lunes, 24 de agosto de 2020

«Los niños del paraíso», de Marcel Carné, ¡la perfección!



Una obra de arte indiscutible de la que se sale como, por ejemplo, se acaba de leer Rojo y negro, de Stendhal, tal cual… ¡La obra cumbre del melodrama romántico…!

Título original:  Les enfants du paradis
Año: 1945
Duración: 190 min.
País: Francia
Dirección: Marcel Carné
Guion: Jacques Prévert
Música: Joseph Kosma, Maurice Thiriet
Fotografía: Roger Hubert (B&W)
Reparto: Jean-Louis Barrault, Pierre Brasseur, Pierre Renoir, Arletty, Marcel Herrand, María Casares, Louis Salou, Gérard Blain.
        
         Aún sigo impactado por la contemplación de una obra de arte como ni me la podía haber imaginado, sobre todo porque la exquisita sencillez de la narración no parecía dar a entender, de buen comienzo, un desarrollo tan complejo, profundo y lírico, en el mejor sentido de la palabra, como el que he tenido el privilegio de ver. Está al alcance de todo el mundo en Filmin, por supuesto, pero su duración, 3 horas, que sea cine francés, no usamericano, y que esté dividida en dos parte, El bulevar del crimen y El hombre de blanco, que sea un melodrama de época, ambientado en la Francia de mitad del siglo XIX…, todas ellas son circunstancias que le ponen muy cuesta arriba al espectador moderno, sobre todo al joven, acercarse a una obra de arte que, por hacer una comparación inteligible, hubieran firmado a ciegas Luchino Visconti  y Max Ophüls…
         Arranca la película con un plano secuencia que pasa revista al ambiente parisino en un día de feria, lleno de espectáculos de toda laya, un día de feria en una calle, El bulevar del crimen, donde se ubican los dos teatros sobre los que pivotará la acción cuyos protagonistas se nos presentan en esta introducción coreográfica de masas, con un arranque que recuerda, en parte, el de Sed de mal. El apodo del Boulevard du Temple, se debió a la cantidad de crímenes que se cometían cada noche en tantos teatros donde los dramas románticos no dejaban títere con cabeza…
Enseguida conocemos a Frédérick Lemaître, un aspirante a actor y cortejador profesional que se inspira en el actor real con el mismo nombre que triunfó en el teatro francés en aquella época. La película narra su ascenso artístico desde el papel de comparsa junto al gran mimo Baptiste interpretado por Jean-Louis Barrault, trasunto del mimo real, Jean-Gaspard-Baptiste Deburau, que triunfó en el Teatro de los Funámbulos, otro «ascenso» artístico que se narra en la película, hasta su triunfo en solitario. Memorable será para cualquier espectador la secuencia de la interpretación burlesca de un drama que amenazaba, tras la primera representación, con pasar sin pena ni gloria, pero que, gracias a su «distorsión cómica», la convierte en un éxito tremendo. Antes de que cada uno de ellos, Baptiste, Frédérick y Garance, la mujer que atrae a ambos y por la que Baptiste experimentará un amour fou  avant la lettre, los tres trabajan en un número de los que van forjando el mito de Baptiste, el predilecto de los enfants du paradis, lo que en español denominamos, en los teatros, «gallinero», con una imaginería chabacana que dice no poco de  nuestro «chato realismo»…
Un tercero en discordia, amigo de Garance, Lacenaire, (interpretado con una exquisita elegancia canalla por Marcel Herrand) será el rufián y aspirante a autor teatral que se irá mezclando en la trama hasta llegar a formar parte importantísima de ella cuando Garance se deje seducir por un conde, el cuarto enamorado de Garance,  quien la mantiene como una aristócrata, aunque ella siga, siempre, fiel al amor que sintió por Baptiste, si bien este la dejó escapar y accedió a emparejarse con Nathalie (¡qué papel el de María Casarés (así acentuado por los franceses)!) e incluso tener un hijo con ella.
Poco a poco, como advertimos, se va tejiendo una red de relaciones en la que las réplicas y las contrarréplicas van creando una visión del mundo que tiene como centro el deseo por una mujer libre, Garance, cuyo verdadero encanto, más allá de la belleza física en la que no sobresale en modo alguno, como la rendida admiración de tanto hombres pudiera dar a entender, es la pasión que es capaz de inspirar y, en Baptiste, concretamente, indeleble y eterna, tanto que, en la segunda parte, pasados varios años respecto de la primera, cuando Baptiste se reencuentra con ella y consuman la noche de amor que él dejó escapar en su momento, una nueva vida parece abrirse ante ambos.
