jueves, 23 de noviembre de 2017

Una maravillosa farsa grotesca de Lubitsch: “La princesa de las ostras”.


La coreografía del surrealismo: La princesa de las ostras o una divertidísima ópera bufa temprana de un genio del género más difícil: la comedia.

Título original: Die Austernprinzessin
Año: 1919
Duración: 60 min.
País: Alemania
Dirección: Ernst Lubitsch
Guion: Ernst Lubitsch, Hanns Kräly
Música: Película muda
Fotografía: Theodor Sparkuhl (B&W)
Reparto: Victor Janson,  Ossi Oswalda,  Harry Liedtke,  Julius Falkenstein,  Max Kronert, Curt Bois.


Aunque son dos las películas que he visto, una detrás de otra, de Ernst Lubitsch, en estupendo programa doble mudo, prescindo de No quiero ser un hombre, también con Ossi Oswalda como protagonista absoluta, en un caso de travestismo desafiante, casi diez años después de que Magnus Hirschfeld inventara ese concepto, pero que no tiene ni la garra ni la gracia de La princesa de las ostras, y me quedo con esta,  una comedia alocada, casi delirante, muy próxima al cine cómico de la Keystone y probablemente alguna influencia hubo de tener en las grandes películas, por venir, de Charlie Chaplin, sin duda. El comienzo de la película, con el magnate de las ostras siendo “atendido” por cuatro esclavos negros que , alternativamente, le sirven el puro, el café, le limpian la boca y le peinan, en una escena casi de Tiempos Modernos, da a entender de todas todas el magnífico espectáculo que el espectador va a tener la oportunidad de ver. Estamos en presencia de un delicado arte del gag visual, al que se suma, aunque torpemente, el lingüístico de los títulos intercalados, anticipación de lo que luego serían, durante el sonoro, los brillantes diálogos de sus comedias. La historia, sumamente disparatada, nos narra la desesperación violenta de la hija del magnate porque la hija de otro magnate, el del betún, se ha casado con un príncipe. El padre -la madre no existe, por cierto- le promete a su hija que le comprará un príncipe. Y aquí se inicia un enredo que nos va a llevar, a través de un constante juego de gags divertidísimos, desde la surrealista agencia matrimonial a la que se recurre para “comprar” el príncipe en cuestión, a la inevitable suplantación de personalidad en la que, sin siquiera pretenderlo, se ve envuelto el criado del príncipe arruinado que ha ido al domicilio del rey de las ostras para inspeccionar de qué se trata el negocio de la hija casadera. Esta, tan desesperada por contraer matrimonio, toma al criado por el príncipe, aunque le contraríe que sea “tan poca cosa” y tan feo, y se casan, no sin antes haber pasado por el calvario de la espera a que la novia se aseara y se engalanara para la ocasión, una secuencia, la del baño, llena de sensualidad y de insinuación,  muy atrevida para 1919. Todo ello, y es marca de la película, con una coreografía de innumerables extras que llenan los estupendos decorados de una puesta en escena apropiadísima para la historia. La interpretación de todos los personajes está en las antípodas del naturalismo realista y casi cualquier reacción se acepta como una muestra de espontaneidad normalísima que a nadie sorprende y que todos acatan con total complacencia. Las escenas afortunadas del banquete y, sobre todo, del baile de boda, ¡una epidemia de foxtrot! que invade todas las salas del palacio, la cocina incluida, son deliciosas, como la orquesta en la que nos sorprenden instrumentos tan peculiares como un tronco serrado o una cara donde se ejecutan los guantazos de percusión, como si fuera un gong…En acción paralela, el príncipe sale de juerga con unos amigos y, sin comerlo ni beberlo, acaba recogido en el palacio, donde tiene lugar una divertidísima sesión de las damas redentoras de alcohólicos, quienes abren su sesión brindando por el éxito de su misión, naturalmente. En cuanto aparece el príncipe, aunque beodo, todas las jóvenes redentoristas quieren encargarse de su redención. Al final, dirimido por vía de un combate múltiple de boxeo, es la protagonista, una eficacísima y tremendamente cómica Ossi Oswalda quien se lleva el príncipe al agua, esto es, a la cama, donde acaba siendo sorprendida por su legítimo esposo, el príncipe… que no lo es, lo que, como si hubiera sido por poderes, acaba confirmando a los dos tortolitos que sí, que están casados “realmente”. El ajustado metraje de la película, una hora justa, permite mantener el frenético ritmo de la narración sin que en ningún momento haya tiempos muertos, impropios de una comedia alocada de este tipo. Los movimientos de masas, las interpretaciones individuales, los decorados y el ingenio narrativo de Lubitsch hacen de esta película, La princesa de las ostras, una comedia a la altura de muchas que son tenidas por muy grandes en la Historia del cine y que no le llegan a esta ni a la altura de la carcajada. Mi hija ya se ha comprometido a verla conmigo, ella, tan reacia al cine mudo y al cine en blanco y negro, pero  estoy convencido de que acabará riéndose de tan buena gana como lo he hecho yo. Y estoy deseando volverla a ver. 

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