Una obra de
arte indiscutible de la que se sale como, por ejemplo, se acaba de leer Rojo
y negro, de Stendhal, tal cual… ¡La obra cumbre del melodrama romántico…!
Título original: Les enfants du paradis
Año: 1945
Duración: 190 min.
País: Francia
Dirección: Marcel Carné
Guion: Jacques Prévert
Música: Joseph Kosma,
Maurice Thiriet
Fotografía: Roger Hubert
(B&W)
Reparto: Jean-Louis
Barrault, Pierre Brasseur, Pierre Renoir, Arletty, Marcel Herrand, María
Casares, Louis Salou, Gérard Blain.
Aún sigo
impactado por la contemplación de una obra de arte como ni me la podía haber
imaginado, sobre todo porque la exquisita sencillez de la narración no parecía
dar a entender, de buen comienzo, un desarrollo tan complejo, profundo y lírico,
en el mejor sentido de la palabra, como el que he tenido el privilegio de ver.
Está al alcance de todo el mundo en Filmin, por supuesto, pero su duración, 3
horas, que sea cine francés, no usamericano, y que esté dividida en dos parte, El
bulevar del crimen y El hombre de blanco, que sea un melodrama de
época, ambientado en la Francia de mitad del siglo XIX…, todas ellas son
circunstancias que le ponen muy cuesta arriba al espectador moderno, sobre todo
al joven, acercarse a una obra de arte que, por hacer una comparación
inteligible, hubieran firmado a ciegas Luchino Visconti y Max Ophüls…
Arranca la película
con un plano secuencia que pasa revista al ambiente parisino en un día de
feria, lleno de espectáculos de toda laya, un día de feria en una calle, El
bulevar del crimen, donde se ubican los dos teatros sobre los que pivotará la
acción cuyos protagonistas se nos presentan en esta introducción coreográfica
de masas, con un arranque que recuerda, en parte, el de Sed de mal. El
apodo del Boulevard du Temple, se debió a la cantidad de crímenes que se cometían
cada noche en tantos teatros donde los dramas románticos no dejaban títere con
cabeza…
Enseguida conocemos a Frédérick Lemaître,
un aspirante a actor y cortejador profesional que se inspira en el actor real
con el mismo nombre que triunfó en el teatro francés en aquella época. La película
narra su ascenso artístico desde el papel de comparsa junto al gran mimo Baptiste
interpretado por Jean-Louis Barrault, trasunto del mimo real, Jean-Gaspard-Baptiste
Deburau, que triunfó en el Teatro de los Funámbulos, otro «ascenso» artístico
que se narra en la película, hasta su triunfo en solitario. Memorable será para
cualquier espectador la secuencia de la interpretación burlesca de un drama que
amenazaba, tras la primera representación, con pasar sin pena ni gloria, pero
que, gracias a su «distorsión cómica», la convierte en un éxito tremendo. Antes
de que cada uno de ellos, Baptiste, Frédérick y Garance, la mujer que atrae a
ambos y por la que Baptiste experimentará un amour fou avant la lettre, los tres trabajan en
un número de los que van forjando el mito de Baptiste, el predilecto de los enfants
du paradis, lo que en español denominamos, en los teatros, «gallinero», con
una imaginería chabacana que dice no poco de
nuestro «chato realismo»…
Un tercero en discordia, amigo de Garance,
Lacenaire, (interpretado con una exquisita elegancia canalla por Marcel
Herrand) será el rufián y aspirante a autor teatral que se irá mezclando en la
trama hasta llegar a formar parte importantísima de ella cuando Garance se deje
seducir por un conde, el cuarto enamorado de Garance, quien la mantiene como una aristócrata,
aunque ella siga, siempre, fiel al amor que sintió por Baptiste, si bien este
la dejó escapar y accedió a emparejarse con Nathalie (¡qué papel el de María
Casarés (así acentuado por los franceses)!) e incluso tener un hijo con ella.
Poco a poco, como advertimos, se va
tejiendo una red de relaciones en la que las réplicas y las contrarréplicas van
creando una visión del mundo que tiene como centro el deseo por una mujer
libre, Garance, cuyo verdadero encanto, más allá de la belleza física en la que
no sobresale en modo alguno, como la rendida admiración de tanto hombres
pudiera dar a entender, es la pasión que es capaz de inspirar y, en Baptiste,
concretamente, indeleble y eterna, tanto que, en la segunda parte, pasados
varios años respecto de la primera, cuando Baptiste se reencuentra con ella y
consuman la noche de amor que él dejó escapar en su momento, una nueva vida
parece abrirse ante ambos.
