viernes, 2 de febrero de 2018

La cruzada del franquismo contra el sexo: “Tiempo de amor”, de Julio Diamante.


Tiempo de represión, tiempo de sumisión, tiempo de desamor: Tiempo de amor o un triste retrato al ácido de la represión, la falsa conciencia y la insatisfacción: una película de facción, más que de ficción…

Título original: Tiempo de amor
Año: 1964
Duración: 95 min.
País: España
Dirección: Julio Diamante
Guion: Julio Diamante, Elena Sáez
Música: Adolfo Waitzman
Fotografía: Juan Julio Baena (B&W)
Reparto: Julia Gutiérrez Caba,  Agustín González,  Enriqueta Carballeira,  Julián Mateos, Lina Canalejas,  Carlos Estrada,  Carmen Rodríguez,  Antonio Queipo.


Con una fotografía en blanco y negro de Juan Julio Baena, cuyo sello personalísimo acababa de dejar en una película que parece la cuarta historia de la presente, El buen amor, de Regueiro,, que ya he criticado en este Ojo con este título: “El amor y la tortura sexual antes de las relaciones prematrimoniales en España: El buen amor, de Francisco Regueiro o el neorrealismo de la pacatería”, descubro ahora esta película de un director, Julio Diamante, cuya importancia dentro del cine en sus múltiples facetas de dinamizador cultural en aquel duro Tiempos de silencio impuesto por el franquismo merece el reconocimiento de todos, y cuya película, esta, corrobora esa primera edad de oro del cine español tras la primera década de la posguerra. Como Nueve cartas a Berta, de Martín Patino, también en la línea de la presente, de la que podría considerarse la quinta historia de esa degradación profunda del amor que nos tocó vivir durante el franquismo, Tiempo de amor es un retrato fidedigno y compasivo de tres situaciones amorosas que se encadenan en un relato perfectamente hilvanado cinematográficamente, porque se van dando paso unas a otras con una naturalidad magistralmente engarzada en secuencias que nos llevan de una a otra historia con una delicadeza y una invención digna de aplauso. Esas sutiles uniones entre los episodios impide que la película pueda ser considera precisamente episódica, al estilo de las que los italianos pusieron de moda, y de las que no hace mucho pude ver una muestra en la película de Neville, La ironía del dinero, quizás de lo más flojo de su producción, aunque con algunas secuencias brillantes. Si sumamos La tía Tula, de Picazo, rodada también el mismo año que Tiempo de amor, advertimos que nos sale un ramillete de películas centradas en la represión sexual, básicamente, que dejan en el espectador un amargo sabor de boca y una desazón anímica muy profunda, sobre todo si eso forma parte de la experiencia personal de los espectadores que se ven en parte reflejados en esas tristes experiencias de unas vidas condicionadas por el oscurantismo religioso y la represión de unas costumbres alentadas por una dictadura tradicionalista y profundamente enemiga del cuerpo y del amor, entendidos como ámbito privado de las relaciones adultas. Si se quiere comprender lo que fue la sociedad española y el salto al futuro que supuso el final del franquismo -pongamos desde 1968- y, por supuesto, la llegada de la democracia, nada mejor que someternos a la tristeza inmensa de ver desarrollarse ante nuestros ojos unas relaciones dominadas por todos esos factores castradores a los que acabo de referirme. La primera historia es la de un opositor con flaca memoria y diez años de noviazgo en los que ella, como era de rigor en la época, no ha cedido sino algún beso robado y, en ningún caso, un contacto sexual ni siquiera aproximado, aunque en el trance de separación, porque él ha decidido  no presentarse a una convocatoria tras dos suspensos previos, ella -una impecable Julia Gutiérrez Caba- accede finalmente a una relación plena aludida ambiguamente en el guion con un “ahora que te lo he dado todo”, y que nos muestra al hombre -inconmensurable, como siempre, Agustín González- que, ante las carantoñas devotas de quien ha descubierto el gozo del placer, mira, en el bar,  saciado el deseo, por encima del hombro de ella, las piernas de la jovencita que va a protagonizar la siguiente historia. La historia de unas jóvenes dependientas a quienes solicitan unos jóvenes tarambanas para asistir a una fiesta, un “party” que se dirá a la vuelta de pocos años, en casa de un soltero acomodado, supone una visión de la juventud muy dispar: de un lado, los hombres ligeros a la caza de hembras supuestamente “fáciles; del otro, unas jóvenes abiertas a relaciones más francas y menos pacatas con los hombres, aun sabiendo la nula predisposición de estos al compromiso serio. La más joven, una Enriqueta Carballeira, en su tercera aparición en pantalla, es seducida por un espectacular Julián Mateos haciendo de rico venezolano con una labia sensual que va hechizando poco a poco a la joven dependienta, seducida por la “aparición” de un príncipe azul meloso y tentacular que la acompaña a casa en el “carro” para intentar sacar un rédito sexual, a lo que ella e opone. La reacción soez, zafia, del don Juan despechado, que pone fin al episodio en una barriada humildísima, en Entrevías, es de una crueldad que retrata al personaje hasta las heces. Julián Mateos, que un año antes ya había dado muestras de su capacidad interpretativa en Young Sánchez, de Camus, realiza una interpretación exquisita y archiconvincente del meloso seductor cruel. En ese mismo barrio humilde se nos cuenta la tercera historia, centrada en la mujer insatisfecha que advierte que su marido, médico en un barrio en el que apenas puede cobrar sus servicios, por la penuria de sus habitantes, un barrio, además, olvidado de los presupuestos municipales, enfangado y miserable, no puede sacar a la familia adelante, y que ella -una Lina Canalejas que viene de rodar esa ultramaravilla que es El mundo sigue, de Fernando Fernán Gómez- ha de soportar la explotación que supone “cargar” con tres hijos, “llevar” la casa -tarea en la que le ayuda el hijo mayor, Pedro Mari Sánchez, en su segunda aparición en pantalla después de La gran familia, de Palacios y Salvia-  y, en una escena casi didáctica, soportar la comparación con la vida de otras parejas como ellos, pero a los que les sonríe la fortuna, eso sí, sin hijos y con una práctica médica en el centro de la ciudad… La historia, que, como las dos anteriores, se centra en e personaje femenino de la pareja, se convierte en un fulgurante desarrollo de esa insatisfacción que incluso lleva a un conato de separación, tras haber puesto de vuelta y media al marido, humillándolo, ante lo que él responde con una bofetada que acaba de sellar, parece, el divorcio entre ambos. Es cierto que, después, cuando ella, desasosegada porque es muy tarde y el marido aún no ha vuelto a casa, va a buscarlo a la casa de gitanos donde ha ayudado a parir a una joven -curiosa la breve aparición de Lola Gaos, metidísima en su papel de gitana-, descubre la trascendencia de un ejercicio solidario de la medicina que revaloriza a su marido ante sus ojos. La secuencia final, con ambos caminando por el barrizal, ella abrazada a él, y llevando el pollo que les ha regalado el padre de la parturienta, insufla un cierto optimismo en el espectador y alienta esa brizna de esperanza que siempre es importante no perder, ni aun en las más adversas circunstancias.  Esta película de Julio Diamante pasa ya, desde ahora mismo, a formar parte de la memoria necesaria de aquella desgracia histórica que fue para España el franquismo, traído por la insensatez de una República a la que hay que despojar de cualquier atisbo de heroicidad política, máxime si tenemos en cuenta la herencia que nos dejó su intolerancia y su nulo respeto a los procesos democráticos.

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