Nueva York, la negritud, el jazz,
la deriva existencial… Sombras, de
John Cassavetes, o la eterna improvisación de lo real.
Título original: Shadows
Año: 1959
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: John Cassavetes
Guión: John Cassavetes
Música: Charles Mingus
Fotografía: Erich Kollmar
Reparto: Lelia
Goldoni, Ben Carruthers, Hugh Hurd, Anthony Ray, Rupert Crosse.
Encontrar la ópera prima de Cassavetes, Sombras, el protoindie
del cine usamericano, me ha servido para confirmar que desde su debut en el
cine John Cassavetes no era un director al uso, sino una mirada nueva,
distinta, a la realidad, tal y como se confirma en esta película que, como se
indica al final de la misma en sobreimpresión, es el resultado de un ejercicio
de improvisación, por más que tuviera un guion previo que marcara el desarrollo
de las escenas. Estamos, pues, ante un intento de cinema verité estrictamente
canónico, porque el desarrollo de la acción sigue la vida, sobre todo nocturna,
aunque también hay alguna incursión diurna, como la salida a Central Park, de
tres hermanos mulatos en la Nueva York de 1959, con una banda sonora de puro
jazz, a cargo de Charles Mingus, no solo excelente músico de jazz, sino
destacado activista en favor de los derechos de los negros, y de ahí, acaso, su
aparición en esta película en la que la “cuestión racial” juega un papel tan
importante en el fracasado emparejamiento de la protagonista con el joven
blanco de quien se enamora y quien exhibe algo más que dudas a la hora de
aceptar convivir con la mujer a quien acaba de desvirgar, unas secuencias
excepcionales en las que ambos actúan con una sinceridad interpretativa que
acongoja al espectador. La película tiene, sin embargo, muchas otras secuencias
extraordinarias, como la del intento de ligue de los tres amigos, tres ninis
talluditos y sin norte vital, que van viviendo un mucho adocenadamente, no
queriendo enfrentarse a la realidad de la responsabilidad individual, como se
pone de manifiesto en el encuentro en un bar en el que la hermana se opone a
que su hermano y sus amigos la acompañen, a ella y a su Pigmalión enamorado, a un party literario en el que la protagonista conoce al joven desubicado
en ese ambiente highbrow, un
ecosistema intelectual perfectamente retratado por Cassavetes, con una ironía
inmisericorde, muy pareja a la contemplada en no pocas películas del
neorrealismo italiano. El hermano y sus dos amigos, blancos, por cierto,
deciden, para demostrar que no son unos ignorantes, visitar el MOMA, y esas
secuencias de su visita a las esculturas exhibidas en el jardín es un correlato
del party intelectual al que asistirá
su hermana en compañía de su Pigmalión. La película empalma situación tras
situación mediante fundidos en negro que marcan el final de las escenas en las
que los tres actores principales, los hermanos que comparten el piso, exhiben
ante la cámara la desorientación vital que encarnan: el hermano intermedio, un
trompetista de jazz obsesionado con Charlie Parker, de quien habla como de un
dios; el hermano mayor, que arrastra por clubs de mala muerte una patética
carrera de solista con anticuada voz de tenor y un representante que,
cinematográficamente, vale su peso en oro; y la hermana pequeña que tiene
aspiraciones artísticas, aunque su mentor critique sus realizaciones con el
afán de contribuir a elevar su nivel de exigencia artística. Cuando el hermano mayor
descubre, al volver de sus actuaciones, que su hermana sale con un blanco, lo
echa de casa desconsideradamente, en una actitud, por cierto, nítidamente
racista y propia de la radicalidad con que se vivía entonces el enfrentamiento
racial, del que nos acaba de llegar a las pantallas una historia conmovedora: Loving, acaso próximamente en este Ojo…
El party en casa de los hermanos, en
el que una amiga se empeña en “venderle” un buen partido a la hermana pequeña,
está a la altura del party
intelectual descrito con anterioridad, y, más tarde, la paciencia del candidato
en casa de los hermanos, sufriendo un inmerecido castigo de eterna espera a
cargo de ella, es un fragmento de vida en estado puro, del mismo modo que lo es
el baile de ambos, en el que el aspirante a los favores de la hermana exhibe
una humanidad sobresaliente. La película, en maravilloso blanco y negro, que
capta sobre todo el pulso de la noche de Nueva York , adquiere por momentos una
naturaleza icónica, porque los planos de la ciudad “que nunca duerme”, en la
mejor tradición del cine negro usamericano, destacan un mundo referencial de
imágenes con las que los cinéfilos hemos crecido, y si a ello se le suma la
banda sonora, la complacencia sube muchos grados. De igual manera, el retrato
de los tres hermanos abunda en el uso de los primeros e incluso primerísimos
planos, lo que permite que, más allá del guion de partida, sean sus miradas y
sus gestos los vehículos de la expresión acabada de sus muy diferentes personalidades,
lo que los llevará de la fraternidad al enfrentamiento y de vuelta a la armonía
y, más allá del tiempo acotado por la película, a futuros enfrentamientos,
porque Sombras es un intento de
describir la fluidez de la vida, su corriente profunda, por más que se perciban
confusamente, como las sombras recortadas contra la noche que las engulle, porque
los tres personajes son los primeros en percibir su propia confusión y sus
miedos, motores implacables de sus vidas. Cassavetes no es un autor que se proponga
complacer al público, sino acercarse a verdades existenciales de tomo y lomo.
Esta película no triunfó en Usamérica, pero sí en Europa, de donde regresó a
Usamérica casi como una novedad europea, lo que le permitió, después, rodar la
clásica e impactante Un niño espera,
un melodrama contundente que sobrecoge al espectador. Más tarde vendrían obras
maestras como Noche de estreno, por
ejemplo, en la que su mujer Gena Rowlands hace inservibles los adjetivos para
describir su interpretación. Si alguien se pregunta de dónde sale Stranger tan Paradise, del patersoniano
de moda Jim Jarmusch, haría bien en visionar Sombras para darse cuenta de que no hay hijos sin padres, de que
casi todo está filmado, desde Griffith, y de que John Cassavetes bien puede
situarse a la altura de genios del cine como Orson Welles, a su manera…y
salvando las distancias, claro está. A título anecdótico, es curiosa la
aparición de Cassavetes en la película como defensor de la hermana cuando, en
su regreso a casa desde la estación, tras despedir a su hermano mayor, un
extraño se le acerca con agresivas intenciones, cuando ella se para a
contemplar las fotos de la película en el vestíbulo de un cine. Enseguida aparece
Cassavetes empujando al extraño de un modo agresivo muy propio de violentos
papeles suyos posteriores como actor, como en Doce del patíbulo, por ejemplo. Curioso autocameo, indeed.
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