Cine
ambicioso, caro y artísticamente espectacular. Erich von Stroheim, acaso un
desconocido hoy, es uno de los «grandes genios» del Séptimo Arte. Excelente
actor, lo recuperó Wilder, como tributo a una época «fundacional» del cine, en Sunset
Boulevard.
Título original: Foolish
Wives
Año: 1922
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Erich von
Stroheim
Guion: Erich von Stroheim
Música: (Película muda)
Fotografía: William H.
Daniels, Ben Reynolds (B&W)
Reparto: Erich von Stroheim,
Maude George, Mae Busch, Rudolph Christians, Miss DuPont, Dale Fuller, Al
Edmundsen, Cesare Gravina, Malvina Polo, Harrison Ford II, C.J. Allen.
El actor y
director austríaco Erich von Stroheim emigró a Usamérica mucho antes de la llegada
a aquella cinematografía de los directores expresionistas alemanes y austriacos
«empujados» por el régimen nazi. Estamos en presencia, pues, de uno de los
artífices de la gran invención que supuso convertir una afición de feria en un
arte narrativo. El genio desmesurado de Stroheim, que no rodaba menos de 9
horas para cualquier proyecto, que luego acaban «recortados» hasta una extensión
relativamente «razonable», se aprecia en todo su esplendor en una de las cinco
o seis mejores películas jamás rodadas, junto a Intolerancia, de Griffith
o el Napoleón, de Gance, me refiero a Avaricia, obra cumbre del
expresionismo y el naturalismo social. Lo relativo a la creación y destrucción
de Avaricia daría para una interesante película, desde luego, y esperemos
que un alma sensible a la sagrada ambición artística de Stroheim se atreva
alguna vez a rodarla.
Esposas frívolas,
rodada en estudio, una costosa producción que recreaba parte de Montecarlo, sufrió también la incomprensión de los estudios y lo que nos ha llegado, como en
el caso de Avaricia, es un montaje que tampoco recibió el pláceme del
director, quien, de hecho, de pocas películas suyas puede decirse que estuviera
«totalmente» satisfecho. El arranque de la película, en una lujosa mansión a
orillas del mar, donde dos «princesas», primas del protagonista, pertenecientes,
como él mismo, conde Karamzin, a la nobleza rusa, desayunan en la terraza
mientras el conde hace prácticas de tiro entre las rocas, deslumbra al espectador
no solo con los planos de ese espacio privilegiado, sino también por la ironía
y el magnificente sentido del humor que se va a desplegar a través de toda la narración
a cargo de este trío de encantadores estafadores de muy baja estofa, pero de
muy altos vuelos, porque son capaces de «atraer» al «gran mundo cosmopolita» de
Montecarlo a su garito clandestino donde serán oportunamente desvalijados.
Eternamente en
situación precaria, el protagonista, un deslumbrante Stroheim, que incorpora
todos los recursos de los hombres de mundo, con una perfecta naturalidad,
decide «seducir» a la esposa del recién llegado embajador de Usamérica a
Montecarlo, y decide hacerlo, además, el día en que él ha de presentar las
credenciales en palacio.
La picaresca,
unida al cosmopolitismo y al erotismo no explícito pero majestuosamente insinuado de un lugar como el lujoso Montecarlo, tiene sobrado campo donde
actuar, máxime si la «presa» es una ingenua mujer usamericana poco advertida
contra las imposturas y las asechanzas de un mundo en el que se mueven personas
de ninguna reputación, salvo la desconocida que se vela como el mejor de los
secretos. Cuando el conde busca el acercamiento a la mujer, en la terraza del hotel
donde se hospeda, acaba recogiéndole el libro que la mujer ha dejado caer inadvertidamente,
y ello le da pie al director para una de sus bromas clásicas, casi al estilo de las posteriores de Hitchcock: la mujer del
embajador está leyendo Foolish Wives, by Erich von Stroheim,
donde se lee con claridad, en un intertítulo, que los usamericanos son personas ajenas a los
misterios del protocolo social cultivado por los europeos, lo cual ya da una
pista de por dónde irá el asedio a la «virtud» de la dama.
En honor a la
verdad, la película, desde que comienza ese asedio, deviene un rosario de
episodios, a cuál más brillante, en el que se pasa revista a un excelente
muestrario del arte de seducir encarnado por el conde, un auténtico
especialista en tal cometido. Con todo, y a pesar del claro objetivo extorsionador
de su aventura, hay momentos en los que la relación con la dama se vuelve mucho
más compleja, como sucede con la aventura de la excursión cuando se desata una
tormenta terrible que da pie a unas secuencias extraordinarias en las que él ha de cargar con ella,
accidentada, hasta un refugio que forma parte de sus «recursos» seductores.
Del mismo modo
que Avaricia es algo así como la traducción fílmica del Naturalismo de
Zola, hay en Esposas frívolas una
exploración muy consciente de los recursos del melodrama y del folletín, por un
lado, y de la comedia sofisticada, por otro. Desde sus inicios, el cine presta
atención a todas las clases sociales, y en ese retrato de las mismas van
cuajando subgéneros, como el de la «alta comedia», por ejemplo, del que la
presente participa en no poco grado. Ha de decirse, en favor de la película,
que Miss Dupont realiza una deliciosa interpretación de la ingenua usamericana
que, cuando toca, se adentra de lleno en el terreno más genuino del melodrama,
convirtiendo la película en algo que va más allá de lo que en principio tenía
planeado el director entregarnos. Como los tejemanejes de los estudios
desfiguraron algunas de las películas de Stroheim, y lo mismo ocurre en esta, que
hubo de ser «recortada» para hacerla accesible a la paciencia relativamente
limitada del publico medio, es probable que el desenlace parezca demasiado
brusco, pero, por lo mismo, hay algo de salvaje poesía transgresora en ese
final que nos acerca al espíritu de las vanguardias de entreguerras y a una
concepción del nihilismo y el absurdo que aún tardarán algunos años en aparecer
en el panorama intelectual europeo.
Parece mentira,
lo digo con la rendida admiración que entenderán quienes tengan la delicadeza
de ganar las dos horas y veintitrés minutos de la versión que puede hallarse en
Youtube para verla; parece mentira, insisto, en que una película a punto
de ser centenaria ofrezca una modernidad narrativa que ya quisieran muchas, así
como una puesta en escena que justifica, por supuesto, que acusaran a Stroheim
de derrochador en aras de la perfección artística que acabó cerrándole las
puertas de algunos estudios, aunque, ¡afortunadamente!”, se le abrieran de
otros… En resumen, una gozada estética llena de lances narrativos de muy alta
calidad, y con un retrato del pícaro seductor como es difícil hallarlo en alguna
otra película. Hay aficionados que suelen ponerle frontera temporal a sus
gustos cinematográficos: «Yo solo veo películas hasta…» 1930, 40 0 50, pongamos
por caso; pero a veces, lo reconozco, estoy tentado de ponerme como tonta fecha
límite el 4 de febrero de 1927…
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