Choque de ambiciones divergentes: Voces de muerte o los trillados caminos de la traición y los
orgullos.
Título original: Sorry, Wrong
Number
Año: 1948
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anatole Litvak
Guion: Lucille Fletcher
Música: Franz Waxman
Fotografía: Sol Polito (B&W)
Reparto: Barbara
Stanwyck, Burt Lancaster, Ann Richards,
Wendell Corey, Harold Vermilyea,
Ed Begley, Leif Erickson, William Conrad, John Bromfield, Jimmy Hunt, Dorothy Neumann.
De Anatole Litvak ya
comenté aquí su excepcional radiografía del sistema de salud mental usamericano,
Nido de víboras, una historia basada
en un error que lleva a una mujer casi hasta la locura al ser internada en un
manicomio sin que nadie advierta que lo suyo no es realmente un trastorno
mental. La película, en parte próxima a Corredor
sin retorno, de Fuller, tiene mucho de documento, pero también es un viaje
hacia la sinrazón lleno de imágenes poderosas y eficaces que golpean con
contundencia en los sufridos espectadores. Rodada un año antes, Voces de muerte, sin embargo, es un
thriller clásico, con personajes hasta cierto punto tópicos, como la heredera voluble,
superficial y caprichosa que se empeña en quitarle el hombre a otra mujer para
demostrar su poder de clase, y un hombre que se deja comprar para lograr su ambición
de ser alguien y poseer algo propio, al margen de la riqueza de su mujer,
aunque para ello se haya de convertir en un ladrón y establezca relaciones con
un mafioso a quien trata de engañar y con quien se endeuda de tal manera que
solo cobrando la póliza del seguro de su vida de su esposa, extendida a su
nombre, podrá pagarla, lo que conlleva, inevitablemente, el asesinato de su
esposa. El matrimonio desigual se celebra, aunque, dada la disparidad de
objetivos de cada uno de los miembros de la desigual pareja, la protagonista no
tarda en empeorar de su enfermedad, una supuesta debilidad de corazón que le impide
moverse y que la mantiene en cama, desde donde se relaciona con el mundo
exterior a través del teléfono. Usándolo, y por obra de un cruce casual, la
enferma oye una conversación, en la que no puede intervenir, y en la que dos
personas conciertan el asesinato de una tercera tal día y a tal hora, sin que
le sea dado escuchar ni el quién ni el dónde. Está claro, así lo dicta la
intuición del más lerdo de los espectadores, que ella tiene todas las papeletas
para ser la víctima, no solo porque esa noche su enfermera libra y su marido
está ausente, sino también por el grado de ansiedad que se apodera de ella al
oír semejante plan. La magnífica estructura de la película nos va a permitir,
mediante un par de flash-backs perfectamente insertados en la narración,
conocer la vida de la pareja y los derroteros criminales por los que ha optado
el marido acomplejado para hacerse, delictivamente, con su propia fortuna,
robando drogas, en colaboración con el inspector jefe de la industria farmacéutica
del padre de su esposa, una empresa de la que es vicepresidente honorario, sin
funciones ejecutivas, y vendiéndola a traficantes profesionales. Es evidente
que la apostura física del marido no se corresponde con sus escasas luces para
negocios de tan alto riesgo, pero de eso nos vamos dando cuenta a medida que
avanza la película, y cuando la antigua novia de él ha tratado de alertarle
sobre las pesquisas que su marido, investigador de la policía, efectúa sobre él
y que ella misma se ha encargado de comprobar, siguiendo a su marido, con no
poco riesgo. Ella misma acabará hablando con la esposa inválida y poniéndola en
antecedentes de todo, algo que a la inválida le cuesta entender. Ha de esperar,
entre llamada y llamada que no consiguen sino inquietarla más, hasta que recibe
la del cómplice de su marido en la empresa, quien desvela, finalmente, no solo
para la protagonista, sino también para los espectadores cómo se ha
desarrollado la acción que ha conducido a la presente situación. El papelón de
Burt Lancaster, que cumple a la perfección, y no era fácil, el rol de pobre hombre
metido en camisa de once varas, consigue darle la réplica exacta a la banal, orgullosa,
carichosa y chantajeadora hija del empresario, una Brbara Stanwyck que fue
nominada al Oscar por este papel y que perdió a favor de Jane Wyman,
justamente, a quien se lo dieron por el papel de sordomuda en Belinda, de Negulesco. Es curioso, con
todo, que la Stanwyck, una auténtica institución del cine usamericano, nunca
consiguiera ganar ninguno, ni siquiera con Perdición,
e Wilder, que tanto merecía. Litvak, así pues, ha construido una narración con
narradores sorpresa que nos permiten ir conociendo poco a poco el desarrollo de
la trama, concediéndole al origen teatral de la historia una dimensión
cinematográfica muy lograda y con la suficiente acción como para ni siquiera
recordar ese origen teatral. Se trata de una afortunada mezcla de película
sobre atracos fallidos, diríamos, y de un melodrama de conflicto de clases
sobreponiéndose a una historia de amor imposible. Todo ello, además, servido
por una atmósfera muy conseguida, gracias a una puesta en escena que remarca
con cuidado, pero sin enfatizarlas demasiado aparatosamente, las diferencias de
clase entre ambos protagonistas y la circunstancia de cada cual. No es solo una
película de intérpretes, porque la historia, aunque vieja como el mundo, es
capaz, tal y como está contada, de seducir a los espectadores y de conmoverlos
respecto de un final no por abrupto menos interesante y logrado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario