Ni musical, ni
bélica, ni comedia de retaguardia: un despropósito sin paliativos…, solo apta
para estudiosos de Ford, en efecto, y curiosos impenitentes.
Título original: What Price
Glory
Año: 1952
Duración: 111 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Henry Ephron, Phoebe
Ephron (Obra: Maxwell Anderson, Laurence Stallings)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: James Cagney, Corinne
Calvet, Dan Dailey, William Demarest, Craig Hill, Robert Wagner, Marisa Pavan,
Max Showalter, James Gleason, Wally Vernon, Henri Letondal, Fred Libby, Ray
Hyke, Paul Fix, Harry Morgan.
Haremos una crítica
“de aliño”, como las faenas de esos matadores que enseguida captan que el toro
no da de sí para lucirse y lo despachan con cuatro capotazos, dos medios
naturales falsos, y un estoconazo hasta la bola que lo tumba en el albero a la
primera. Con dos actores con quienes había hecho una “joya”, ¡Bill, qué
grande eres!, Dan Dailey y Corinne Calvet, repite, más el añadido estrambótico
y delirante de James Cagney, en una película de «retaguardia» que peca de
indefinición desde el primer momento. De hecho, los productores querían rodar
un musical. Y de ahí las canciones que aparecen en la película, que en modo alguno
son «números musicales», sino piezas interpretadas sin ningún fervor especial
ni encanto apreciable. Decía un crítico de FilmAffinity que cuando acabó de
rodarla y se despidió de los productores, Ford les dijo que si querían meter
canciones, que las metieran ellos. Y ahí se puso punto final a una aventura que
quizá no debiera haberse ni siquiera iniciado. Ford venía de rodar Un hombre
tranquilo y, después de este fiasco, realizará El sol siempre brilla en
Kentucky, a la que siempre consideró su obra preferida.
Si de Homero se
decía que de tanto en tanto se dormía, lo mismo cabe decir de Ford, desde
luego, y esta es la primera ocasión en que, desde el comienzo, con una
convivencia con los civiles en un pequeño pueblo francés, llena de tópicos y
una falsa naturalidad afectada que cae por su propio peso, el espectador se
pone sobre aviso y se ve venir el famoso gato por liebre. Y así ocurre, en
efecto. La rivalidad de dos viejos camaradas por el amor de la hija del
cantinero de dicho pueblecito, sin perder de vista que la joven es pintada como
«ligera de cascos» y más interesada en anteponer un futuro acomodado a sus
sentimientos verdaderos.
Con esa situación
tan tópica, las secuencias van transcurriendo sin tener nada de especial, sin
apenas destellos del genio del cineasta, quien parece cansado, sin chispa,
agotado, dispuesto a cumplir a a rajatabla la ley lingüística del mínimo
esfuerzo. Entonces llega la orden de movilización y el capitán Flagg, con su
unidad llena de mozalbetes sin apenas instrucción militar, ha de entrar en la
guerra de trincheras para conocer la verdadera dureza implacable de la guerra,
su maldición. Son los únicos momentos de la película en los que brilla por
completo el genio de Ford. Una perfecta recreación de la guerra de trincheras
se apodera de la pantalla y emerge una visión antibelicista, a la vista del
sacrificio absurdo de jóvenes vidas humanas en el altar de las miserias
nacionales de la megalomanía. La ambientación de los bombardeos, los tiroteos y
esa franja de la «tierra de nadie», que solo los héroes con pocas luces
atraviesan en misiones suicidas, se erigen en verdaderos protagonistas del último
tercio de película, con el dramatismo incluido de los destinos truncados.
Tanto el capitán
Flagg como su rival, el sargento Quirt, parecen tentados de abandonar el
Ejército y «retirarse» de esa guerra absurda, para poder casarse con la
encantadora Charmaine, pero, en el último momento, ni uno ni otro ignoran cuál
es, en tiempo de guerra, su deber patriótico, ¡y allá que van!, a secundar un
nuevo llamamiento para que vuelvan al frente.
Hay, sí, un espíritu
militar muy poco militar, ajeno al ordenancismo típico de los ejércitos
europeos, que se refleja en la libertad de trato que hay entre los diferentes
mandos, y que humaniza bastante la institución, y la acerca a los espectadores.
Digamos que la democratización de la sociedad permea la institución castrense
bastante más que en otras tradiciones.
Decía Almodóvar
que del buen cine no solo se disfruta sino que también se aprende, y ponía el
ejemplo de colocar una tostada sobre otra para extender la mantequilla sin
romperla. También aquí hay una buena enseñanza: tres hombres, cada uno al
costado del otro, coordinando los movimientos de sus mochos, limpian el suelo
de un salón en un periquete.
En fin, sin ser
una buena película, y la mejor prueba de ello es la falta de convicción de los
actores en la interpretación de unos papeles sin entidad alguna, no deja de
haber escenas en las que se advierte la mano maestra de Ford. El momento
culminante de la incursión en la guerra de trincheras, cuando caen los soldados
como moscas y el capitán Flagg decide que está harto de la guerra y de lo que
estas significan, se eleva el título de la película, What Price Glory,
como un verdadero alegato antibelicista, en labios de un herido múltiple que
interpela con ese grito a un capitán desbordado que representa para él la insensatez
de la carnicería a la que los han enviado.
Sí,
probablemente sea una película solo para devotos de Ford, pero, como pasa con
las obras secundarias de los grandes escritores, siempre halamos algún destello
de la grandeza del genio donde más se ha relajado su inspiración o su oficio.
No sé si una
primera versión a cargo de Raoul Walsh será mejor, pero mucho me temo que sí.
Trataré de echarle un vistazo, si la encuentro…
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