viernes, 23 de febrero de 2018

El patético y complejo mundo macho de John Ford: “Hombres intrépidos”.



Hombres solos alérgicos a la Tierra y dependientes del mar: Hombres intrépidos o la religión del alcohol y las baladas sentimentales.

Título original: The Long Voyage Home
Año: 1940
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols (Obra: Eugene O'Neill)
Música: Richard Hageman
Fotografía: Gregg Toland (B&W)
Reparto: John Wayne,  Thomas Mitchell,  Ian Hunter,  Ward Bond,  Barry Fitzgerald, Wilfrid Lawson,  Mildred Natwick,  John Qualen,  Arthur Shields.

Que John Ford no te deja nunca indiferente lo vengo comprobando desde que me he aficionado a ver obras suyas que no tienen el reconocimiento que la crítica especializada guarda para obras maestras como La diligencia, Las uvas de la ira o a la que yo le tengo un amor especial: La ruta del tabaco. Basándose en  cuatro relatos de ambiente marinero de Eugene O’Neill, Dudley Nichols le da trabazón narrativa a una historia muy del gusto de John Ford: hombres solos en un espacio acotado, al estilo de La  patrulla perdida, por ejemplo, en este caso un barco mercante donde acaban emergiendo derroteros vitales marcados por el fracaso, la desesperanza, el ideal, la nostalgia, el sentimentalismo, la adicción alcohólica, el fracaso familiar, etc. Todo ello acompañado, sin embargo, por un profundo sentimiento de camaradería masculina, de solidaridad fundada en el reconocimiento de una íntima condición humana que facilita la cohesión del grupo, a pesar de las inevitables diferencias entre ellos, que serán la base de las historias que se narran a lo largo de la película. A pesar del título, y de la anécdota argumental: han de transportar una carga de armas en plena guerra mundial a través del Atlántico, camino de Inglaterra, con el peligro de los submarinos alemanes de por medio, la película es sobriamente intimista y psicológica, basada en las relaciones humanas y en las pequeñas historias individuales de los tripulantes, cuya convivencia básica en el mercante ocupa la mayor parte de la narración, incluida la visita de las vendedoras-prostitutas a la embarcación antes de partir en su arriesgada misión, que provoca unos enfrentamientos más propios de un saloon del western que de la cubierta de un buque mercante. Estamos, pues, ante una película básicamente de interiores, porque, salvo algunas secuencias propiamente marinas, todo discurre en términos muy teatrales: largas secuencias con diálogos aparentemente intrascendentes que sirven para ir definiendo a los personajes. Si acaso, el momento de mayor tensión y de profunda conmoción humana se vive cuando de uno de los tripulantes se sospecha que puede ser un espía alemán que intenta avisar a los submarinos de la carga “militar que lleva el mercante. La “conjura” de los tripulantes contra él, que roza la histeria, acaba haciendo botín de una caja donde el marinero guarda, como un tesoro, las cartas de su mujer, que el cabecilla de la revuelta lee con el afán de descubrir comunicaciones en clave que revelen su condición de espía. Lo que encuentran, sin embargo, es un impresionante documento de una convivencia deshecha y una responsabilidad individual tan insoportable por parte del marido que decide alistarse en la tripulación del buque y poner mar de por medio con dicho fracaso. Se trata, a mi entender, de una secuencia “mágica”, de muchos quilates, que compensa la atonía superficial que hasta ese momento tenía el relato. El desembarco en el puerto, una aventura de horas filmada en unas calles de pavimento empedrado en el que brillan las escasas luces que iluminan tibiamente la escena, pone de manifiesto la ingenuidad sorprendente de unos hombres curtidos a los que les puede la afición al alcohol, la necesidad del sexo y el sentimentalismo de estirpe irlandesa, baladas lacrimógenas de por medio. El patetismo errático del grupo de hombres con su petate al hombre en el puerto, vigilando y acompañando al marinero Olsen que va a embarcarse para volver a Suecia con su familia después de dos años de ausencia, con la paga intacta para poder invertirla en la compra de tierras de cultivo, es un final digno de las mejores películas de Ford, por muchos reparos que quieran ponérsele. Es cierto que la fotografía de Gregg Toland, a quien Ciudadano Kane debe tanto como a Orson Welles, obra prodigios en la película, y muy especialmente en la parte final, rodada en el puerto; pero juntos -con Ford trabajó también Las uvas de la ira-, componen un equipo que alcanza resultados fantásticos. Al margen del lado de la técnica creativa, de ambos directores, es de obligado cumplimiento destacar el grupo de actores,  muchos de ellos auténticamente fordianos, que permiten unas cotas de verdad en las interpretaciones difíciles de conseguir. Sí, el trabajo de Ford es, realmente, un trabajo en equipo y, aunque él lleve el ojo vidente, qué duda cabe que los intérpretes le dan un plus de rigor a sus películas que nos permiten contemplarlas con una entrega que no desfallece ni aun cuando, como en este caso, haya no pocos momentos muertos que inclinan si no al bostezo, sí a la espera de algún motivo dinámico que recomponga la situación, algo que, afortunadamente, siempre llega… Aunque John Wayne encabece el reparto, a muchos llamará la atención su participación casi como actor secundario en la película, en la que destaca, sin embargo, por su exultante juventud y una fotogenia muy intensa. Otra cosa es, sin embargo, el caso de Thomas Mitchell, quien se enseñorea de la película con una actuación estelar. Es cierto que un año antes le habían concedido un Oscar por La diligencia, pero, a fuer de justos, hubieran debido concederle otro al año siguiente por esta película. Se ve que estaba en racha, una racha que le duró casi toda su vida, porque es uno de los grandes actores de carácter, se solía decir, del cine usamericano. La presencia de Barry Fitzgerald, con su rebosante comicidad irlandesa es el contrapunto bienhumorado que equilibra la película y le confiere ese tono agridulce tan propio de esas sociedades, naturales o forzadas por las circunstancias, de hombres solos por las que sentía especial predilección John Ford. No quiero dejar de consignar que en esta película debutó una actriz extraordinaria, Mildred Natwick, quien trabajaría de nuevo con Ford en El hombre tranquilo. Su breve trabajo en esta película está a la altura de su extraordinaria calidad interpretativa, y, además, en un papel dramático, alejado de los cómicos que le dieron posteriormente la fama e incluso una nominación al Oscar por Descalzos en el parque.


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