viernes, 21 de agosto de 2020

«Esposas frívolas», de Erich von Stroheim, el genio desmesurado… ¿y desconocido?



Cine ambicioso, caro y artísticamente espectacular. Erich von Stroheim, acaso un desconocido hoy, es uno de los «grandes genios» del Séptimo Arte. Excelente actor, lo recuperó Wilder, como tributo a una época «fundacional» del cine, en Sunset Boulevard.

Título original: Foolish Wives
Año: 1922
Duración: 117 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Erich von Stroheim
Guion: Erich von Stroheim
Música: (Película muda)
Fotografía: William H. Daniels, Ben Reynolds (B&W)
Reparto: Erich von Stroheim, Maude George, Mae Busch, Rudolph Christians, Miss DuPont, Dale Fuller, Al Edmundsen, Cesare Gravina, Malvina Polo, Harrison Ford II, C.J. Allen.

         El actor y director austríaco Erich von Stroheim emigró a Usamérica mucho antes de la llegada a aquella cinematografía de los directores expresionistas alemanes y austriacos «empujados» por el régimen nazi. Estamos en presencia, pues, de uno de los artífices de la gran invención que supuso convertir una afición de feria en un arte narrativo. El genio desmesurado de Stroheim, que no rodaba menos de 9 horas para cualquier proyecto, que luego acaban «recortados» hasta una extensión relativamente «razonable», se aprecia en todo su esplendor en una de las cinco o seis mejores películas jamás rodadas, junto a Intolerancia, de Griffith o el Napoleón, de Gance, me refiero a Avaricia, obra cumbre del expresionismo y el naturalismo social. Lo relativo a la creación y destrucción de Avaricia daría para una interesante película, desde luego, y esperemos que un alma sensible a la sagrada ambición artística de Stroheim se atreva alguna vez a rodarla.
         Esposas frívolas, rodada en estudio, una costosa producción que recreaba parte de Montecarlo, sufrió también la incomprensión de los estudios y lo que nos ha llegado, como en el caso de Avaricia, es un montaje que tampoco recibió el pláceme del director, quien, de hecho, de pocas películas suyas puede decirse que estuviera «totalmente» satisfecho. El arranque de la película, en una lujosa mansión a orillas del mar, donde dos «princesas», primas del protagonista, pertenecientes, como él mismo, conde Karamzin, a la nobleza rusa, desayunan en la terraza mientras el conde hace prácticas de tiro entre las rocas, deslumbra al espectador no solo con los planos de ese espacio privilegiado, sino también por la ironía y el magnificente sentido del humor que se va a desplegar a través de toda la narración a cargo de este trío de encantadores estafadores de muy baja estofa, pero de muy altos vuelos, porque son capaces de «atraer» al «gran mundo cosmopolita» de Montecarlo a su garito clandestino donde serán oportunamente desvalijados.
         Eternamente en situación precaria, el protagonista, un deslumbrante Stroheim, que incorpora todos los recursos de los hombres de mundo, con una perfecta naturalidad, decide «seducir» a la esposa del recién llegado embajador de Usamérica a Montecarlo, y decide hacerlo, además, el día en que él ha de presentar las credenciales en palacio.
         La picaresca, unida al cosmopolitismo y al erotismo no explícito pero majestuosamente insinuado de un lugar como el lujoso Montecarlo, tiene sobrado campo donde actuar, máxime si la «presa» es una ingenua mujer usamericana poco advertida contra las imposturas y las asechanzas de un mundo en el que se mueven personas de ninguna reputación, salvo la desconocida que se vela como el mejor de los secretos. Cuando el conde busca el acercamiento a la mujer, en la terraza del hotel donde se hospeda, acaba recogiéndole el libro que la mujer ha dejado caer inadvertidamente, y ello le da pie al director para una de sus bromas clásicas, casi al estilo de las posteriores de Hitchcock: la mujer del embajador está leyendo Foolish Wives, by Erich von Stroheim, donde se lee con claridad, en un intertítulo, que los usamericanos son personas ajenas a los misterios del protocolo social cultivado por los europeos, lo cual ya da una pista de por dónde irá el asedio a la «virtud» de la dama.
         En honor a la verdad, la película, desde que comienza ese asedio, deviene un rosario de episodios, a cuál más brillante, en el que se pasa revista a un excelente muestrario del arte de seducir encarnado por el conde, un auténtico especialista en tal cometido. Con todo, y a pesar del claro objetivo extorsionador de su aventura, hay momentos en los que la relación con la dama se vuelve mucho más compleja, como sucede con la aventura de la excursión cuando se desata una tormenta terrible que da pie a unas secuencias extraordinarias  en las que él ha de cargar con ella, accidentada, hasta un refugio que forma parte de sus «recursos» seductores.
         Del mismo modo que Avaricia es algo así como la traducción fílmica del Naturalismo de Zola,  hay en Esposas frívolas una exploración muy consciente de los recursos del melodrama y del folletín, por un lado, y de la comedia sofisticada, por otro. Desde sus inicios, el cine presta atención a todas las clases sociales, y en ese retrato de las mismas van cuajando subgéneros, como el de la «alta comedia», por ejemplo, del que la presente participa en no poco grado. Ha de decirse, en favor de la película, que Miss Dupont realiza una deliciosa interpretación de la ingenua usamericana que, cuando toca, se adentra de lleno en el terreno más genuino del melodrama, convirtiendo la película en algo que va más allá de lo que en principio tenía planeado el director entregarnos. Como los tejemanejes de los estudios desfiguraron algunas de las películas de Stroheim, y lo mismo ocurre en esta, que hubo de ser «recortada» para hacerla accesible a la paciencia relativamente limitada del publico medio, es probable que el desenlace parezca demasiado brusco, pero, por lo mismo, hay algo de salvaje poesía transgresora en ese final que nos acerca al espíritu de las vanguardias de entreguerras y a una concepción del nihilismo y el absurdo que aún tardarán algunos años en aparecer en el panorama intelectual europeo.
         Parece mentira, lo digo con la rendida admiración que entenderán quienes tengan la delicadeza de ganar las dos horas y veintitrés minutos de la versión que puede hallarse en Youtube para verla; parece mentira, insisto, en que una película a punto de ser centenaria ofrezca una modernidad narrativa que ya quisieran muchas, así como una puesta en escena que justifica, por supuesto, que acusaran a Stroheim de derrochador en aras de la perfección artística que acabó cerrándole las puertas de algunos estudios, aunque, ¡afortunadamente!”, se le abrieran de otros… En resumen, una gozada estética llena de lances narrativos de muy alta calidad, y con un retrato del pícaro seductor como es difícil hallarlo en alguna otra película. Hay aficionados que suelen ponerle frontera temporal a sus gustos cinematográficos: «Yo solo veo películas hasta…» 1930, 40 0 50, pongamos por caso; pero a veces, lo reconozco, estoy tentado de ponerme como tonta fecha límite el 4 de febrero de 1927…

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