La cara no por conocida, menos depravada y miserable de
la política: Las manos sobre la ciudad
o cuando los negocios gobiernan a los políticos.
Título original: Le mani sulla città
Año: 1963
Duración: 105 min.
País: Italia
Director: Francesco Rosi
Guion: Francesco Rosi, Raffaele La Capria, Enzo Provenzale
Música: Piero Piccioni
Fotografía: Gianni Di Venanzo (B&W)
Reparto: Rod Steiger, Salvo Randone, Guido Alberti, Marcello Cannavale, Angelo D'Alessandro, Carlo Fermariello, Dante Di Pinto, Alberto Conocchia, Terenzio Cordova.
Me he visto obligado a
poner CINE así, con mayúsculas, para destacar que el hecho de que la historia
escoja un caso político para llevarlo a las pantallas no empece en absoluto
para que Rosi haya dirigido una película que, como tal, más allá del género al
que pertenece es un asombro constante y un prodigio de ritmo, capacidad de descripción
y de captación de ambientes y de psicologías que, eso sí, son estandarizadas, pero,
aunque haya tipos, la fuerza poderosa de los planos, los encuadres, el blanco y
negro contundente y una música electrizante, propia del mejor de los thrillers
usamericanos, permite acabar individualizando cada uno de esos personajes que
sí, responden a tipos clásicos: los políticos corruptos, los políticos cínicos,
el empresario ambicioso y sin escrúpulos, el izquierdista combativo y exultante
de buenismo, el profesional dubitativo y presa de la demagogia del poder, pero
que en la película de Rosi alcanzan momentos de intensa individualidad, y ahí
está la excelente interpretación de Steiger como constructor sin conciencia ni
dignidad. La película se abre con unos planos aéreos y casi abstractos de la
colmena ciudadana, los mismos con los que se cierra, auténtica tierra de pasto
de la especulación de los constructores sin escrúpulos. Cuando un edificio se
derrumba, a resultas de cual mueren dos vecinos y hay algunos heridos graves,
de los barrios pobres de Nápoles, ciudad a la que no es ajena una realidad como
la de la mafia, y que aquí no aparece aún, estamos en la etapa inicial del
despegue económico italiano, excepto que consideremos como tal el gobierno
mafioso de la ciudad, elegido en las urnas, eso sí; cuando se produce ese
accidente del que es responsable la empresa de Nottola, el empresario
interpretado por Steiger, se abre en el
ayuntamiento una investigación para determinar las responsabilidades y poner
las denuncias correspondientes. Y aquí es cuando entra en juego el vívido
relato de la angustia del empresario por que la mayoría gubernamental a la que
pertenece eche tierra sobre el asunto y le permita seguir adelante con un proyecto
de viviendas sociales de las que aspiran a llevarse un beneficio de 500%, como
se explica al inicio de la película. Las imágenes de la tumultuaria vida
política de una institución italiana de aquellos años 60 a la fuerza hubiera
debido de parecer algo extraño a los espectadores de un franquismo cuya
democracia orgánica era algo que nada tenía que ver con la in orgánica de
allende los Pirineos. Vista hoy, lo primero que llama la atención es que ese
mundo político sea “exclusivamente” un mundo de hombres. De hecho, toda la
película es una película de hombres, en la que, deliberadamente, no parece
haber lugar para la mujer, porque aún ni siquiera ha ascendido al estatuto de
protagonista activa de la Historia común. Desde ese punto de vista, la película
es asfixiante y nos retrotrae al mundo antiguo de las intrigas palaciegas de la
época clásica de Augusto y familia. El nervio con que está rodada la historia,
casi acezante, y el poder de una banda sonora que va puntuando eléctricamente
la acción, nos sumergen en una especie de persecución y de huida que ha de
resolverse en ese campo minado de la política y las alianzas oportunistas que
permiten a unos capear el temporal y a otros, la oposición, no llegar nunca a
poner en entredicho la parcialidad manifiesta de la mayoría. Durante la visión de
la película no podía quitarme de la cabeza ese prodigio del timing y el
suspense que es Siete días de mayo,
de John Frankenheimer, también criticada, aquí,
en este Ojo. Advierto un mismo impulso narrativo en ambas, y un uso del blanco
y negro que transmite una atmosfera e incluso unos estados de ánimo
perfectamente definidos. El director de fotografía de Las manos sobre la
ciudad, Gianni Di Venanzo, había acabado de trabajar para Fellini en 8 ½, por lo que los buenos aficionados
sabrán apreciar ya lo que puede dar de sí el inconmensurable trabajo de Venanzo, que
dota a la película de una cualidad formal no frecuente en el cine político, al
menos hasta las películas de Costa-Gavras, también un perfeccionista de la
realización. Cine político, dije al principio, y lo vuelvo a decir al final,
pero cine de mucha envergadura fílmica. La escena, por ejemplo, en que el
Alcalde deja entrar a las mujeres que han ido a quejarse de las desgracias del
derrumbamiento del edificio y comienza a repartir billetes de nos e aprecia
cuántas liras, a tiempo ue se gira,
cínico, hacia un compañero de partido fuera de cámara y le dice: ¿Ves?, así se hace la democracia… Con
todo, las mejores secuencias son las de las reuniones tumultuarias en el pleno
del Ayuntamiento, y que tanto me han recordado a las de la Bolsa que nos regala
Antonioni en El eclipse, imposibles
de olvidar. No sabía con qué me iba a encontrar, a pesar de la reputación de
Rosi, pero esta película me ha parecido un peliculón de urgente visionad para
todos aquellos que la desconozcan. Verán el retrato más inmisericorde de la
política de la corrupción que parece rodado anteayer a propósito de la que ha
corroído el PP en España. ¡Qué diferencia tan abismal entre este cine político
y el cine politizado de Godard en su etapa maoísta! Mientras allí hay disección, casi Einsensteniana, de los
mecanismos oscuros y opacos del poder; aquí hay eso que ahora llamamos postureo
y que no hace mucho llamábamos revolución de salón. Técnicamente, además, son
muy distintas. Si el cine de Rosi se acerca al clasicismo en forma y fondo de
lo mejor del cine denuncia de la corrupción social de la sociedad usamericana;
en Godard hay una exploración casi pop de las posibilidades del color, el
encuadre e incluso el metacine, una opción valiente y con resultados a veces
extraordinariamente hermosos y avanzados para su época, pero que pasaron
desapercibidos, dada la debilidad intrínseca del planteamiento narrativo.
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