Los poderes del encuadre, la imagen y el documento: El eclipse, de Antonioni, o una
meditación arquitectónica sobre la extrañeza de vivir.
Título original: L'eclisse (The Eclipse)
Año: 1962
Duración: 126 min.
País: Italia
Director: Michelangelo Antonioni
Guión: Tonino Guerra, Michelangelo Antonioni, Elio Bartolini
Música: Giovanni Fusco
Fotografía: Gianni di Venanzo (B&W)
Reparto: Alain Delon, Monica Vitti, Francisco Rabal, Louis Seigner,
Lilla Brignone, Rossana Rory, Mirella Ricciardi.
Volver a los viejos mitos
de juventud tiene algo de arriesgada jugada del azar. Nunca sabemos quién habrá
cambiado más, si el espectador que fuimos y ya no somos o la obra de arte que
nos maravilló y quizás ahora nos decepcione, como suele pasar tan a menudo,
incluso con obras tan sólidas que, diríase, habrían de prevalecer contra la
erosión implacable del tiempo. Antonioni ha sido siempre un cineasta muy
particular, asociado al concepto de incomunicación y al del hastío burgués en
una sociedad neurótica e insociable que él, supuestamente, ha descrito como
nadie antes. El eclipse es una película estándar dentro de su filmografía,
ajustada a los cánones básicos de su cine, pero con algunas singularidades que
hacen de ella una obra cinematográficamente excepcional, dado el laconismo de
la protagonista, el misterio de su crisis existencial y la recreación de ese
doloroso estado de ánimo en los paisajes urbanos en los que la cámara se recrea
casi con afán documental, si bien los planos desangelados de los edificios,
ciertas composiciones de volúmenes arquitectónicos dentro del plano, el enfoque
moroso en ciertas texturas, como el pajizo que recubre un edificio en
construcción,
o un apilamiento de ladrillos que evocan con mágica perspectiva
una ciudad -en una escena casi idéntica a la que Godard realizó con envases de
productos comerciales, por cierto-, contribuyen a la creación de una atmósfera que
otorga a la obra una especie de condición futurista, como si se nos hablase, no
del presente, Roma, 1962, sino de una
distopía en la que los barrios de calles desiertas, silenciosas, por las que
los transeúntes se aventuran como por un espacio prohibido o controlado, nos
hablara de algo así como de una sociedad posnuclear en la que los
supervivientes de la especie hubieran perdido su personalidad singular. La
historia es apenas un pretexto para describir un personaje, Vittoria, enigmática
y deslumbrante Mónica Vitti, a mayor gloria de la cual está construida la
película, aquejada por la insatisfacción
vital radical, que acaba de abandonar a su novio, un acaudalado hombre de
negocios, amante del arte y del lujo, a juzgar por la casa donde ella le
comunica su decisión tras lo que se refiere como una noche “movida” en la que
se han dicho incluso lo indecible. El ritmo ceremonial de la ruptura, el juego
de planos estáticos en los que los personajes mantienen una distancia helada,
incluso en los que ni siquiera los dos forman parte de él, del plano, como si
se quisiera traducir en la imagen la ruptura de los amantes, indica al
espectador que ha entrado en un universo de silencio y de significados en el
que los planos nunca serán en modo alguno gratuitos, antes al contrario, todos
ellos están como sobrecargados de información que conviene leer con atención, y
he de reconocer que Antonioni es heredero de maestrías, en ese arte de la descripción,
sea en plano fijo, sea en barrido de cámara, como la de Ophüls, o la de Dreyer, por poner directores hasta
cierto punto cercanos a la sensibilidad del director de Ferrara. La película no
tarda, después de una excursión nocturna con unas amigas vecinas, incluida una espectacular
danza africana de la Vitti, en una suerte de viaje antropológico a través de la
decoración del piso de la vecina que vive habitualmente en África, en dar un
giro tan sorprendente como espectacular e imantador, porque la protagonista va
en busca de su madre al lugar donde tiene, podría decirse, su hábitat
cotidiano: la Bolsa de Roma. Desde que la cámara entra en el edificio de la
