sábado, 29 de agosto de 2020

«El precio de la gloria», de John Ford, una «siesta» entre dos obras maestras.



Ni musical, ni bélica, ni comedia de retaguardia: un despropósito sin paliativos…, solo apta para estudiosos de Ford, en efecto, y curiosos impenitentes.

Título original: What Price Glory
Año: 1952
Duración: 111 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Henry Ephron, Phoebe Ephron (Obra: Maxwell Anderson, Laurence Stallings)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: James Cagney, Corinne Calvet, Dan Dailey, William Demarest, Craig Hill, Robert Wagner, Marisa Pavan, Max Showalter, James Gleason, Wally Vernon, Henri Letondal, Fred Libby, Ray Hyke, Paul Fix, Harry Morgan.

         Haremos una crítica “de aliño”, como las faenas de esos matadores que enseguida captan que el toro no da de sí para lucirse y lo despachan con cuatro capotazos, dos medios naturales falsos, y un estoconazo hasta la bola que lo tumba en el albero a la primera. Con dos actores con quienes había hecho una “joya”, ¡Bill, qué grande eres!, Dan Dailey y Corinne Calvet, repite, más el añadido estrambótico y delirante de James Cagney, en una película de «retaguardia» que peca de indefinición desde el primer momento. De hecho, los productores querían rodar un musical. Y de ahí las canciones que aparecen en la película, que en modo alguno son «números musicales», sino piezas interpretadas sin ningún fervor especial ni encanto apreciable. Decía un crítico de FilmAffinity que cuando acabó de rodarla y se despidió de los productores, Ford les dijo que si querían meter canciones, que las metieran ellos. Y ahí se puso punto final a una aventura que quizá no debiera haberse ni siquiera iniciado. Ford venía de rodar Un hombre tranquilo y, después de este fiasco, realizará El sol siempre brilla en Kentucky, a la que siempre consideró su obra preferida.
         Si de Homero se decía que de tanto en tanto se dormía, lo mismo cabe decir de Ford, desde luego, y esta es la primera ocasión en que, desde el comienzo, con una convivencia con los civiles en un pequeño pueblo francés, llena de tópicos y una falsa naturalidad afectada que cae por su propio peso, el espectador se pone sobre aviso y se ve venir el famoso gato por liebre. Y así ocurre, en efecto. La rivalidad de dos viejos camaradas por el amor de la hija del cantinero de dicho pueblecito, sin perder de vista que la joven es pintada como «ligera de cascos» y más interesada en anteponer un futuro acomodado a sus sentimientos verdaderos.
         Con esa situación tan tópica, las secuencias van transcurriendo sin tener nada de especial, sin apenas destellos del genio del cineasta, quien parece cansado, sin chispa, agotado, dispuesto a cumplir a a rajatabla la ley lingüística del mínimo esfuerzo. Entonces llega la orden de movilización y el capitán Flagg, con su unidad llena de mozalbetes sin apenas instrucción militar, ha de entrar en la guerra de trincheras para conocer la verdadera dureza implacable de la guerra, su maldición. Son los únicos momentos de la película en los que brilla por completo el genio de Ford. Una perfecta recreación de la guerra de trincheras se apodera de la pantalla y emerge una visión antibelicista, a la vista del sacrificio absurdo de jóvenes vidas humanas en el altar de las miserias nacionales de la megalomanía. La ambientación de los bombardeos, los tiroteos y esa franja de la «tierra de nadie», que solo los héroes con pocas luces atraviesan en misiones suicidas, se erigen en verdaderos protagonistas del último tercio de película, con el dramatismo incluido de los destinos truncados.
         Tanto el capitán Flagg como su rival, el sargento Quirt, parecen tentados de abandonar el Ejército y «retirarse» de esa guerra absurda, para poder casarse con la encantadora Charmaine, pero, en el último momento, ni uno ni otro ignoran cuál es, en tiempo de guerra, su deber patriótico, ¡y allá que van!, a secundar un nuevo llamamiento para que vuelvan al frente.
         Hay, sí, un espíritu militar muy poco militar, ajeno al ordenancismo típico de los ejércitos europeos, que se refleja en la libertad de trato que hay entre los diferentes mandos, y que humaniza bastante la institución, y la acerca a los espectadores. Digamos que la democratización de la sociedad permea la institución castrense bastante más que en otras tradiciones.
         Decía Almodóvar que del buen cine no solo se disfruta sino que también se aprende, y ponía el ejemplo de colocar una tostada sobre otra para extender la mantequilla sin romperla. También aquí hay una buena enseñanza: tres hombres, cada uno al costado del otro, coordinando los movimientos de sus mochos, limpian el suelo de un salón en un periquete.
         En fin, sin ser una buena película, y la mejor prueba de ello es la falta de convicción de los actores en la interpretación de unos papeles sin entidad alguna, no deja de haber escenas en las que se advierte la mano maestra de Ford. El momento culminante de la incursión en la guerra de trincheras, cuando caen los soldados como moscas y el capitán Flagg decide que está harto de la guerra y de lo que estas significan, se eleva el título de la película, What Price Glory, como un verdadero alegato antibelicista, en labios de un herido múltiple que interpela con ese grito a un capitán desbordado que representa para él la insensatez de la carnicería a la que los han enviado.
         Sí, probablemente sea una película solo para devotos de Ford, pero, como pasa con las obras secundarias de los grandes escritores, siempre halamos algún destello de la grandeza del genio donde más se ha relajado su inspiración o su oficio.
         No sé si una primera versión a cargo de Raoul Walsh será mejor, pero mucho me temo que sí. Trataré de echarle un vistazo, si la encuentro…


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