioridad tiene como objetivo intentar hacerse perdonar la ópera prima; hay quienes debuta  y se despiden; hay quienes…, en fin, que, como se advierte, ese género -si así lo podemos llamar- de la opera prima da de sí la suyo para sacarle jugo a las muchas posibilidades que ofrece a la mentalidad analítica de un crítico con buen juicio y ningún prejuicio. Albert Lewin, ya lo he dicho,  dirigió cuatro películas excelentes: Soberbia, El retrato de Dorian Gray, Los asuntos privados de Bel Ami y Pandora y el holandés errante y luego se eclipso en otras dos que, sin embargo, si me caen en las manos en Tallers 79, tengo intención de ver para cerciorarme por mí mismo de sus defectos: Saadia y El ídolo viviente. Lewin fue profesor de Literatura después de haberse graduado nada menos que en Harvard. Esa formación intelectual lo lleva a decantarse por la mejor literatura para construir algunas de sus películas y a exhibir su propio puntito creador en Pandora… y El ídolo viviente, por ejemplo, muy desiguales en cuanto a resultados. Soberbia ha de leerse como una biografía encubierta de Gauguin, pero lo suficientemente distorsionada como para no restarle individualidad ontológica al personaje creado por Maughan, un hombre que triunfa en la sociedad londinense como corredor de bolsa y que, siguiendo la llamada imperiosa de una vocación artística recién descubierta, lo deja todo y se instala en París, pasando todo tipo de privaciones, para seguir el dictado de esa vocación, sin estar nunca seguro de que su arte llegue jamás a gozar del estatuto de las grandes obras artísticas. Frente a él, un amigo de la mujer, novelista de profesión, decide representarla en una embajada llamada a hacer reflexionar al “artista” sobre la situación en que deja a s mujer y a sus hijos. La conversación entre ambos, muy propia de aquel explorador de psicologías que fue Maughan, es una delicia británica incomparable, llena de su famoso wit y de una delicadeza de maneras que enfrenta, sin embargo, dos mentalidades opuestas: la del novelista, celoso de su acatamiento realista de los imperativos sociales a los que se debe, como fundamento del orden social, y la del “rebelde” que se pone ese mundo por montera y se enfrenta a lo desconocido -la miseria incluida- para ser fiel a su destino personal, por tarde que se le haya revelado. La narración se estructura en función de los encuentros entre ambos artistas, tan diferentes. El pintor, altivo, soberbio, endiosado en su determinación de intentar lograr una pintura auspiciada por un ídolo tribal asiático que ha encontrado en un bazar, enferma y es recogido por un colega de vocación que vive de encargos al gusto de los clientes, frente a esa misteriosa pintura inclasificable que el artista comprometido con su arte ni siquiera se digna enseñar a los demás. La mujer, que también fue recogida en su momento por ese pintor apocado y solidario hasta la médula, se niega a recibir en su casa al artista que representa la antítesis humana de su marido. Cuando se recupera, gracias a sus cuidados, y ella decide marcharse con el huésped acogido, confirmamos la índole de su incomprensible temor inicial. La unión dura poco y la separación incluye un intento de suicidio de la mujer quien, a resultas de los estragos del mismo, acabará muriendo, ante la indiferencia total del pintor, poco dado a dejarse llevar por sentimentalismos ajenos por completo a su determinación artística, en la que no parece haber cabida para nada ni nadie que no sea ese arte que decide perseguir en el espacio apropiado para que se manifieste: Tahití. Toda la parte isleña de la película está revelada con un tinte sepia que modifica el blanco y negro de las etapas londinense y parisina. Es otra manera de ver la realidad a la que llega el novelista, deseoso de saber el paradero del pintor y de conocer los resultados de su vocación artística. He de reconocer que el efecto de ensoñación conseguido por la tintura más me parecía un raro capricho del director que una medida coherente con la narración. Sin embargo, cuando el novelista descubre, a través del médico que atiende al pintor, que este sufre de lepra y que no tardará en morir, y a este le es dado contemplar las pinturas que decoran la choza donde el pintor convivía con una isleña con la que incluso había tenido un hijo, la irrupción del color para contemplar la obra tan largamente oculta a través del metraje de la película nos revela, finalmente, el sentido de la tintura de la película en esa parte isleña. La brillantez de una pintura, en el estilo totalmente identificado del propio Gauguin, se ofrece  como una revelación que, con todo, y como le hizo prometer el pintor a su mujer, no tendrá más destino que ser pasto de las llamas, en una última manifestación de la soberbia del pintor, incapaz de considerar que su arte pueda ser compartido, más allá del sentido que tenía como marco de su destino individual.  Hay en Lewin una sensibilidad especial para la creación de personajes que se acerca a la de un Max Ophüls, por ejemplo, por más que la diferencia entre la puesta en escena de uno y de otro sea enorme, pero tanto los encuadres como la morosidad con que la cámara se recrea en las manifestaciones corporales de las psicologías de los personajes, acercan a ambos. Tengo para mí que esta adaptación de la obra de Maughan, aun siendo obra primera del director, les ha quitado a muchos la tentación de un remake que, como suele suceder, hace más que buenas a las antecesoras. 

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