La película, sí, está centrada en el
teatro y son innumerables las secuencias que lo tienen como núcleo central: la
vida interna de las compañías, los intentos por captar al público, la relación estrecha
entre la vida privada y la vida profesional, como cuando Lemaître descubre que
gracias al conocimiento de los celos en la vida real se ve ya capacitado para
hacer el Otelo de Shakespeare, o, y esa es una de las escenas antológicas
de la película, Garance es acusada de haber facilitado el robo de un reloj de
un espectador que seguía la evolución de Baptiste, quien, con su arte de mimo,
se limitaba a anunciar el espectáculo del teatro de los Funámbulos…, y este
representa parta la justicia, a través del mimo, lo que ha pasado, que exonera a la bella Garance, lo que lo
convierte poco menos que en una estrella y le permite enamorarse de Garance de la
manera total y romántica que contrasta con la aceptación carnal de ella, que lo
sorprende y lo aleja al tiempo…
Si la primera parte es una historia
narrada con un arte exquisito, en la que hasta lo más lírico o sarcástico es
dicho como en un susurro, y solo los gritos, las risas y los abucheos del «respetable»
rompen el plácido discurrir de las complejas filosofías vitales que se
desprenden de las actitudes de los protagonistas; la segunda, con el triunfo paralelo
de Baptiste y de Lamaître, y la vuelta discreta de Garance, el cuarteto amoroso
se desarrolla hacia un desenlace insospechado. Abundan, entonces, las
secuencias del éxito profesional de ambos, con escenas de inequívoca
teatralidad, y con una «maneras» fílmicas de grandioso melodrama que se
concreta en planos de una belleza extraordinaria, fuera de lo común, con o sin
Garance, aunque la presencia de esta es el mejor aval.
Está claro que el amor del modo como lo
vive Baptiste está más allá de lo que entendemos por tal sentimiento desde la
perspectiva común de los mortales; solo si nos remontamos al sentimiento
místico acertamos a identificar en parte lo que se adueña del corazón de un
mimo que, a lo largo de la película, lo ha expresado todo con sus silencios,
pero con tan contundente elocuencia que a través de sus ojos nos hemos asomado
a la felicidad extrema de la dicha amorosa y a la sima tenebrosa del más desolador
desamor.
Toda la película rezuma un aire de clasicismo,
unido a una frescura social y un naturalismo poético, que nos da la sensación
de haber sido convertidos en testigos privilegiados de unas vidas cuyos actos
minúsculos, grandiosos, heroicos, miserables, altruistas, nobles e incluso
vergonzosos transcurren ante nuestros ojos con un realismo nunca exento de la
delicadeza del ingenio. Los movimientos de masas, como en la apertura de la película
y al final, en la celebración del carnaval, una escena que tanto recuerda el
final de La Traviata, son el contrapunto perfecto de un drama muy íntimo
que los protagonista viven, sin embargo, de cara al público en sus
representaciones teatrales, porque vida y teatro acaban borrando sus límites y,
como la presentación de ambas partes sugiere y ya se ha visto en muchas otras
películas, como La carroza de oro, de Renoir, los títulos de crédito se
proyectan sobre la cortina de un escenario que, al abrirse, da comienzo a la
vida, a la obra…
Decía en el título que se sale de esta
película como se cierra una novela que nos ha llenado por completo, como Rojo
y Negro, de Stendhal; pero quizás la vida que se respira en esta película bellísima
pudiera corresponderse más con esos frescos sociales que trazaron Balzac o Zola…
En cualquier caso, es tan intenso el goce humano y estético que experimenta el
espectador que ni siquiera tendrá tiempo de pensar en ningún referente ajeno a
la trama misma que se desarrolla ante sus ojos como el gran misterio de la vida
más real que la vida misma: la que se sucede en la pantalla con su ritmo
majestuoso y unas interpretaciones que sobreexceden la medida de lo verosímil
para darnos la de la verdad eterna de los actos más puros y más viles, los más
vivos…
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