Hay directores artesanos, buenos directores,
directores geniales y… Max Ophüls: El
placer o una orgía visual inefable.
Título original: Le plaisir
Año: 1952
Duración: 93 min.
País: Francia
Director: Max Ophüls
Guión: Jacques Natanson, Max Ophüls (Cuentos: Guy de Maupassant)
Música: Joe Hajos
Fotografía: Philippe Agostini, Christian Matras (B&W)
Reparto: Claude Dauphin, Gaby Morlay, Madeleine Renaud, Ginette
Leclerc, Mila Parély, Danielle Darrieux, Pierre Brasseur, Jean Gabin, Jean
Servais, Daniel Gélin, Simone Simon, Amédée, Paul Azaïs, Antoine Balpêtré.
Venía entusiasmado a esta página en blanco figurándome
que era una pantalla donde con mis palabras podría hacer el milagro de recrear
para el lector la profunda impresión que me ha producido la contemplación de
esta genialidad de Ophüls, El placer,
que aún no había visto, como tantas y tantas joyas que van a alegrarme los días
de mi jubilación hasta los 113 de vida que consta en mi contrato faustiano,
porque como yo ya pongo la Margarita, y soy más bien del tipo austero
conventual se me hizo, a cambio, la satánica gracia de la extensión…
Entusiasmado venía, digo, y me he desinflado en cuanto me he dado cuenta de que
lo visto no admite lo escrito, de que el prodigio de la cámara de Ophüls deja
cualquier descripción bastante más allá de la palidez, rozando incluso el
ridículo por atreverse a luchar contra esa propiedad de la mística y del cine
genial: la inefabilidad. Hay que verla, no se puede contar. Y me sabe mal,
porque, a pesar del gripazo con que he inaugurado este 2017 de la revolución
vegueriana catalana, entre gelocatil y gelocatil me iban viniendo frases
ardorosas con que esperaba llegar hasta la fibra estética íntima de quienes
tienen a bien frecuentar este diletante blog de críticas cinematográficas, con
el convencimiento prerredaccional (¡qué hermoso doble juego de consonantes en
una sola palabra!) de que daría con los adjetivos idóneos para tal finalidad. Y
aquí estoy, sin siquiera un elogio que bajar a las teclas y que esté a la
altura de lo que he visto: una indiscutible obra maestra de la historia del
cine. El pretexto narrativo son tres cuentos de Maupassant: La máscara,
La casa Tellier y La modelo, el estudio de un caso
psicológico particular, el elogio del burdel como institución “galante” de una
pequeña ciudad de provincias y los amores trágicos de un pintor y su modelo.
Que la voz en off que narra las historias sea la del propio autor de los
cuentos es un hallazgo formidable, porque en ese timbre, en esa entonación, en
ese fraseo casi susurrado al oído del espectador, salidos directamente de la
ancha vena de la experiencia vital de Maupassant descansa buena parte del
atractivo. Del mismo modo que el autor habla de sus cuentos como algo ajeno,
observándolos con una dosis de objetividad acrecentada, Ophüls va a abusar de
un emplazamiento de la cámara alejada del plano directo, usualmente filmará
desde fuera de los edificios, desde detrás de árboles y arbustos que dejan
entrever la acción en segundo plano y, cuando, porque así lo requiere el hilo
narrativo, ha de entrar en el interior, la cámara se sitúa de tal manera que en
los planos secuencia numerosísimos que hay, sobre todo en el primer episodio y en
los travelines con los que barre el espacio en todas las direcciones posibles, el
motivo dinámico de la acción siempre está en un segundo plano. En el primer
episodio, el del baile, esa técnica logra crear un dinamismo en escena que me
río yo de cualquier adocenada película de acción moderna… Todo fluye, sin
embargo, con una alegría y naturalidad que, en el arranque, pudiera uno pensar
que está viendo los primeros compases del comienzo del segundo acto de La Bohème y aun esa música de Puccini
hubiera cuadrado a la perfección con la animación de la escena. Ha de decirse
enseguida que el prodigio de la cámara del director moviéndose en ese espacio
atestado hasta la claustrofobia no solo no le roba espontaneidad a las
secuencias, sino que la potencia, ¡un ojo invisible que se mueve entre la
