domingo, 12 de noviembre de 2017

Una película ñoña (las tres acepciones): “La librería”, de Isabel Coixet.


Con menos sustancia que el agua de hervir borrajas, La librería es un paso errático en la sólida carrera de Isabel Coixet.

Título original; The Bookshop (La librería)
Año: 2017
Duración: 115 min.
País: España
Director; Isabel Coixet
Guion: Isabel Coixet (Novela: Penelope Fitzgerald)
Música: Alfonso de Vilallonga
Fotografía: Jean-Claude Larrieu
Reparto: Emily Mortimer,  Patricia Clarkson,  Bill Nighy,  Honor Kneafsey,  James Lance, Harvey Bennett,  Michael Fitzgerald,  Jorge Suquet,  Hunter Tremayne, Frances Barber,  Gary Piquer,  Lucy Tillett,  Nigel O'Neill,  Toby Gibson,  Charlotte Vega.

No se lea animadversión ninguna en el título de la crítica a esta última película de Isabel Coixet, directora de quien he reseñado en este mismo Ojo tres películas y un documental que me han complacido, y alguna hasta maravillado, como Nadie quiere la noche. Quería encontrar un concepto que resumiera la impresión desfavorable que me ha producido la película, tan desustanciada y escasa de historia que, desde luego, en modo alguno se puede poner como ejemplo a emprendedores, a diferencia de Nightcrawler, de Dan Gilroy, que debería pasarse en todas las escuelas de empresariales del mundo, aunque tampoco era ese el objetivo de Coixet, está claro. La realización personal a través de la creación de un negocio como una librería está reñida, desde el punto de vista de la  insulsa protagonista, con el mundo real de los balances, los pedidos o ese cierto desdén, en una población tan pequeña, hacia la lectura. Dejamos de lado, pues, la verosimilitud del aspecto empresarial de la misma y buscamos asideros poéticos que sirvan como motor del producto y que, sin embargo, no lo sostienen en absoluto. Hay una mirada de cuento infantil en toda la película a la que no es ajeno ni siquiera el traje rojo -de criadas, dice uno de los personajes en un momento- con que la protagonista se presenta “en sociedad” ni tampoco el caserón semiabandonado donde vive, aislado del mundo y rodeado de libros,  el único lector devoto que se convierte en su primer cliente, como una suerte de extraño Nosferatu culto que está a punto de resucitar, a través de la relación con la librera, la perdida fe en el género humano. De hecho, cuando este asume el papel de noble caballero que defenderá a la frágil librera frente a los “señores” de la pequeña localidad, y ambos se encuentran junto al mar, él con largo abrigo negro, ella modesta hasta la extenuación, se produce, en el roce deseado pero no satisfecho de ambos cuerpos el único momento de fuste poético de la película. El resto, no pasa del sentimentalismo de esos libros a los que los ingleses son tan aficionados, como Black Beauty, de Anna Sewell. Me ha sorprendido, por ejemplo, el aire de vieja guardarropía naftalinesca de la puesta en escena, cuando si el cine inglés tiene fama de algo, es de recrear históricamente las épocas en la pantalla con una fidelidad y una verosimilitud totales. A todo este embrollo creo que colabora decisivamente la escasa o nula acción dramática de la película y, sobre todo, la impasibilidad gestual de la protagonista, sosa, ya digo, hasta la desesperación del espectador, y con un repertorio de muecas y expresiones que en todo momento parece un calco que haya hecho la actriz de la propia directora, algo en lo que coincidí a la salida del cine como mi Conjunta, por ejemplo, lo que me prueba que no debo de andar muy desencaminado. En cualquier caso, la languidez jamás construye psicologías atractivas o, dicho de otro modo, se ha de ser portugués para construir, a partir de la languidez, un sólido personaje que logre interesarte a través de un metraje tan largo y tan inane como el de La librería. Hay una mitificación del libro que raya en el fetichismo, porque en la película rara vez asciende de la categoría de objeto a la de experiencia personal, y menos desde el punto de vista de la protagonista, quien lee ¡nada menos que Lolita! sin pestañear ni sentirse profundamente conmovida por una lectura que exige algo más que una mirada lánguida desde la cama… Ignoro si la novela en la que se basa la obra pueda tener algún atractivo, pero la visión que Coixet nos traslada de ella, simplificadora y estetizante no anima a ir a comprobarlo. Hay algo, o mucho, de spot publicitario de qualité para alguna cadena de librerías, Barnes&Noble, El hogar del libro, etc., con eslogan incluido, “nadie se siente solo entre libros”. Lo que falta es “vida”, mucha vida, interior y exterior, en esta película un tanto acartonada y llena de jarrones con flores artificiales. No hay encuadre que no tenga un plus de esteticismo que consuela al espectador de la falta total de acción dramática, por supuesto, pero una sucesión de hermosas fotografías no constituye nunca una película. En fin, podría seguir, pero Isabel Coixet no se lo merece, porque es autora de una obra con películas más que notables y algunas de ellas brillantes. Entendamos esta como un traspiés en tiempos de confusión política y esperemos que la próxima tenga la entidad de sus mejores obras, como La vida secreta de las palabras, verbi gratia.



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