Cine neozelandés desconocido en nuestras pantallas: dos mujeres muy distintas unidas por la maternidad que irrumpe de modo muy diferente en sus vidas, cambiándoselas.
Título original: The Great Maiden's Blush
Año: 2016.
Duración: 108 min.
País: Nueva Zelanda
Dirección: Andrea Bosshard, Shane Loader
Guion: Andrea Bosshard, Shane Loader
Música: David Donaldson, Plan 9
Fotografía: Warrick Attewell, Alun Bollinger
Reparto: Renee Lyons, Miriama McDowell, K.C. Kelly, Carl Drake, Ian
Lesa, Barnie Duncan, George Fenn, Isobel Mebus, Christopher Brougham,
Rangimoana Taylor, Chong Sin Lim.
Hace poco publiqué la crítica de una película australiana
centrada en la peripecia de unos aborígenes enfrentados a la población no autóctona
del quinto continente, una muestra más del potente cine australiano que, con sólita
regularidad, ha ido llegando a nuestras pantallas, ahora, en tiempos de
plataformas, también a estas. De Nueva Zelanda, sin embargo, soy incapaz de
recordar a bote pronto ningún título que haya sido capaz de concitar la
admiración general, excepción hecho, naturalmente, de El piano y Un
ángel en mi mesa, ambas de Jane Campion, y ambas magníficas.
La pareja
de directores, Bosshard y Loader, nos ofrecen su tercera película, producida a
través de suscripción popular, sobre un tema, el del rechazo de la maternidad,
sobre el cual ya habían rodado un documental antes de que se aprobara el aborto
en el país. Estamos, pues, ante lo que podríamos considerar una dramatización
del poso que debió dejar en ellos la realización del documental.
La
historia se nos va contando muy lentamente, desde una situación inicial
terrible: una parturienta rechaza tener ningún contacto maternal con la criatura
que acaba de alumbrar. Está custodiada continuamente en la clínica porque está
acusada de asesinato y su actitud no es otro que la del enfrentamiento rabioso
con todo el mundo y la necesidad de escapar. Su compañera de habitación -¡y ya
choca que ni en esas circunstancias la sanidad renuncie a optimizar el
rendimiento de sus habitaciones de hospital!- ha tenido un bebé prematuro, al que
solo puede acercarse con muchísimas precauciones, y al que, además, se le ha de
practicar una operación delicada para impedir que una malformación congénita
pueda acabar con su vida.
La película
se plantea como un contrapunto de ambas historias: la joven prisionera, de
origen maorí, trabaja como conductora de
lo equivalente a Cabify y es una apasionada de los coches y las carreras
clandestinas en las que participa habitualmente. Su compañera de cuarto, de
origen anglosajón, es correctora editorial, devota de la horticultura, especialmente
de las rosas -y de ahí el título de la película que hace alusión a la rosa de
color rosa, la del «rubor de la doncella»; título que actúa por antítesis-, y pianista frustrada. Ambas tienen, por lo
tanto, experiencias personales muy diferentes, de las que se sugiere más que se
explicita, y esa nebulosa respeto de la responsabilidad de cada cual va
trabajando en favor del acercamiento entre ambas. Sí, desde un enfrentamiento instintivo,
la película, muy lentamente, nos va sumergiendo en el giro que dan ambas mujeres,
abriéndose la una a la otra hasta intentar comprenderse. No revelo nada
decisivo si digo que la joven madre ha decidido dar el niño en adopción, algo que
tiene muy claro, porque lo ve como algo totalmente ajeno a ella y de lo que
quiere desentenderse por completo, para poder seguir con su vida. Hemos de
decir que la joven lo ha tenido tras una relación no consentida, y que de lo
que se le acusa es del asesinato de quien lo engendró, el hijo de un tenor a
quien ella lleva arriba y abajo cada vez que va a actuar a Nueva Zelanda. Gracias
a esa «amistad» conoce al hijo, que trabaja como vigilante en un desguace de
coches, y, también, va por primera vez en su vida a la ópera, obra en la que
escucha la famosa aria de L’elisir d’amore, Una furtiva lacrima,
y cuyo recuerda obra en ella sin duda para acabar de repensar qué va a hacer
con la criatura.
Estamos
ante un melodrama, con ecos de Sirk, por la presencia activa de la fatalidad,
pero, también, por la eclosión de sentimientos con los que los personajes han
de reconciliarse para poder aceptarse a sí mismo y el mundo en que están inmersos.
La película es, pues, intimista y muy emotiva, llena de una sensibilidad
especial a la que me resisto a etiquetar como «femenina», aun siendo la
maternidad uno de los ejes temáticos principales. Y ahí está el cariño desinteresado
y espontáneo de uno de los cuidadores, también aborigen, por la complicada
muchacha y por el fruto de su vientre. Sí, la película, por mas que tenga
escenas que nos ponen los pelos de punta y nos disponen contra la crueldad de
la protagonista, está rodada con una delicadeza que nos reconcilia con los
impulsos más nobles del ser humano. No hay ni rastro del más mínimo brochazo de
«sentimentalismo», que conste; y nos movemos siempre en sentimientos profundos
y complejos. La estructura narrativa de la misma, además, con los cambios de
protagonista, que se van alternando, impide que algunas de las dos historias
nos acapare de tal manera que se excluya la otra, pues ambas están ligadas de
tal manera que solo progresan en la medida en que ambas progresan, y la relación
entre las mujeres se va abriendo como una flor poco a poco. No sin dificultades,
eso sí, porque la insociabilidad de la joven conductora es más que notable; del mismo modo que la
afectuosidad de la madre madura es puesta prueba en diferentes ocasiones por
las reacciones de la primera.
No llega,
sin embargo, la sangre al río. Y eso que sale ganando el espectador, que asiste
a un diálogo franco, directo y con sus muy variadas fases a lo largo de la película,
enviándonos como potente mensaje el del entendimiento entre seres muy
diferentes. Se trata de una película muy elaborada pero, al mismo tiempo, con
un grado de naturalidad y espontaneidad en el fluir de la narración que nos
parece estar asistiendo a la «retransmisión» de la realidad tal cual, sin
adornos ni afeites: llena de emoción genuina.
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