multitud!, y al que nadie mira, ni percibe. ¡Qué lección de cine! La secuencia
de la llegada del portador de la máscara y su baile frenético hasta que cae
redondo en la pista y ha de buscarse un médico para que lo atienda da paso al
desenmascaramiento, es decir, a la otra cara del placer, la del viejo que,
habiendo sido un galán en su madurez, peluquero de artistas, se resiste a
envejecer y dejar de hacer lo que más placer le produce en la vida: asistir a
los bailes donde engañar con la máscara su edad y su decrepitud. El contraste
entre la máscara tersa y la cara ajada del anciano es impactante, del mismo
modo que lo es el traslado, del que se encarga el médico, hasta su modesta casa
en un carro que recuerda, por el caballo, la niebla y el encuadre del carruaje,
en lo alto de la calle, el de La carreta
fantasma de Victor Sjöström. El episodio más larga es el de la historia de
una casa, un lenocinio amable que actúa en una localidad de Normandía más como un club social que como una vulgar
casa de prostitución. De nuevo, como en el baile, la cámara merodea por el
exterior de la casa hasta que acaba entrando por los diferentes accesos, la
parte superior de la puerta, la ventana, etc., que permiten darle continuidad a
un ajetreo menos movido que el del baile pero que la cámara recorre en barridos
permanentes durante mucho tiempo hasta que el espectador se mueve por el burdel
como por su propia casa, pues no otro es el efecto que se quiere buscar,
familiarizarlo con el local, convertirlo en parroquiano satisfecho. ¡Y ya lo
creo que lo consigue! Los tics de las pequeñas localidades sin verdaderos “antros
de perdición” de las capitales, se ponen de relieve cuando la casa cierra
porque la patrona y las meretrices -la española es todo un hallazgo, con sus
caracolillos falsos incluidos…- se van a la comunión de la sobrina en un
pequeño pueblo. Allí se ponen en contacto dos placeres de muy distinta
naturaleza, el de la carne y el del alma, y las secuencias en la iglesia dedicadas
a la comunión tienen una emoción que capta lo trascendental que para los
aldeanos es esa ceremonia de paso en la vida de los jóvenes, en nuestros días
un mero pretexto social y comercial. La actuación de Jean Gabin como anfitrión
de las meretrices, bajo la atenta vigilancia de su mujer, me parece uno de sus
mejores papeles y dota al episodio de una entidad que impide que decaiga por
exceso de bucolismo. El movimiento de agitación vecinal entre los hombres del
pueblo cuando advierten que el burdel ha abierto de nuevo sus puertas, cierra
de manera brillante el episodio. El tercero, la ascensión y caída de un pintor
que se empareja con su modelo “creyendo firmemente que la amaba”, no amándola,
como recalca el narrador, en este caso un testigo directo del caso a quien
Maupassant dice que cedió la voz narrativa, es una historia de amor con falso
final feliz muy del gusto del naturalismo de su época, aunque en estos cuentos
predomina un cierto costumbrismo salpicado por apuntes psicológicos, sociológicos
y análisis de una institución como el matrimonio a la que el autor, Maupassant,
fue alérgico toda su vida. Lo mejor del tercer episodio es que progresa de una
manera casi inexplicable hacia un final menos explicable aún, pero con una
fuerza en la interpretación que hace de él algo así como una historia de amour fou surrealista muy pero que muy
moderna en su planteamiento y en su desarrollo. Bien, ya se ha advertido que
apenas he sido capaz sino de poner tres lugares comunes ante los ojos del
futuro espectador que no ha de achacar a mi incapacidad perderse esta
maravilla, sino a su indolencia, porque ya aviso que, como Los sueños de Kurosawa, Roma,
de Fellini, El fantasma de la libertad,
de Buñuel, Las tres edades, de Buster
Keaton o no hablemos ya de Intolerancia,
de Griffith, El placer, de Ophüls ocupa
idéntico escalafón en el panteón de las deidades cinematográficas. Quien avisa…
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