¿Podríamos hablar del “toque LeRoy” para la comedia?: Despiértame cuando haya acabado: una
comedia de ambiente militar o un M.A.S.H. reverente.
Título original: Wake Me When
It's Over
Año: 1960
Duración: 126 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mervyn LeRoy
Guion: Richard L. Breen (Novela: Howard Singer)
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Ernie Kovacs, Dick
Shawn, Margo Moore, Jack Warden,
Nobu McCarthy, Don Knotts, Robert
Strauss, Noreen Nash, Parley Baer,
Robert Emhardt, Marvin Kaplan,
Tommy Nishimura, Raymond
Bailey, Robert Burton, Frank Behrens.
Ya hemos comentado otra comedia
de LeRoy en este Ojo, y aunque el
fondo conservador que subyace a la trama echa un poco para atrás, hay que
reconocer que para el desarrollo de la situación y la creación de algunos gags el director y sus guionistas tienen mano de
santo, porque, más allá de ese pensamiento que pasa como por sobre ascuas por
ciertos comportamiento que hoy escandalizan, la historia presenta un nivel de
liviandad irrespetuosa perfectamente encajable por la sociedad a la que se
dirige la obra. El ejército siempre ha sido un microcosmos en el que ha
funcionado muy bien el género de la comedia, como hemos visto reiteradamente en
este Ojo crítico, como es el caso de Operación Pacífico, de Blake Edwards,
por ejemplo, o, fuera de él, La novia era
él, de Hawks, sin venir más cerca, a ese M.A.S.H de Altman con la que la de
LeRoy guarda algún lejano parecido. Un licenciado del ejército, que regenta un bar, es
empujado por su esposa para solicitar un seguro al que, por haber sido militar,
tiene derecho, algo que él no quiere hacer, porque no quiere tener nada que
ver, ya, con el Ejército, el que no guarda especial buen recuerdo. Dicho y
hecho, la solicitud, en una escena muy graciosa en la que le ayudan a rellenar
el formulario, se convierte en una petición de alistamiento. No solo vuelve al
Ejército, sino que lo hace, además, en una remota isla del Pacifico, cercana a
Japón, pero perdida en el mapa, donde hay un destacamento militar, olvidado del
mando, que lleva una vida de relajación y libertad absoluta al margen de
cualquier régimen propio de la milicia y completamente alejados de cualquier
atisbo de vida más o menos “civilizada”. Ese ambiente, los personajes, que
forman un coro lleno de secundarios fantásticos que le confieren una gracia
singular a esa vida regalada de los milicos en una isla paradisíaca, y el
espacio en que se desarrolla la acción se convierten en un atractivo de primera
magnitud para un soldado que llega a una base donde se encuentra con su antiguo
jefe, un Ernie Kovacs que, a pesar de su
sólida fama, no puede competir con un extraordinario Dick Shawn, quien carga
con todo el peso de la película. Es él a quien se le ocurre crear un balneario
junto a unas aguas termales para convertirlo en una suerte de resort al que
puedan ir a descansar, y recuperarse, gracias a sus aguas medicinales, los altos
mandos del ejército, hombres de negocios y todos aquellos que puedan permitirse
el lujo “asiático” que ofrece el hotel a sus visitantes. A partir de una
denuncia, se pone en marcha la maquinaria judicial militar para depurar las
responsabilidades a que haya lugar por la apertura del local, en el que no solo
se ha usado material militar, sino en el que los militares destacados en la isla
trabajan al margen de sus obligaciones militares. La aparición de una militar
que viene a “fiscalizar” la actividad de la base, y que provoca el consiguiente
alboroto hormonal en tropa y mandos, añade una dimensión jocosa que el guion
resuelve en términos muy conservadores y pacatos, pero que genéricamente
funcionan muy bien para el mecanismo. La película está llena de situaciones
divertidas, pero se trata, ya digo, de un humor blanco que no busca erosionar,
sino hacer pasar un rato entretenido riéndose de aquello que le merece un total
respeto, y se nota. En este tipo de películas, actores y actrices tienen un
cometido esencial, y en esta cumplen a la perfección, sobre todo el
protagonista, Dick Shawn, que consigue hacer verosímil un disparate monumental,
con esa aceptación fatalista de lo absurdo que, en vez de a la desesperación lo
lleva a la visión de un negocio floreciente, su especialidad. No es una comedia al estilo de las de Billy Wilder,
por supuesto, sino más cercana de Blake Edwards o de Pijama para dos y Confidencias
a media noche, de Delbert Mann y Michael Gordon, respectivamente, y, por
ello mismo, reconocible en un género amable que sabe atraer a los espectadores
a la lógica interna del disparate y seguir con interés el desarrollo de tan
absurda trama. Los exteriores permanentes en que está rodada la historia, además,
contribuyen, por su belleza, a redondear una historia que tiene, en el final
judicial, un desenlace a la altura de las mejores comedias, lo que deja a los
espectadores con un excelente sabor de boca.
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