sábado, 10 de febrero de 2018

¡Uno de los más grandes: John Frankenheimer!: “Plan diabólico”




De Seconds han bebido Lynch, Cronenberg y Polanski hasta hartarse… Seconds o la demiurgia imposible…

Título original: Seconds
Año: 1966
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Frankenheimer
Guion: Lewis John Carlino
Música: Jerry Goldsmith
Fotografía: James Wong Howe (B&N)
Reparto: Rock Hudson,  Salome Jens,  John Randolph,  Will Geer,  Jeff Corey, Richard Anderson,  Murray Hamilton,  Wesley Addy,  Karl Swenson.

Aún sigo impactado por la visión de Seconds, me repugna referirme a ella con ese título en español tan desafortunado: Plan diabólico. Algún día haré una recopilación de las traducciones vergonzosas de los títulos de las películas extranjeras y, sí, también de las que mejoran el original, que haylas. Sigo sin creer que haya visto lo que he visto desde el primer segundo de la película, porque los espectaculares títulos de crédito de Saul Bass son algo así como el primer acto de cuanto viene después, una suerte de prólogo que nos anticipa, como los epifonemas finales de los discursos, el resto de la película. El poder hipnótico de esta película de Frankenheimer te atrapa y te posee durante un tiempo bastante más extenso que el de cualquier otra película de esta naturaleza. Sé que son incomparables, pero para recordar el mismo estremecimiento, la misma emoción indeleble y el mismo deslumbramiento producido por la genialidad he de retrotraerme a la visión de Ordet, de Dreyer. El uso del blanco y negro para esta fría ficción acerca de la demiurgia imposible, cuyos primeros compases, con el protagonista volviendo del centro de Nueva York al barrio residencial, al estilo del protagonista de Mad Men, de siniestro pasado con cambio de identidad, algo muy relacionado, by the way, con el tema de esta película, nos sumerge en una atmósfera de opresión indefinida que se define en la angustia en que vive el protagonista tras recibir la llamada de un amigo íntimo supuestamente fallecido y quien, sin embargo, le da pruebas fehacientes de que existe. A partir de ahí se abre una puerta a lo desconocido por la que el insatisfecho protagonista, hastiado de la vida, va a entrar sin saber exactamente a qué dimensión de la realidad accede, porque la Compañía, así, tal cual, con el poder inmenso de la antonomasia y, acaso, a alegoría, , adonde le ha llevado la recomendación del amigo fallecido le abre unas puertas que, inmediatamente, se cierran tras él para ya no dejarlo salir y facilitarle lo que, al parecer, es el sueño de cualquier cincuentón largo hastiado de su insatisfactoria vida mediocre: cambiar de vida, ser otro. No es casual -¡y cómo, en una película que es una obra maestra!: las obras maestras están más allá de las casualidades: son, todas ellas, deliberaciones conscientes hasta los más ínfimos o aparentemente nimios detalles- que para acceder a la compañía, un viaje hecho “a ciegas”, el protagonista haya de pasar por un matadero de reses, desde donde en esa cabina oscura del camión de reparto, lo llevan hasta la sede de la misteriosa Compañía. La muerte simbólica representada por el matadero industrial es una metáfora perfecta de la “cadena” vital de tantas existencias que acaban como esas reses adocenadas y criadas para la muerte. Gracias a una droga que le suministran, el protagonista vivirá una alucinación extraordinariamente filmada, con un vigor estético que te deja boquiabierto, y que servirá, mediante una suerte de agresión sexual a la que casi parece verse forzado, para crear un documento gráfico que chantajee de una vez por todas al cliente, si este tuviera el arrebato de salir de estampida y fuera capaz de sortear las medidas de seguridad.  Una vez sometido al proceso de transformación, el impresionante trabajo de John Randolph en el papel de ejecutivo depresivo es sustituido por su renacido Rock Hudson en el mejor trabajo en la pantalla que le haya visto nunca; del mismo modo que no hay personaje, por secundario que sea, como Jeff Corey, represaliado por el comité McCarthy o cualesquiera otros que no brillen a una altura excepcional, confiriendo a la película el aura de misterio, secreto, conjura y excepcionalidad que ayuda a crear la presencia magnética de Salome Jens o la enigmática del criado del protagonista, Wesley Addy, uno de esos extraordinarios secundarios que aquí tienen un papel bastante más lucido de lo habitual. Como toda la película parece un viaje alucinante, e incluso en algún momento de ella incluso psicodélico -la romería del vino que protagonizan beatniks barbudos y desprejuiciados que acaban llenando