Reflexión sobre el desengaño, la desolación y la frialdad: Salve quien pueda
la vida, un ejercicio de hermosa caligrafía y deprimente mensaje.
Título original: Sauve qui peut (la vie)
Año: 1980
Duración: 87 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard, Jean-Claude Carrière, Anne-Marie Miéville
Música: Gabriel Yared
Fotografía: Renato Berta, William Lubtchansky
Reparto: Isabelle Huppert,
Jacques Dutronc, Nathalie Baye, Roland Amstutz, Cécile Tanner, Anna Baldaccini.
La obra comienza presentándonos a un director de cine,
apellidado Godard, que vive en un hotel y a quien, al salir, un botones de
origen italiano (la acción transcurre en varias localidades de Suiza) acosa
para que tenga relaciones sexuales con él, “¡deme por culo, señor Godard!”, le
suplica con una pasión que desconcierta al protagonista, quien no puede impedir
que el fogoso empleado del hotel introduzca la cabeza en el coche y lo bese con
ardiente deseo. A partir de ahí, la historia se centrará en la imposibilidad
del protagonista de cuajar una relación estable con su pareja y la dificultad
de relación obvia que tiene con su exmujer y su hija adolescente. De forma
paralela, se nos cuenta la historia de una prostituta que acabará instalándose
en el piso que deja libre la pareja rota del protagonista y su enamorada, quien
decide dejarlo todo, el trabajo en la televisión, y marcharse al campo para
replantearse su vida. El protagonismo va derivando suavemente del director a la
prostituta, cuyas aventuras se nos muestran con una fría sordidez que pone de
relieve la vivencia mecánica y aburrida del deseo sexual o de su ausencia,
mejor dicho, porque las aventuras sexuales de la protagonista se centran más en
la ficción del sexo que en su práctica placentera, como es el caso del cuarteto
que se nos ofrece en un hotel de, como le dice el empleador, cualquier lugar
del mundo: “vas, estás dos noches y vuelves”, y cobra. La película está
concebida casi como un collage y es muy frecuente el uso de recursos como la
cámara lenta, para la relación entre las personas, encuentros, despedidas,
besos…, como para el retrato del paisaje, momento en que se consigue una suerte
de textura impresionista, con los trazos desvaídos, muy sugerente. El
protagonista lee, frente a unos alumnos, un texto de carácter autobiográfico
que puede adjudicársele, perfectamente, al propio director, Jean-Luc Godard: “Dirijo,
porque no tengo el valor para no hacer nada”. La imposibilidad de entregarse a
la pereza virtuosa es, pues, el origen de una obra en permanente evolución y
transformación, como es la de Godard, siempre atento a la experimentación y
jamás complacido con los hallazgos, siempre dispuesto a explorar un lenguaje,
el de las imágenes, mediante el que hacernos llegar una visión del mundo
contemporáneo en el que, hablamos ahora de los años 80, aún lejana la crisis
primera del 87, la vida burguesa se manifestaba con toda la seguridad e
hipocresía propia de un reinado pronto a caducar, al menos en los términos de
seguridad y confianza en el futuro que se exhibe en la cinta. No hay, en la narración,
una fluidez basada en transiciones que aspiren a enlazar las diferentes
historias, sino cortes secos que nos llevan de unas a otras con esa gélida
desesperanza con que el protagonista afronta su fracaso amoroso, que acaba
convirtiéndose en fracaso vital, porque su muerte y la glacial respuesta de su
ex: “déjalo, no es asunto nuestro”, ante la leve inquietud de la hija, que no
sabe si acudir a socorrerlo, ponen un punto final estremecedor a la película.
La película está dividida en cuatro capítulos, al modo de una composición
musical, una sonata, algo que se confirma con la irrupción de la orquesta en la
última secuencia, corporeizando la banda sonora a través de un travelín de la
hija y la madre, entre las que se fragua una disensión que hace prever un
inmediato desencuentro. La visión de la ciudad, de los edificios, del tráfico,
de la agitación comercial, como el plano fijo de una avenida comercial que
sirve de contrapunto a un encuentro de la prostituta, una excepcional Isabelle
Huppert, cuyo personaje se llama como ella, Isabelle, acaso para reforzar, en
el plano de la actuación, una identificación morbosa con su personaje, algo que
ha condicionado, sin duda, su carrera como actriz, a juzgar por los personajes
que le han ido encargando a lo largo de su vida, aunque en una carrera tan
prolífica como la suya ha tenido tiempo para interpretar todas las
personalidades imaginables. No olvidemos que la escritora que es pareja de Paul
Godard, un Jacques Dutronc algo estrafalario y casi grotesco, se apellida
Rimbaud…, es decir, que hay un sutil juego de identidades cambiadas con el que
Jean-Luc Godard ha querido explorar los límites de la identidad, aunque
acotando su investigación a la difícil vivencia de la sexualidad y a la casi
imposible del amor. Se desprende de la película una frialdad como de moneda, o
de contaminación; pero en modo alguno el espectador deja de tener interés en el
destino casi burocrático de esos tristes personajes. La película tiene algo
como de epílogo resignado de las infantiles andanadas anticapitalistas de
películas combativas suyas de los años 60 y 70, como si hubiera querido recrearse en la derrota de la
Revolución, como se insinúa sutilmente en la película al constatar que Fidel
Castro seguía en el poder porque para ambas potencias era algo así como las
tablas de la partida de ajedrez, aunque ello implicara la imposibilidad de
desarrollarse materialmente y la obligación estratégica de vivir en la pobreza.
Pues eso.
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