Bolsa, el antiguo Templo de Adriano, asistimos a unas secuencias enloquecedora
en las que el ambiente mortecino de la realidad, incluidas, sorpresivamente,
las propias calles del centro de Roma, contrastan con el desbordamiento de actividad
frenética y aulladora que llena las secuencias con una vitalidad que nada tiene
que ver ni con la protagonista ni con el extrarradio pacífico donde habita ni
con los devastadores silencios que, fuera de ella, la Bolsa, acongojan a la desconcertada
protagonista. En la Bolsa aparece el coprotagonista, un Alain Delon que actúa
como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ser agente de bolsa,
quien lleva las inversiones de la madre, lo que le permite autopresentarse a la
protagonista con el desparpajo, la seguridad y la simpatía arrolladora a la que
no será inmune la protagonista. Hay un afán documental inequívoco en las
secuencias de la Bolsa, y Antonioni fue documentalista por vocación, también, y
prueba de ello es que actúen auténticos agentes de cambio y bolsa profesionales
en la película, a quienes Antonioni filma con una pasión que es totalmente
correspondida por la verdad contundente del retrato de esa actividad totalmente
opaca para los espectadores no puestos en el negocio. ¡Qué prodigio de
contraste el hecho de suspender la actividad durante un minuto de homenaje a un
colega fallecido ¡por infarto! y la consiguiente reanudación de las
contrataciones desquiciadas en las que nunca se llega a saber, aunque si
intuir, qué negocios de alto riesgo se fraguan en esas tensas conversaciones a
grito pelado! La oportunidad que escoge Antonioni es la de una caída generalizada
de la Bolsa y unas pérdidas escalofriantes que afectan a casi todos los
presentes, como se advierte en unas escenas de pánico y desolación en la que
los inversores -que echan pestes de los partidos de izquierda que buscan su
ruina…- cruzan los espacios de la institución a medio camino entre el colapso
orgánico, la depresión anímica y la desorientación total. ¡Qué magnífica
crónica de la actividad bursátil! Toda la vida inexistente en el cansino ritmo
de la vida de la protagonista y en los barrios silenciosos y retirados estalla
en la Bolsa alrededor de unas inversiones que constituyen el patrimonio de
quienes arriesgan en ella sus dineros, algo así, como el núcleo fundamental de
la persona, en esos inversores. Es paradójico que la pasión se concentre más
alrededor del dinero que, por ejemplo, en la relativamente fría sexualidad de
los protagonistas, porque, como le dice Vittoria al personaje de Delon: Me gustaría no amarte…, o amarte mejor.
La indefinición, la ausencia de pasión, la extrañeza fundamental de la
existencia que no se deja confundir por los sentimientos, la conciencia de la
propia fugacidad en contraste con la solidez de la arquitectura, en permanente
expansión, todo ello “es” el contenido real de la película, no expuesto en
diálogos brillantes o reflexiones sesudas, sino en imágenes, un alud de
imágenes que exigen del espectador el cierre del discurso con esos materiales
que le suministra Antonioni, y ahí sí que el director no peca jamás de ambiguo,
del mismo modo que es meridianamente claro cuando enfoca el diario tabloide que
abre un transeúnte y advertimos el riesgo no imposible de una guerra nuclear,
en un año, 1962, que fue el de la crisis de los misiles cubanos entre Usamérica
y Rusia, que literalmente pusieron la humanidad al borde de esa conflagración exterminadora.
Siempre se ha dicho, y su condición de tópico no le resta un ápice de verdad,
que el cine se construye, básicamente, con imágenes, no con palabras ni con
música ni con efectos especiales, aunque, bien usados, son elementos, esos
tres, con los que se han hecho verdaderas obras de arte. El cine comercial
suele fiarse más de la historia que de las imágenes que la cuentan; el cine
verdadero, sin embargo, solo sabe contar la historia a través de las imágenes.
Este es el caso de Antonioni. Esta es la grandeza de su meditación en imágenes
sobre la existencia.
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