una cuba inmensa donde han arrojado las uvas para proceder a pisarla una vez que se van metiendo en ella como vinieron al mundo, lo que incluye no pocos desnudos integrales en 1966, en una ceremonia simbólica de renacimiento a partir de la vendimia, unas escenas rodadas cámara en mano como si fuera una sucesión de inserts y con unos barridos de cámara que generan un dinamismo acorde con la excitación de los participantes en el happening liberador en el que, tras resistirse, acepta integrarse el protagonista, liberándose por completo de sus prejuicios pequeñoburgueses que le impedían sumarse al rito-, el repertorio de planos deformados, de picados y contrapicados, de primerísimos planos o de juegos de plano contraplano adheridos como una segunda piel a la del primerísimo plano de los actores, con que nos sorprende y enamora Frankenheimer, va creando esa atmósfera entre onírica y fantástica a la que se superpone una intriga que nunca sabemos  dónde nos conduce, ¡y líbreme Hermes de ni siquiera insinuar hacia dónde va! Sí me permito, no obstante, recordar la secuencia del reencuentro del protagonista con su antigua vida, lo que nos lleva a una curiosa escena entre una mujer a quien se ve, ahora, con mucho mejor aspecto que cuando vivía su marido, mientras que el joven, guapo, atlético y talentoso pintor en que se ha convertido su marido se sitúa ante ella como un fracasado en todo su oscuro esplendor miserable. La película, como le gusta a Lynch, es una película en la que hay más silencios que diálogos y cundo estos aparecen, como en la fiesta en la que el protagonista se emborracha, pronto nos situamos casi en el terreno del absurdo. Por más que estuviera escribiendo sobre la película veinte páginas más, sería incapaz de transmitir la efectividad desoladora de la crítica a la vida vacía del éxito en la incipiente sociedad del bienestar, inmersa ya en una crítica radical que explotará dos años más tardes en el mayo francés y que obligaría a cambiar, definitivamente, las maneras y el fondo de una sociedad patriarcal anquilosada, viejuna, tradicionalista y trasnochada. Mi admiración por Frankenheimer y algunas películas que están en la línea estética de esta, como El mensajero del miedo, Siete días de mayo o El tren, siempre ha sido enorme, pero la visión de esta película, tras de la que andaba, sin saber cuándo Azar la iba a poner en mis manos, ¡bendito sea por hacerlo!, me reconvierte en un devoto que sitúa Seconds a la altura de cimas del cine como Ciudadano Kane, sin ir más lejos. La potentísima historia de esta transformación imposible es un prodigio de inventiva literaria y la extraordinaria realización fílmica de Frankenheimer, apoyado en una fotografía prodigiosa de James Wong Howe, creador del enfoque profundo, que mantiene nítidos el primero y el segundo plano, convierte esta historia en un referente casi totémico para el cine fantástico, chorreante de psicología y empapadito de delirios… Cincuenta años más tarde, en la era cibernética, no deja de ser curioso que se pusiera de moda un juego virtual, Second Life, que, vista esta película, más da la impresión de ser una banalización de la misma que un lejano homenaje. Dejo muchas cosas por comentar, porque estamos ante la clásica película sobre la que seguiría durante horas el coloquio posterior en ¡Qué grande es el cine!, lamentablemente desaparecido, para tristeza infinita de los cinéfilos y aficionados pedestres como yo. De cada plano, de la sutil transitividad de la peripecia del protagonista, del ritmo encadenado de acontecimientos que van trazando el camino de la huida imposible, y de la sutileza con que se nos plantea la inmoralidad de la demiurgia que potencian la técnica y la ciencia, podríamos estar hablando durante horas, y eso es lo que espero que genere la contemplación de esta obra fundamental de la cinematografía moderna, el primer clásico indiscutible de aquella época de los 60 en que el cine parecía haber entrado en un declive del que no se vislumbraba cómo podría salir. Seconds era la respuesta. Entonces solo unos pocos supieron verla. Hoy, seremos muchos, me imagino, los que nos descubrimos ante la grandeza de esta pieza maestra del cine de autor que ha sabido captar las contradicciones del ser humano en una época concreta. Creo que haré horas extras publicitando esta maravilla absoluta, sin fisuras: un espectáculo total que hiela la sangre en las venas y conmueve con su dramática belleza el nervio óptico de este Ojo Cosmológico y el de cualquier espectador abierto a la innovación y al reto cinematográficos.




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