Una propuesta compleja para un caso simple de redención moral: los detectives privados ya no son como eran…
Título original: Too Late
Año: 2015
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Dennis Hauck
Guion: Dennis Hauck
Música: Robert Allaire
Fotografía: Bill Fernandez
Reparto: John Hawkes,
Crystal Reed, Natalie Zea, Dichen Lachman, Rider Strong, Dash Mihok, Robert T.
Barrett, Brett Jacobsen, Joanna Cassidy, David Yow, Jeff Fahey, Robert Forster,
Monica Olive, Vanessa Sheri, Vail Bloom.
Si hay una etiqueta de por medio, parece que todo queda más claro. Otra
cosa es que el hecho de poder ponerle la etiqueta a un producto sirva para
justificar su existencia o para ensalzarlo o, en el peor de los casos,
denigrarlo. Too late dicen los críticos serios que es un neo-noir, y
eso ya parece definir lo que los espectadores van a ver. Mis últimas
referencias de neo-noir son muy diferentes: una es Puro vicio, de
Paul Thomas Anderson, con un Joaquin Phoenix ejerciendo de detective colgadísimo
en una trama que deja chica la de El sueño eterno; y la otra, Neon
Demon, de Nicolas Winding Refn, un
peliculón que no ha tenido más éxito por la crudeza de una trama terrible. Con
esos antecedentes, caso de que pase el examen de los entendidos y se acepten dentro
de la etiqueta, nos pusimos mi Conjunta y yo a ver Too late, sin saber absolutamente
nada de ella. Aun reconociendo que tiene un arranque espectacular con el
encuentro cordial entre el asesino y la víctima, el descoloque que nos supuso
el segundo tramo de los cinco en que se divide la película, con las partenaires
desnudas en casa de los mafiosillos de medio pelo que regentan un club de strippers
donde trabajaba la víctima, exhibiendo
agravios cuyo final, en cuanto apareciera una pistola, que acaba apareciendo,
como era de recibo, no era difícil de imaginar, nos enfrío lo suyo y decidimos
dejar de verla. Pasados los días, sin embargo, en esos ratos perdidos en que
veo cosas a mi aire, decidí darle una segunda oportunidad y entonces sí que,
con la aparición del detective magullado por la agresión sufrida por dos
sospechosos del crimen de la joven que le ha sido encargado buscar, la trama
deriva nítidamente hacia la peripecia del investigador. Poco a poco, de manera
siempre indirecta, por el desorden cronológico con que se nos entrega la
narración, se va conociendo la trama lineal de una relación personal del
detective con la stripper y con otras mujeres, así como con la madre, quien
mantiene una nada inocente rivalidad tóxica con su hija.
Como buen neo-noir, la trama es inseparable de ciertos ambientes,
de cierta puesta en escena que define el género. La visita al club de
strippers, por ejemplo; la propia casa de los mafiosillos; el bar donde
interpreta el detective una hermosa canción; ¡y el autocine decrépito y
degradado, con espectáculo de boxeo incluido, donde se ejecuta el desenlace de
la película!, y que vale por toda la película.
Junto al espacio, el carismático
detective «perdedor» magníficamente interpretado por John Hawkes, a quien ya vi
en Tú, yo y todos los demás, de Miranda July. Digamos que se trata del
feo más feo del mundo con un sex-appeal capaz de imantar a cuantas
mujeres se acerca. Su endeblez aparente, la fragilidad evidente y la ternura
sospechada en la antítesis del macho man son ingredientes de una personalidad
tan compleja como exige el género. A medida que avanza la trama y el detective
asume un mayor protagonismo advertimos que no está en juego la mera búsqueda detectivesca
de una desaparecida, sino una suerte de ajuste de cuentas con su propia
responsabilidad, con su propia vida, lo que confiere al personaje una dimensión
moral que se sobrepone a cualesquiera violencias que salpican la narración con
la contundencia propia del género.
Hay, digámoslo así, una cierta «naturalidad» en la degradación que se
corresponde con la visión crítica de una sociedad enferma, todo lo cual nos es
mostrado con una estilización soberbia, a través de muchas escenas nocturnas, de
la propia degradación soberbia. De hecho, el arranque de la película, con la
bucólica conversación afectuosa entre la víctima y el verdugo, ambos ignorantes
de cómo acabaría dicha relación, nos da a entender de manera muy gráfica esa
perturbación psicológica que domina, con sus pulsiones de muerte, la vida
social. Si sumamos la presencia de la pareja que también se cruza con la víctima
poco antes de que halle su fatal destino, mientras disfrutan de un paseo por la
naturaleza, nos damos cuenta del poderoso contraste que sirve de arranque a la
trama. Sumémosle que, desde el escenario del crimen, la joven stripper
ha llamado por teléfono al investigador, una conexión representada visualmente
por la línea recta que sigue la cámara entre ambos interlocutores desde la cima
del monte hasta el apartamento donde él recibe la llamada y desde el que se
pone en marcha enseguida para acudir a la cita, si bien ambos ignoran, también,
que ese encuentro jamás va a producirse.
Es curioso cómo, a veces, ciertos tramos de las películas pueden
inducirnos a desistir del visionado de las mismas; pero, salvado el escollo de la
repulsión que nos pueden provocar ciertas situaciones, ¡reprometo que la
secuencia de los galanes con sus paternaires, antiguas strippers del
club que regentan, tiene un sí sé qué de ofensivo que cuesta trabajo aceptar!, la
propia evolución de la trama, que clarifica, muy dosificadamente las entretelas
del caso se le impone al espectador y, recompuesto el puzzle, acaba
entendiendo el sorprendente final, tan inesperado como brillante.
Me sorprende a mí mismo cómo en una película he sido capaz de sobreponerme
a un amago de desistir de verla para acabar siguiendo con profundo interés la
aventura existencial de un personaje que reúne lo mejor y lo peor del género de
los detectives privados, y todo ello en unos «escenarios» escogidos con un
sentido de la estética «feísta» que ilumina dicha peripecia personal ,
trascendiéndola. Toda una sorpresa.
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