viernes, 2 de febrero de 2018

La intriga bien resuelta de un thriller con trasfondo social: “Voces de muerte”, de Anatole Litvak.


Choque de ambiciones divergentes: Voces de muerte o los trillados caminos de la traición y los orgullos.

Título original: Sorry, Wrong Number
Año: 1948
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anatole Litvak
Guion: Lucille Fletcher
Música: Franz Waxman
Fotografía: Sol Polito (B&W)
Reparto: Barbara Stanwyck,  Burt Lancaster,  Ann Richards,  Wendell Corey,  Harold Vermilyea, Ed Begley,  Leif Erickson,  William Conrad,  John Bromfield,  Jimmy Hunt, Dorothy Neumann.


De Anatole Litvak ya comenté aquí su excepcional radiografía del sistema de salud mental usamericano, Nido de víboras, una historia basada en un error que lleva a una mujer casi hasta la locura al ser internada en un manicomio sin que nadie advierta que lo suyo no es realmente un trastorno mental. La película, en parte próxima a Corredor sin retorno, de Fuller, tiene mucho de documento, pero también es un viaje hacia la sinrazón lleno de imágenes poderosas y eficaces que golpean con contundencia en los sufridos espectadores. Rodada un año antes, Voces de muerte, sin embargo, es un thriller clásico, con personajes hasta cierto punto tópicos, como la heredera voluble, superficial y caprichosa que se empeña en quitarle el hombre a otra mujer para demostrar su poder de clase, y un hombre que se deja comprar para lograr su ambición de ser alguien y poseer algo propio, al margen de la riqueza de su mujer, aunque para ello se haya de convertir en un ladrón y establezca relaciones con un mafioso a quien trata de engañar y con quien se endeuda de tal manera que solo cobrando la póliza del seguro de su vida de su esposa, extendida a su nombre, podrá pagarla, lo que conlleva, inevitablemente, el asesinato de su esposa. El matrimonio desigual se celebra, aunque, dada la disparidad de objetivos de cada uno de los miembros de la desigual pareja, la protagonista no tarda en empeorar de su enfermedad, una supuesta debilidad de corazón que le impide moverse y que la mantiene en cama, desde donde se relaciona con el mundo exterior a través del teléfono. Usándolo, y por obra de un cruce casual, la enferma oye una conversación, en la que no puede intervenir, y en la que dos personas conciertan el asesinato de una tercera tal día y a tal hora, sin que le sea dado escuchar ni el quién ni el dónde. Está claro, así lo dicta la intuición del más lerdo de los espectadores, que ella tiene todas las papeletas para ser la víctima, no solo porque esa noche su enfermera libra y su marido está ausente, sino también por el grado de ansiedad que se apodera de ella al oír semejante plan. La magnífica estructura de la película nos va a permitir, mediante un par de flash-backs perfectamente insertados en la narración, conocer la vida de la pareja y los derroteros criminales por los que ha optado el marido acomplejado para hacerse, delictivamente, con su propia fortuna, robando drogas, en colaboración con el inspector jefe de la industria farmacéutica del padre de su esposa, una empresa de la que es vicepresidente honorario, sin funciones ejecutivas, y vendiéndola a traficantes profesionales. Es evidente que la apostura física del marido no se corresponde con sus escasas luces para negocios de tan alto riesgo, pero de eso nos vamos dando cuenta a medida que avanza la película, y cuando la antigua novia de él ha tratado de alertarle sobre las pesquisas que su marido, investigador de la policía, efectúa sobre él y que ella misma se ha encargado de comprobar, siguiendo a su marido, con no poco riesgo. Ella misma acabará hablando con la esposa inválida y poniéndola en antecedentes de todo, algo que a la inválida le cuesta entender. Ha de esperar, entre llamada y llamada que no consiguen sino inquietarla más, hasta que recibe la del cómplice de su marido en la empresa, quien desvela, finalmente, no solo para la protagonista, sino también para los espectadores cómo se ha desarrollado la acción que ha conducido a la presente situación. El papelón de Burt Lancaster, que cumple a la perfección, y no era fácil, el rol de pobre hombre metido en camisa de once varas, consigue darle la réplica exacta a la banal, orgullosa, carichosa y chantajeadora hija del empresario, una Brbara Stanwyck que fue nominada al Oscar por este papel y que perdió a favor de Jane Wyman, justamente, a quien se lo dieron por el papel de sordomuda en Belinda, de Negulesco. Es curioso, con todo, que la Stanwyck, una auténtica institución del cine usamericano, nunca consiguiera ganar ninguno, ni siquiera con Perdición, e Wilder, que tanto merecía. Litvak, así pues, ha construido una narración con narradores sorpresa que nos permiten ir conociendo poco a poco el desarrollo de la trama, concediéndole al origen teatral de la historia una dimensión cinematográfica muy lograda y con la suficiente acción como para ni siquiera recordar ese origen teatral. Se trata de una afortunada mezcla de película sobre atracos fallidos, diríamos, y de un melodrama de conflicto de clases sobreponiéndose a una historia de amor imposible. Todo ello, además, servido por una atmósfera muy conseguida, gracias a una puesta en escena que remarca con cuidado, pero sin enfatizarlas demasiado aparatosamente, las diferencias de clase entre ambos protagonistas y la circunstancia de cada cual. No es solo una película de intérpretes, porque la historia, aunque vieja como el mundo, es capaz, tal y como está contada, de seducir a los espectadores y de conmoverlos respecto de un final no por abrupto menos interesante y logrado.

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