jueves, 19 de enero de 2017

La sexualidad y el amor en el capitalismo antes de las crisis del 87, 98, 07…: “Salve quien pueda la vida”, de Jean-Luc Godard.



Reflexión sobre el desengaño, la desolación y la frialdad: Salve quien pueda la vida, un ejercicio de hermosa caligrafía y deprimente mensaje.


Título original: Sauve qui peut (la vie)
Año: 1980
Duración: 87 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard, Jean-Claude Carrière, Anne-Marie Miéville
Música: Gabriel Yared
Fotografía: Renato Berta, William Lubtchansky
Reparto: Isabelle Huppert, Jacques Dutronc, Nathalie Baye, Roland Amstutz, Cécile Tanner, Anna Baldaccini.


La obra comienza presentándonos a un director de cine, apellidado Godard, que vive en un hotel y a quien, al salir, un botones de origen italiano (la acción transcurre en varias localidades de Suiza) acosa para que tenga relaciones sexuales con él, “¡deme por culo, señor Godard!”, le suplica con una pasión que desconcierta al protagonista, quien no puede impedir que el fogoso empleado del hotel introduzca la cabeza en el coche y lo bese con ardiente deseo. A partir de ahí, la historia se centrará en la imposibilidad del protagonista de cuajar una relación estable con su pareja y la dificultad de relación obvia que tiene con su exmujer y su hija adolescente. De forma paralela, se nos cuenta la historia de una prostituta que acabará instalándose en el piso que deja libre la pareja rota del protagonista y su enamorada, quien decide dejarlo todo, el trabajo en la televisión, y marcharse al campo para replantearse su vida. El protagonismo va derivando suavemente del director a la prostituta, cuyas aventuras se nos muestran con una fría sordidez que pone de relieve la vivencia mecánica y aburrida del deseo sexual o de su ausencia, mejor dicho, porque las aventuras sexuales de la protagonista se centran más en la ficción del sexo que en su práctica placentera, como es el caso del cuarteto que se nos ofrece en un hotel de, como le dice el empleador, cualquier lugar del mundo: “vas, estás dos noches y vuelves”, y cobra. La película está concebida casi como un collage y es muy frecuente el uso de recursos como la cámara lenta, para la relación entre las personas, encuentros, despedidas, besos…, como para el retrato del paisaje, momento en que se consigue una suerte de textura impresionista, con los trazos desvaídos, muy sugerente. El protagonista lee, frente a unos alumnos, un texto de carácter autobiográfico que puede adjudicársele, perfectamente, al propio director, Jean-Luc Godard: “Dirijo, porque no tengo el valor para no hacer nada”. La imposibilidad de entregarse a la pereza virtuosa es, pues, el origen de una obra en permanente evolución y transformación, como es la de Godard, siempre atento a la experimentación y jamás complacido con los hallazgos, siempre dispuesto a explorar un lenguaje, el de las imágenes, mediante el que hacernos llegar una visión del mundo contemporáneo en el que, hablamos ahora de los años 80, aún lejana la crisis primera del 87, la vida burguesa se manifestaba con toda la seguridad e hipocresía propia de un reinado pronto a caducar, al menos en los términos de seguridad y confianza en el futuro que se exhibe en la cinta. No hay, en la narración, una fluidez basada en transiciones que aspiren a enlazar las diferentes historias, sino cortes secos que nos llevan de unas a otras con esa gélida desesperanza con que el protagonista afronta su fracaso amoroso, que acaba convirtiéndose en fracaso vital, porque su muerte y la glacial respuesta de su ex: “déjalo, no es asunto nuestro”, ante la leve inquietud de la hija, que no sabe si acudir a socorrerlo, ponen un punto final estremecedor a la película. La película está dividida en cuatro capítulos, al modo de una composición musical, una sonata, algo que se confirma con la irrupción de la orquesta en la última secuencia, corporeizando la banda sonora a través de un travelín de la hija y la madre, entre las que se fragua una disensión que hace prever un inmediato desencuentro. La visión de la ciudad, de los edificios, del tráfico, de la agitación comercial, como el plano fijo de una avenida comercial que sirve de contrapunto a un encuentro de la prostituta, una excepcional Isabelle Huppert, cuyo personaje se llama como ella, Isabelle, acaso para reforzar, en el plano de la actuación, una identificación morbosa con su personaje, algo que ha condicionado, sin duda, su carrera como actriz, a juzgar por los personajes que le han ido encargando a lo largo de su vida, aunque en una carrera tan prolífica como la suya ha tenido tiempo para interpretar todas las personalidades imaginables. No olvidemos que la escritora que es pareja de Paul Godard, un Jacques Dutronc algo estrafalario y casi grotesco, se apellida Rimbaud…, es decir, que hay un sutil juego de identidades cambiadas con el que Jean-Luc Godard ha querido explorar los límites de la identidad, aunque acotando su investigación a la difícil vivencia de la sexualidad y a la casi imposible del amor. Se desprende de la película una frialdad como de moneda, o de contaminación; pero en modo alguno el espectador deja de tener interés en el destino casi burocrático de esos tristes personajes. La película tiene algo como de epílogo resignado de las infantiles andanadas anticapitalistas de películas combativas suyas de los años 60 y 70, como si  hubiera querido recrearse en la derrota de la Revolución, como se insinúa sutilmente en la película al constatar que Fidel Castro seguía en el poder porque para ambas potencias era algo así como las tablas de la partida de ajedrez, aunque ello implicara la imposibilidad de desarrollarse materialmente y la obligación estratégica de vivir en la pobreza. Pues eso.

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