La película, sí, está centrada en el teatro y son innumerables las secuencias que lo tienen como núcleo central: la vida interna de las compañías, los intentos por captar al público, la relación estrecha entre la vida privada y la vida profesional, como cuando Lemaître descubre que gracias al conocimiento de los celos en la vida real se ve ya capacitado para hacer el Otelo de Shakespeare, o, y esa es una de las escenas antológicas de la película, Garance es acusada de haber facilitado el robo de un reloj de un espectador que seguía la evolución de Baptiste, quien, con su arte de mimo, se limitaba a anunciar el espectáculo del teatro de los Funámbulos…, y este representa parta la justicia, a través del mimo, lo que ha pasado, que exonera a la bella Garance, lo que lo convierte poco menos que en una estrella y le permite enamorarse de Garance de la manera total y romántica que contrasta con la aceptación carnal de ella, que lo sorprende y lo aleja al tiempo…
Si la primera parte es una historia narrada con un arte exquisito, en la que hasta lo más lírico o sarcástico es dicho como en un susurro, y solo los gritos, las risas y los abucheos del «respetable» rompen el plácido discurrir de las complejas filosofías vitales que se desprenden de las actitudes de los protagonistas; la segunda, con el triunfo paralelo de Baptiste y de Lamaître, y la vuelta discreta de Garance, el cuarteto amoroso se desarrolla hacia un desenlace insospechado. Abundan, entonces, las secuencias del éxito profesional de ambos, con escenas de inequívoca teatralidad, y con una «maneras» fílmicas de grandioso melodrama que se concreta en planos de una belleza extraordinaria, fuera de lo común, con o sin Garance, aunque la presencia de esta es el mejor aval.
Está claro que el amor del modo como lo vive Baptiste está más allá de lo que entendemos por tal sentimiento desde la perspectiva común de los mortales; solo si nos remontamos al sentimiento místico acertamos a identificar en parte lo que se adueña del corazón de un mimo que, a lo largo de la película, lo ha expresado todo con sus silencios, pero con tan contundente elocuencia que a través de sus ojos nos hemos asomado a la felicidad extrema de la dicha amorosa y a la sima tenebrosa del más desolador desamor.
Toda la película rezuma un aire de clasicismo, unido a una frescura social y un naturalismo poético, que nos da la sensación de haber sido convertidos en testigos privilegiados de unas vidas cuyos actos minúsculos, grandiosos, heroicos, miserables, altruistas, nobles e incluso vergonzosos transcurren ante nuestros ojos con un realismo nunca exento de la delicadeza del ingenio. Los movimientos de masas, como en la apertura de la película y al final, en la celebración del carnaval, una escena que tanto recuerda el final de La Traviata, son el contrapunto perfecto de un drama muy íntimo que los protagonista viven, sin embargo, de cara al público en sus representaciones teatrales, porque vida y teatro acaban borrando sus límites y, como la presentación de ambas partes sugiere y ya se ha visto en muchas otras películas, como La carroza de oro, de Renoir, los títulos de crédito se proyectan sobre la cortina de un escenario que, al abrirse, da comienzo a la vida, a la obra…
Decía en el título que se sale de esta película como se cierra una novela que nos ha llenado por completo, como Rojo y Negro, de Stendhal; pero quizás la vida que se respira en esta película bellísima pudiera corresponderse más con esos frescos sociales que trazaron Balzac o Zola… En cualquier caso, es tan intenso el goce humano y estético que experimenta el espectador que ni siquiera tendrá tiempo de pensar en ningún referente ajeno a la trama misma que se desarrolla ante sus ojos como el gran misterio de la vida más real que la vida misma: la que se sucede en la pantalla con su ritmo majestuoso y unas interpretaciones que sobreexceden la medida de lo verosímil para darnos la de la verdad eterna de los actos más puros y más viles, los más vivos…

        



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