jueves, 27 de agosto de 2020

«Pasaporte a la fama», de John Ford o el “toque Ford” para la comedia…



Ford explora las posibilidades cómicas del doble en una historia de gánster y oficinista pusilánime perfectamente desdoblados por Edward G. Robinson, paradigma de los primeros, Hampa dorada, de Mervyn LeRoy,  y de los segundos,  Perversidad, de Fritz Lang.


Título original: The Whole Town's Talking 
Año: 1935
Duración: 93 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Robert Riskin, Jo Swerling (Historia: W.R. Burnett)
Música: Mischa Bakaleinikoff, Louis Silvers
Fotografía: Joseph H. August (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson, Jean Arthur, Arthur Hohl, Arthur Byron, Wallace Ford, Donald Meek, Paul Harvey, Edward Brophy, Etienne Girardot, James Donlan, Lucille Ball.

         Pues sí, la versatilidad también era una virtud de John Ford, aunque su célebre autoencasillamiento: «Soy John Ford, y hago westerns», pretendiera hacernos creer lo contrario. A lo largo de las críticas que jalonan esta aventura de ver su obra completa creo que ya he ido dejando bien claro que la variedad temática y de registros de Ford lo convierten en algo así como en una suma cinematográfica, una enciclopedia. Si desde bien temprano ya se enfrentó al incipiente género de las películas de gánsters, como en The Blue Eagle, para darnos ya una acabada muestra de su dominio pocos años después con El intrépido, en la presente, con el paradigma de los gánsters que devino Edwrd G. Robinson, sobre todo a partir de Hampa dorada, de Mervyn LeRoy, John Ford combina a la perfección la comedia y el género violento de los delincuentes más buscados para entretenernos durante hora y media con una sabiduría ejemplar, sobre todo por la excelente construcción del guion, y por la propia historia, de W.R.Burnett, el autor de la célebre novela La jungla de asfalto, que dio pie a la memorable película de John Huston.
         La historia parte de la identidad total entre un pusilánime oficinista, con ínfulas de escritor, secretamente enamorado de su compañera de oficina, una Jean Arthur llena de gracia y desparpajo a la que, sin embargo, le “falta” papel en una película dominada de arriba abajo por el omnipresente Edward G. Robinson, dándose la réplica a sí mismo con total convencimiento ¡y economía de medios!, porque el excelente actor que jamás fue galardonado con el Oscar -salvo el honorífico, ese absurdo premio de consolación- no necesita de grandes alardes de interpretación para marcar con absoluta nitidez la frontera entre el gánster y el apocado. A los espectadores no les ocurre lo que al policía que mira y remira al sospechoso sin acabar de estar convencido de que es Jonsey, el tímido oficinista, en vez de Mannion, el agresivo delincuente.
         Con esos mimbres, los equívocos constantes devienen el fundamento de la acción, y como, para acabar de arreglarlo, al oficinista le libran un salvoconducto que dice que, a pesar del parecido con el delincuente más buscado, él es un pacifico ciudadano nada sospechoso ante la ley, ¡ningún bocado más apetitoso para el gánster que pasearse libremente por la calle en posesión de ese salvoconducto! Y así ocurre. De hecho, los gemelos idénticos se reparten el día, la mañana y el mediodía para el oficinista y la noche para el mafioso. Todo discurre bien hasta que una oferta al oficinista para que escriba, como doble del mafioso, la historia de este, acaba llevando a que, enterado el gánster, sea este quien le dicte su vida al oficinista, lo cual, a su vez, despierta todas las alarmas en la policía, porque se revelan detalles que se le habían mantenido ocultos a la opinión pública.
         Tiene mucho, la película, bien mirada, de la Primera Plana de Billy Wilder. Y aunque hay un ritmo trepidante, a partir de la primera detención de los oficinistas mientras comen en un restaurante del centro de la ciudad, no llega sin embargo, al alocado de la película de Wilder, mucho más cerca de la screwball comedy que esta, porque el personaje del oficinista en modo alguno es plano, sino que evoluciona a la par de la trama y…, me retengo, porque quizás desvelaría demasiado. En todo caso, desde el inicio de la trama hasta el final de la misma, hay un estudio psicológico del protagonista muy meritorio, y con una progresión perfectamente medida: nada de grandes cambios ni de decisiones heroicas; todo transcurre al hilo de una situación que nunca deja de venirle excesivamente grande y que lo supera. Hay, con todo, algunos momentos cómicos de la película que recuerdan el cine slapstick de Mark Sennet, pero la entidad de la trama la aleja de aquellos esquematismos de primera hora.
         No quisiera avanzar nada, pero en el apogeo del desenlace hay una escena cómica que se queda indeleblemente grabada en la retina del espectador. Se trata de un gag visual enormemente poderoso. Lo digo para que los espectadores se mantengan alerta y para recordar que Ford ha sido siempre un maestro del humor sutil e ingenioso, y que probablemente algún día lo consideremos también como un genio del humor. Ese gag visual no es una rareza en su cine, pero hay que verlo como lo que es, una absoluta muestra de ingenio. ¡Y disfrutar de él! Los subrayados humorísticos siempre están presentes en su obra, aunque la película sea un drama, porque el bienhumorado espíritu burlón del sabio escéptico sabe que, en el fondo, todo hay que tomárselo un poco a broma.

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