Ford explora
las posibilidades cómicas del doble en una historia de gánster y oficinista
pusilánime perfectamente desdoblados por Edward G. Robinson, paradigma de los
primeros, Hampa dorada, de Mervyn LeRoy, y de los segundos, Perversidad, de Fritz Lang.
Título original: The Whole
Town's Talking
Año: 1935
Duración: 93 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Robert Riskin, Jo
Swerling (Historia: W.R. Burnett)
Música: Mischa
Bakaleinikoff, Louis Silvers
Fotografía: Joseph H. August
(B&W)
Reparto: Edward G. Robinson,
Jean Arthur, Arthur Hohl, Arthur Byron, Wallace Ford, Donald Meek, Paul Harvey,
Edward Brophy, Etienne Girardot, James Donlan, Lucille Ball.
Pues sí, la
versatilidad también era una virtud de John Ford, aunque su célebre autoencasillamiento:
«Soy John Ford, y hago westerns», pretendiera hacernos creer lo contrario. A lo
largo de las críticas que jalonan esta aventura de ver su obra completa creo
que ya he ido dejando bien claro que la variedad temática y de registros de
Ford lo convierten en algo así como en una suma cinematográfica, una
enciclopedia. Si desde bien temprano ya se enfrentó al incipiente género de las
películas de gánsters, como en The Blue Eagle, para darnos ya una
acabada muestra de su dominio pocos años después con El intrépido,
en la presente, con el paradigma de los gánsters que devino Edwrd G.
Robinson, sobre todo a partir de Hampa dorada, de Mervyn LeRoy, John
Ford combina a la perfección la comedia y el género violento de los
delincuentes más buscados para entretenernos durante hora y media con una
sabiduría ejemplar, sobre todo por la excelente construcción del guion, y por
la propia historia, de W.R.Burnett, el autor de la célebre novela La jungla
de asfalto, que dio pie a la memorable película de John Huston.
La historia
parte de la identidad total entre un pusilánime oficinista, con ínfulas de
escritor, secretamente enamorado de su compañera de oficina, una Jean Arthur
llena de gracia y desparpajo a la que, sin embargo, le “falta” papel en una película
dominada de arriba abajo por el omnipresente Edward G. Robinson, dándose la réplica
a sí mismo con total convencimiento ¡y economía de medios!, porque el excelente
actor que jamás fue galardonado con el Oscar -salvo el honorífico, ese absurdo
premio de consolación- no necesita de grandes alardes de interpretación para
marcar con absoluta nitidez la frontera entre el gánster y el apocado. A los
espectadores no les ocurre lo que al policía que mira y remira al sospechoso
sin acabar de estar convencido de que es Jonsey, el tímido oficinista, en vez de
Mannion, el agresivo delincuente.
Con esos
mimbres, los equívocos constantes devienen el fundamento de la acción, y como,
para acabar de arreglarlo, al oficinista le libran un salvoconducto que dice
que, a pesar del parecido con el delincuente más buscado, él es un pacifico
ciudadano nada sospechoso ante la ley, ¡ningún bocado más apetitoso para el
gánster que pasearse libremente por la calle en posesión de ese salvoconducto!
Y así ocurre. De hecho, los gemelos idénticos se reparten el día, la mañana y
el mediodía para el oficinista y la noche para el mafioso. Todo discurre bien
hasta que una oferta al oficinista para que escriba, como doble del mafioso, la
historia de este, acaba llevando a que, enterado el gánster, sea este quien le
dicte su vida al oficinista, lo cual, a su vez, despierta todas las alarmas en
la policía, porque se revelan detalles que se le habían mantenido ocultos a la
opinión pública.
Tiene mucho, la
película, bien mirada, de la Primera Plana de Billy Wilder. Y aunque hay
un ritmo trepidante, a partir de la primera detención de los oficinistas
mientras comen en un restaurante del centro de la ciudad, no llega sin embargo,
al alocado de la película de Wilder, mucho más cerca de la screwball comedy
que esta, porque el personaje del oficinista en modo alguno es plano, sino que
evoluciona a la par de la trama y…, me retengo, porque quizás desvelaría
demasiado. En todo caso, desde el inicio de la trama hasta el final de la
misma, hay un estudio psicológico del protagonista muy meritorio, y con una
progresión perfectamente medida: nada de grandes cambios ni de decisiones
heroicas; todo transcurre al hilo de una situación que nunca deja de venirle
excesivamente grande y que lo supera. Hay, con todo, algunos momentos cómicos
de la película que recuerdan el cine slapstick de Mark Sennet, pero la entidad
de la trama la aleja de aquellos esquematismos de primera hora.
No quisiera
avanzar nada, pero en el apogeo del desenlace hay una escena cómica que se queda
indeleblemente grabada en la retina del espectador. Se trata de un gag visual
enormemente poderoso. Lo digo para que los espectadores se mantengan alerta y
para recordar que Ford ha sido siempre un maestro del humor sutil e ingenioso,
y que probablemente algún día lo consideremos también como un genio del humor. Ese
gag visual no es una rareza en su cine, pero hay que verlo como lo que es, una
absoluta muestra de ingenio. ¡Y disfrutar de él! Los subrayados humorísticos
siempre están presentes en su obra, aunque la película sea un drama, porque el
bienhumorado espíritu burlón del sabio escéptico sabe que, en el fondo, todo
hay que tomárselo un poco a broma.
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