lunes, 7 de septiembre de 2020

«Ann with an e», de Moira Walley-Beckett o una revisión dickensiana de «Ana de las tejas verdes».


Un clásico canadiense de Lucy Maud Montgomery entre Oliver Twist y Pippi calzaslargas…, pasado por el tamiz del discurso de la corrección política…

Título original: Anne with an e
Año: 2017
Duración: 60 min.
País: Canadá
Dirección: Moira Walley-Beckett (Creador), Niki Caro, David Evans, Amanda Tapping
Guion: Moira Walley-Beckett (Novela: Lucy Maud Montgomery)
Música: Ari Posner, Amin Bhatia
Fotografía: Bobby Shore, Jackson Parrell
Reparto: Amybeth McNulty, Geraldine James, R.H. Thomson, Dalila Bela, Lucas Jade Zumann, Aymeric Jett Montaz, Helen Johns, Christian Martyn, Kyla Matthews, Corrine Koslo, Ryan Kiera Armstrong, Ella Jonas Farlinger, Stephen Tracey, Kyle Meagher, Janet Porter, Helene Robbie, Tyler Barish, Cory Gruter-Andrew, Miranda McKeon, Glenna Walters, Philip Williams, David Ingram, Jonathan Holmes.

         He aquí una serie convenientemente adaptada de un original cuyo ciclo novelístico sigue la vida de la protagonista desde la infancia hasta que tiene hijos que le tomarán el relevo y se convertirán en los protagonistas de los dos últimos volúmenes como si se tratase de los antiguos ciclos de novelas de caballerías, en las que los herederos sucedían a sus famosos padres, como Esplandián, en Las sergas de Esplandián, a Amadís. La novela, que no fue especialmente escrita para niños, se convirtió, sin embargo, en un clásico infantil. La obra tiene un fuerte componente autobiográfico, porque la autora perdió a su madre cuando aún no tenía dos años y fue educada por sus abuelos. La pasión por la literatura la comparte con su personaje, así como su profesión de maestra. Esa condición de obra clásica es la que ha chocado en la memoria de muchos lectores de la obra de Montgomery con la adaptación que puede verse en Netflix y que está cautivando a cuantos se acercan a ella, tengan o no experiencia docente, porque está claro que la novela tiene mucho que ver con la educación y con la función liberadora de la misma, sobre todo en un espacio rural, aislado de los grandes núcleos de población y en los que tan arraigados están ciertos prejuicios de todo tipo que dificultan notablemente la gran aspiración de los jóvenes de diferenciarse de sus padres.
         Aunque la acción de la novela original se iniciaba en 1870 -la primera novela de la serie se publicó en 1908-, la adaptación de la serie sitúa la acción hacia 1896, casi 30 años más tarde, y acompaña a los personajes en una transición hacia la modernidad que se advierte no solo en la atención al feminismo que campea en las tres temporadas, sino también en aspectos básicos de la vida social como los coches, las motos, la educación, el poder ejercido no democráticamente -el capítulo dedicado a la reivindicación de la libertad de expresión- la homosexualidad, el acoso escolar, etc.
         Desconocedor de la existencia de las novelas originales que tienen a Ann with an e como personaje central, me chocó, cuando lo leí, el rechazo de quienes creen que la adaptación de Netflix es una traición total a la luminosidad, ingenuidad y naturalidad de la Ann original; que el hecho de representar sus oscuros y dolorosos antecedentes como niña de orfanato en el que sufrió toda clase de vejámenes y acosos, así como su fracaso en las familias de acogida que solo la querían como mano de obra barata, «destruía» el encanto del personaje. Desde mi desconocimiento, y como mero espectador, he de decir que esas secuencias de los malos tratos que recibe Ann, así como la dura vida en el orfanato, sometida al acoso de quienes la veían, por su imaginación y su capacidad lectora, como un bicho raro, lo que seria el «friqui» actual, me parecen uno de los grandes aciertos de la serie, porque vi a la personaje como una heroína superviviente de Dickens y como un personaje que hizo fortuna en la televisión única del franquismo como si fuera una premonición del inmediato derrumbamiento de este, porque la anarquía vital de Pippi representaba en 1974 un verdadero soplo de libertad y la esperanza que no todo, como amenazaban, estuviera «atado y bien atado».
