El clima, la luz, la música y las actuaciones de un policíaco
dignísimo: A sangre fría o Trampa al amanecer, cambio de título
forzado por la distribuidora de la película de Richard Brooks sobre la obra de
Capote.
Título original: A sangre fría
Año: 1959
Duración: 80 min.
País: España
Dirección: Juan Bosch
Guion: Juan Bosch
Música: José Solá
Fotografía: Sebastián Perera (B&W)
Reparto: Arturo Fernández, Carlos
Larrañaga, Gisia Paradis, Manuel Cano,
Linda Chacón, José Dacosta,
Miguel Ángel Gil, María
Mahor, Salvador Muñoz, Aurelio Pardo, Fernando Sancho.
Es una lástima que desaparecieran
de La 2 los ciclos cinematográficos, porque agrupar las películas por géneros y
épocas permite tener una visión de conjunto muy ajustada de la
cinematografía de un país. Es el caso
del genero negro o policíaco español de la década de los 50, redescubierto,
sobre todo el hecho en Barcelona, aunque no solo, a partir de las excelentes películas
programadas Enel benemérito programa Historia del cine español, una joya que
honra la cadena y permite recordar la importantísima función cultural que la
cadena tuvo durante el franquismo, cuando simplemente era el UHF y la veíamos
cuatro gatos, pero muy atentos, porque por sus programas pasó lo mejor de la
cultura literaria y cinematográfica de todos los tiempos. La película de Julio Bosch,
A sangre fría, es un excelente thriller, muy creíble, que, más allá de
inevitable fracaso de último momento en el asalto a las oficinas de una gran
empresa un día antes del pago de las nóminas,
se complace en el retrato psicológico de unos personajes a medio camino del
sueño del imposible golpe definitivo, unos, y de caer en la marginación, otros.
Con esos mimbres, el juego de trampas y falsas lealtades deviene un factor de
suspense que se extenderá hasta la quimérica huida final hacia el otro lado de
la frontera. Un joven de barrio con aspiraciones de lograr una buena vida por el camino de la
delincuencia, un jovencísimo Carlos Larrañaga que da perfectamente el papel de
pipiolo con aires de matón de barrio y profundamente ingenuo, hace pareja
delictiva con un Fernando Sancho, boxeador retirado y de endeble salud cuya
mujer se ha compinchado con el personaje de Larrañaga para, después del golpe,
marcharse juntos y dejarlo en la estacada. Hay un momento muy logrado en la
película a propósito del boxeador. Mientras a sus espaldas se trama su destino
-luego veremos que aún es peor de lo que el espectador podía imaginar a partir de
la infidelidad anunciada-, la cámara recorre la habitación del boxeador que ha
salido herido en una pierna del atraco, después de haber matado a uno de los
guardias de las oficinas, y en su barrido la cámara enfoca muy morosamente las
fotografías de los triunfos boxísticos del púgil, mientras la banda sonora nos
ofrece el sonido de ambiente propio de los escenarios donde se habían celebrado
los combates, es decir, podríamos hablar
de un flash-back sonoro que sucintamente nos cuenta los good old days del ahora enfermizo campeón. Los dos delincuentes de
poca monta contactan con un verdadero profesional, un “señor” de los atracos,
Arturo Fernández en un papel muy alejado de los de “pincel” que habrían de
darle, con el tiempo, tanta fama, pero que borda con una convicción y una fuerza muy notables. La
banda sonora, una música propiamente de jazz, pero aplicado a unas
composiciones de raíz muy española, una afortunadísima mezcla, adquiere un
papel realmente protagonista, máxime cuando ha de acompañar la huida
accidentadísima de los delincuentes perseguidos por la policía y, en esa
aventura on the road, los ajustes de
cuentas van reduciendo la nómina de los asaltantes a la mujer del boxeador y al
“profesional” que cuenta con la ayuda de un amigo de su familia, un doctor,
para que los ayude a pasar la frontera. El desenlace, aun siendo digno, en
términos de realización cinematográfica,
desmerece algo de la historia, tan eficazmente construida y filmada
hasta ese momento. Capítulo aparte es la creación de la mujer fatal llevada a
cabo por Gisia Paradis, dispuesta realmente a no dejar a nadie a quien
traicionar para poder hacerse con el botín, una mezcla de erotismo y frialdad
perfectamente fotografiado por Sebastián Perera, en cuyo haber cuenta, entre
otras, nada menos que con Surcos, de Nieves Conde. El blanco y
negro de la película cumple a la perfección la función de imprimir el sello de naturaleza genérica a la
película, a lo que contribuyen los espacios escogidos para las diferentes escenas,
entre los que sobresale el del espacio interior del coche en que huyen y una
gasolinera, así como la huida de Larrañaga, herido, a través de un maizal y
luego en una estación de tren, momentos todos ellos que nos traen a la memoria
clásicos del cine usamericano, del que esta película pretende ser un digno
discípulo, ¡y a fe que lo consigue!
A título anecdótico, y
como reveló Javier Ocaña en la presentación, el título original A sangre fría
le duró a la película 9 años. Cuando llego a las pantallas la obra de Richard
Brooks, la distribuidora gestionó la “eliminación” retribuida del título de la
española. De esa negociación da fe este fotograma del título de la película
sobreimpreso sobre las dos bandas negras que tapaban el original:
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