La poderosa raíz del melodrama en
la brillante puesta en escena de un arco vital en el seno de una implacable
transformación social: El cuarto
mandamiento, de Welles, o el aprendizaje del dolor.
Título original: The
Magnificent Ambersons
Año: 1942
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Director: Orson Welles
Guión: Orson Welles (Novela:
Booth Tarkington)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Stanley Cortez (B&W)
Reparto: Tim Holt, Joseph
Cotten, Dolores Costello, Agnes Moorehead, Anne Baxter, Richard Bennett, Ray
Collins.
He de reconocer que esta película la escogió mi
Conjunta y que la vi con ella no sin cierta reticencia, porque tenía en la
memoria una vaga animadversión hacia ella, o mejor dicho, hacia el repelente
personaje cuyo despiadado y merecido
retrato nos ofrece la película en un ejercicio de síntesis narrativa tan
admirable que, desde la presentación de la misma, con una voz narrativa que
seduce -la impresionante de Orson Welles, cuya dicción constituye todo una
clase magistral de interpretación
vocal-, resulta imposible despegarse del frenético ritmo de
acontecimientos que se van a ir sucediendo, aun a pesar del tono slow que parece adquirir el retrato de
la vida en esa localidad anclada en el pasado, y que irá evolucionando, a la
par que el invento del coprotagonista, Joseph Cotten, el coche, un enamorado
que “no llega tiempo” de ser aceptado
por una joven superficial e incapaz de ver más allá de sus propias narices, que
no son otras que las de la riqueza paterna que su flamante nuevo marido irá
esquilmando poco a poco hasta, en un viaje inverso al de su exenamorado,
reducirse al golpe severo y mortal de la miseria y la necesidad. Como no puede
ser de otra manera, la hija del antiguo pretendiente y el hijo de la pretendida
no solo se conocen y simpatizan, sino que reproducirán, durante la mayor parte
de la película, el drama del desencuentro de sus padres. Cuando fallece, arruinado,
el marido de ella y parece que los primeros amantes pueden reanudar su vieja
amistad y la brasa amorosa que aún late bajo la ceniza del paso del tiempo, la
actitud despótica del hijo oponiéndose a dicha relación determinará la vida no
solo de ambos enamorados, sino también la del propio hijo, la de su tía, quien,
por celos, lo ha azuzado contra el antiguo amante, la de la hija de este y, en
general, la de toda la familia, que habrá de ir reacomodándose a la terrible
realidad de haberlo perdido todo y de tener que aceptar un trabajo remunerado
para poder sobrevivir. La historia se centra en la descripción del tipo
tiránico del hijo de ella, un consentido desde pequeño al que nunca le han
puesto límites y cuya voluntad jamás ha encontrado obstáculo que la detuviera
en seco. Esa es la función de la hija y ese es el mal que, como confiesa, ya
caído en desgracia, en una entrevista con ella, ha de beber como la hiel,
estando permanentemente a punto de derrumbarse y de precisar la ayuda de algún
medicamento que lo reanime. Que es lo que exactamente le ocurre a quien pone
por encima del sincero amor que siente por él, la necesidad de enfrentarlo a la
necesidad de tener que cambiar, porque ella no ha sido educada, precisamente,
en la aceptación de la sumisión al marido, al ordeno y mando de un hombre,
además, que por hacer tanto daño a su padre se ha caracterizado. Aún me hago
cruces de cómo es posible que hubiera olvidado el poder extraordinario de
Welles para, a través de una puesta en escena que sorprende en cada escena, sea
en el interior de la gran casa, algo así como un fúnebre mausoleo por el que
sus habitantes se desplazan como fantasmagorías de un pasado ya caduco, sea en
las graciosas expediciones para “probar” el invento del coche en la nieve, en el
campo o en la ciudad, sea en esa crónica con opiniones de conciudadanos sobre
la poderosa familia y sobre las
relaciones de sus miembros con “el mundo exterior”, de tan profunda raigambre
eisensteiniana, de La huelga, por
ejemplo. Aún estamos muy lejos de lo que han de ser los grandes melodramas del
maestro del género, Douglas Sirk, pero El
cuarto mandamiento, de Welles, innova sobre las líneas tradicionales del
género y nos entrega una película capaz de aunar el drama psicológico, el drama
romántico y el drama social entretejido todo ello en un guion pautado con una
exactitud admirable. Además de la propia voz narrativa en off de Welles, la
interpretación alcanza unos niveles de
auténtica magnificencia, sobre todo en la figura de la tía solterona enamorada
del coprotagonista, un auténtico estudio minucioso del fracaso sentimental, de
la envidia, del rencor y de la impotencia, interpretado a la perfección, en un
registro contenido e intenso al tiempo, por una Agnes Moorehead -¡La
inolvidable Endora de Embrujada en mi
preadolescencia!- a quien vengo de ver en un papel en las antípodas, el de
hermana campesina del padre de la hija sordomuda en Belinda. Allí, como aquí, hablamos de una calidad en la
interpretación que, en El cuarto mandamiento, se suma a la de todo el reparto,
sin excepciones. Welles siempre ha sido un magnífico director de actores, y
actor eximio él mismo, acaso por eso, y en esta película, que fluye, ya digo,
con una naturalidad que maravilla, todos ellos contribuyen a dotar a la ficción
de una vida tan intensa como el melodrama exige y nosotros deseamos. Este
visionado me ha confirmado que los grandes clásicos han de verse a menudo, algo
que acabo de confirmar ayer tras visionar, también un poco a regañadientes, Marnie, la ladrona, de Hitchcock, en la
que, como siempre ocurre con él, he descubierto lo que en visionados anteriores
o se me había pasado por alto o no le había dado la importancia que ahora sí le
he dado. Siempre me ha parecido que lo de Welles para el cine es lo más
parecido a lo de Mozart para la música. Y El
cuarto mandamiento funciona, en efecto, como una gran ópera clásica, en la
que tanto nos llama la atención la puesta en escena como la partitura y, por
supuesto, la interpretación. ¡Casi estoy por ponerme de nuevo a verla, no digo
más!
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