Gritos en la noche o la digna herencia de los clásicos inmortales
del cine de terror con todos los ingredientes tópicos y reinventados a la
perfección.
Título original: Gritos en la noche
Año: 1962
Duración: 90 min.
País: España
Dirección: Jesús Franco
Guion: Jesús Franco
Música: José Pagán, Antonio Ramírez Ángel
Fotografía: Godofredo Pacheco
Reparto: Howard Vernon, Conrado
San Martín, Diana Lorys, Perla Cristal, María Silva, Ricardo Valle, Mara Laso,
Jesús Franco.
¡Menudo sorpresón! Ni siquiera estoy seguro de no
haberla visto con anterioridad, porque en los programas de doble sesión que
consumí con avidez desde los 14 años he visto lo que no está filmado, pero he
disfrutado, con rigores de estreno, de esta película de un Jess Franco que es
un punto y aparte dentro de la cinematografía de este país, por un trayectoria
que va, como podemos observar en esta película, de lo excelso a lo deplorable
de muchas otras producciones suyas menos santas. No hace mucho, critiqué lo que
podría considerarse su última película, si es que le cabe este santo nombre a
aquel engendro sin parangón posible, a este,
pero Gritos
en la noche nos muestra una obra plenamente clásica y rodada con una elegancia
gótica que se adelanta muchos cuerpos a la ola de películas de terror que no
tardaría en rodar ese otro genio de este género en España, Paul Naschy, es
decir, Jacinto Molina. Se trata de una coproducción hispanofrancesa, por lo que,
además del protagonista, Howard Vernon,
la historia transcurre en Francia, a pesar de lo españolísimo de cuantos
intérpretes, como Venancio Muro, literalmente “se salen” en sus papeles. La
historia tiene mucho que ver con un clásico como Los ojos sin rostro, de Franju, y no sé si Almodóvar revisó esta
película de Franco para rodar La piel que
habito, pero no lo descarto. Un doctor loco que experimenta con trasplantes
y que ha sido capaz, al parecer, de volver a la vida a un presidiario ejecutado,
convirtiéndolo en su criado, Morpho, secuestra jóvenes de piel más que
saludable para tratar de reconstruir el rostro de su hija. Estrenada en Francia
como L’horrible docteur Orloff, la
película tiene un arranque fantástico, con la muerte y huida, con el cadáver,
del criado en la noche desierta de la ciudad, siguiendo, ciego como es, el
camino por los golpes de bastón del doctor. Por la iluminación, la distorsión
de los encuadres y el contraste acentuadísimo del claroscuro es evidente que
nos movemos en el ámbito del expresionismo, y a lo largo de la película serán
incontables las secuencias en las que nos viene el recuerdo de dichas películas,
como la travesía por el río en la barca o la conducción de un ataúd por una
elevación de terreno recortándose contra la noche. La trama paralela a la de
los asesinatos es la del inspector que, desde la inoperancia de un cuerpo de
policía con nulos medios y escasa profesionalidad ha de afrontar la chacota de
la prensa que pone en solfa dicha profesionalidad, tras la desaparición de
cinco jóvenes en muy poco tiempo. El inspector, un Conrado San Martín rescatado
de mejores épocas, pero con un leve toque irónico en el personaje que nos hace
congraciarnos con él, cederá paso en la trama a la intrépida mujer con quien se
ha casado, una bailarina que actúa en la ópera, y que, arrojada hasta la
temeridad, seducirá al asesino para poner a su marido en la pista de él. Con
buen criterio hitchcockiano, el mensaje que le escribe no llega a su
destinatario casi hasta el desenlace de la película, lo que aumenta una tensión
que, poco a poco, se va disolviendo como un azucarillo, porque sabemos que el
héroe llegará cuanto la situación sea más desesperada. Los golpes humorísticos que
jalonan el desarrollo de la trama están en un tris de reconvertir la película
en parodia, como cuando recibe a los testigos que dicen haber visto al asesino
-hasta se reúnen varios de ellos para trazar el retrato robot, en una deliciosa
secuencia- o quienes, desde la locura, confiesan directamente ser el asesino.
La irrupción en la trama de Diana Lorys, magníficamente dotada para el papel,
como mujer fatal que seduce al doctor, nos permite adentrarnos en las galerías
góticas del castillo donde lleva a cabo sus experimentos el doctor Orloff. Ese
decorado permite una puesta en escena muy meritoria, como lo es la persecución
que Morpho realiza siguiendo el rastro sonoro de la protagonista, quien va de
sobresalto en sobresalto, al descubrir la maldad de los experimentos del
doctor. Más allá de la posible endeblez de la trama en los momentos finales, la
película respira un aire clásico inconfundible, y hay que contemplarla desde la
casi ingenuidad con que ha de acercarse el espectador al género de terror,
evidentemente. La realización es lo importante en esta película, esa cuidada
creación del plano y una iluminación que nos permite, como en el reservado
donde el doctor seduce a las cantantes del café musical observar los contrastes
entre el mundo de las sombras, donde habita Orloff, y el de la luz que se
materializa en los rostros impolutos de las jóvenes víctimas. Curiosamente, he
accedido a dos películas en los extremos de una larga y fecunda trayectoria
cinematográfica, y ni que decir hay que donde estén inicios tan sólidos como el
presente, bien sobran los disparates que deparó el futuro, desde luego.
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