Hombres solos alérgicos a la Tierra y dependientes del
mar: Hombres intrépidos o la religión
del alcohol y las baladas sentimentales.
Título original: The Long
Voyage Home
Año: 1940
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols (Obra:
Eugene O'Neill)
Música: Richard Hageman
Fotografía: Gregg Toland
(B&W)
Reparto: John Wayne, Thomas Mitchell, Ian Hunter,
Ward Bond, Barry Fitzgerald,
Wilfrid Lawson, Mildred Natwick, John Qualen,
Arthur Shields.
Que John Ford no te deja
nunca indiferente lo vengo comprobando desde que me he aficionado a ver obras
suyas que no tienen el reconocimiento que la crítica especializada guarda para
obras maestras como La diligencia, Las uvas
de la ira o a la que yo le tengo un amor especial: La ruta del tabaco. Basándose en
cuatro relatos de ambiente marinero de Eugene O’Neill, Dudley Nichols le
da trabazón narrativa a una historia muy del gusto de John Ford: hombres solos
en un espacio acotado, al estilo de La patrulla perdida, por ejemplo, en este
caso un barco mercante donde acaban emergiendo derroteros vitales marcados por
el fracaso, la desesperanza, el ideal, la nostalgia, el sentimentalismo, la adicción
alcohólica, el fracaso familiar, etc. Todo ello acompañado, sin embargo, por un
profundo sentimiento de camaradería masculina, de solidaridad fundada en el
reconocimiento de una íntima condición humana que facilita la cohesión del
grupo, a pesar de las inevitables diferencias entre ellos, que serán la base de
las historias que se narran a lo largo de la película. A pesar del título, y de
la anécdota argumental: han de transportar una carga de armas en plena guerra
mundial a través del Atlántico, camino de Inglaterra, con el peligro de los
submarinos alemanes de por medio, la película es sobriamente intimista y psicológica,
basada en las relaciones humanas y en las pequeñas historias individuales de
los tripulantes, cuya convivencia básica en el mercante ocupa la mayor parte de
la narración, incluida la visita de las vendedoras-prostitutas a la embarcación
antes de partir en su arriesgada misión, que provoca unos enfrentamientos más
propios de un saloon del western que
de la cubierta de un buque mercante. Estamos, pues, ante una película básicamente
de interiores, porque, salvo algunas secuencias propiamente marinas, todo
discurre en términos muy teatrales: largas secuencias con diálogos
aparentemente intrascendentes que sirven para ir definiendo a los personajes.
Si acaso, el momento de mayor tensión y de profunda conmoción humana se vive
cuando de uno de los tripulantes se sospecha que puede ser un espía alemán que
intenta avisar a los submarinos de la carga “militar que lleva el mercante. La “conjura”
de los tripulantes contra él, que roza la histeria, acaba haciendo botín de una
caja donde el marinero guarda, como un tesoro, las cartas de su mujer, que el
cabecilla de la revuelta lee con el afán de descubrir comunicaciones en clave
que revelen su condición de espía. Lo que encuentran, sin embargo, es un
impresionante documento de una convivencia deshecha y una responsabilidad individual
tan insoportable por parte del marido que decide alistarse en la tripulación
del buque y poner mar de por medio con dicho fracaso. Se trata, a mi entender,
de una secuencia “mágica”, de muchos quilates, que compensa la atonía superficial
que hasta ese momento tenía el relato. El desembarco en el puerto, una aventura
de horas filmada en unas calles de pavimento empedrado en el que brillan las
escasas luces que iluminan tibiamente la escena, pone de manifiesto la ingenuidad
sorprendente de unos hombres curtidos a los que les puede la afición al
alcohol, la necesidad del sexo y el sentimentalismo de estirpe irlandesa, baladas
lacrimógenas de por medio. El patetismo errático del grupo de hombres con su
petate al hombre en el puerto, vigilando y acompañando al marinero Olsen que va
a embarcarse para volver a Suecia con su familia después de dos años de
ausencia, con la paga intacta para poder invertirla en la compra de tierras de
cultivo, es un final digno de las mejores películas de Ford, por muchos reparos
que quieran ponérsele. Es cierto que la fotografía de Gregg Toland, a quien Ciudadano Kane debe tanto como a Orson
Welles, obra prodigios en la película, y muy especialmente en la parte final,
rodada en el puerto; pero juntos -con Ford trabajó también Las uvas de la ira-,
componen un equipo que alcanza resultados fantásticos. Al margen del lado de la
técnica creativa, de ambos directores, es de obligado cumplimiento destacar el
grupo de actores, muchos de ellos auténticamente
fordianos, que permiten unas cotas de verdad en las interpretaciones difíciles
de conseguir. Sí, el trabajo de Ford es, realmente, un trabajo en equipo y,
aunque él lleve el ojo vidente, qué duda cabe que los intérpretes le dan un
plus de rigor a sus películas que nos permiten contemplarlas con una entrega que
no desfallece ni aun cuando, como en este caso, haya no pocos momentos muertos
que inclinan si no al bostezo, sí a la espera de algún motivo dinámico que recomponga
la situación, algo que, afortunadamente, siempre llega… Aunque John Wayne
encabece el reparto, a muchos llamará la atención su participación casi como
actor secundario en la película, en la que destaca, sin embargo, por su
exultante juventud y una fotogenia muy intensa. Otra cosa es, sin embargo, el caso
de Thomas Mitchell, quien se enseñorea de la película con una actuación
estelar. Es cierto que un año antes le habían concedido un Oscar por La diligencia, pero, a fuer de justos,
hubieran debido concederle otro al año siguiente por esta película. Se ve que
estaba en racha, una racha que le duró casi toda su vida, porque es uno de los
grandes actores de carácter, se solía decir, del cine usamericano. La presencia
de Barry Fitzgerald, con su rebosante comicidad irlandesa es el contrapunto
bienhumorado que equilibra la película y le confiere ese tono agridulce tan
propio de esas sociedades, naturales o forzadas por las circunstancias, de
hombres solos por las que sentía especial predilección John Ford. No quiero dejar de consignar que en esta película debutó una actriz extraordinaria, Mildred Natwick, quien trabajaría de nuevo con Ford en El hombre tranquilo. Su breve trabajo en esta película está a la altura de su extraordinaria calidad interpretativa, y, además, en un papel dramático, alejado de los cómicos que le dieron posteriormente la fama e incluso una nominación al Oscar por Descalzos en el parque.
No hay comentarios:
Publicar un comentario