         Dos hermanos solterones, que padecieron la muerte de su hermano mayor y la enfermedad y muerte de la madre, que no pudo ocuparse de ellos, lo cual los traumatizó, deciden adoptar a un niño del hospicio para que les ayude en las labores de la granja y acabe formando con ellos una «familia». Cuando Matthew va a buscarlo a la estación, descubre que el niño es, en realidad, contra sus deseos, una niña pelirroja y parlanchina -no para de hablar durante todo el largo trayecto frente al silencio total de él- que decide llevar a la granja de Avonlea, donde viven. A partir de la llegada a la granja, y la oposición frontal de la hermana, Marilla, a que se quede, se inicia la lucha de la niña por aprovechar esa oportunidad de «instalarse» en una familia que no la use como mano de obra.
         El carácter fantasioso y poético que ha desarrollado la protagonista como un refugio en el que evadirse de la despiada realidad que ha tenido que sufrir porque sus padres la «abandonaron», cree ella, en el hospicio, van de la mano con una madurez insólita propiciada por esa dura vida de la que hemos hablado. La locuacidad infatigable de la niña es, de buenas a primeras, insoportable, y su sincero entusiasmo por todo, especialmente por la naturaleza, que ella traduce al lenguaje de forma casi automática, puede parecer una pose exagerada, llevada hasta sus últimas consecuencias. Lo cierto es que el personaje del hermano no tarda en encariñarse con una criatura tan en las antípodas de él y su hermana y de cuantos conocidos tiene, aunque trato estrecho solo lo tienen con una vecina, antigua compañera de estudios de ambos.
         La localidad de Avonlea, rural, con granjas alejadas unas de otras y con una escuela para llegar a la cual se han de atravesar hermosos paisajes y bosques, es, para Ann, lo más parecido al paraíso que ha conocido, pero desde que comienza su andadura en ella irá advirtiendo que corre el riesgo, por su propio carácter, de convertirse en un ser marginal, extraño a la comunidad. Ser aceptada, primero por los hermanos Cuthbert, luego por su vecina más próxima, Dalila, y, finalmente, por el resto de la comunidad. La serie es, por lo tanto, la historia de la búsqueda de «un lugar en el mundo», algo que, como para todo el mundo es obvio, no es nada fácil, y menos si padeces hiperactividad imaginativa y el mundo evasivo de los sueños interfiere en el desarrollo de tus actos cotidianos: Cordelia, el nombre por el que quiere que Marilla la llame cuando se conocen, es algo así como la cifra mágica de la personalidad deseada, la eterna princesa con que todas las niñas del mundo anteriores a la irrupción del feminismo -¡y aun después!- han soñado ser alguna que otra vez. La serie es, por lo tanto, la historia del reconocimiento de ella misma, esa Ann with an e que aún es el vestigio de las evasiones que la protegieron: reencontrarse con su nombre, asumir su físico, el color de su pelo, su personalidad, su poder, su capacidad intelectual y la necesidad de ser amada por quien, desde la rivalidad -la competencia escolar en la habilidad para el spelling, la habilidad para deletrear, propia del inglés, y ajena al castellano, por supuesto-, no tarda en convertirse en el gran amor de su vida desde muy temprano, aunque esa línea narrativa tiene unos altibajos que dotan a la serie de una emoción añadida, si bien se suma a las muchas que los espectadores van a experimentar.
         A mí, particularmente, la evolución de los hermanos Cuthbert -encarnados por dos actores de talla ciclópea: Geraldine James y  R.H.Thomson me parece de lo mejorcito de la serie, porque el drama de su vida, las muertes del hermano mayor y de la madre, los ha conformado como dos seres volcados en el trabajo, silenciosos, huidizos e incluso huraños, que han renunciado, cada uno de ellos, a su propia vida, aun habiendo tenido la oportunidad de haberla tenido, y acaso feliz. El reencuentro con la vida intensa y profunda de los sentimientos en dos personajes como ellos está narrado con una delicadeza tan extraordinaria que no me cabe duda de que, para algunos espectadores, esa historia sea mucho más atractiva que la de la propia protagonista, cuyas cuitas infantiles y adolescentes nos pueden parece algo lejano ajeno o «excesivo», sobre todo porque la historia refleja unos planteamientos vitales aún más dependientes de la superstición que de la ciencia. De hecho, la serie se plantea, a través de la enseñanza, como el paso de la edad de la ignorancia a la del saber.
         En la medida en que las comunidades blancas que colonizan Canadá, donde transcurre la serie, en la isla Príncipe Eduardo -con unos paisajes de extraordinaria belleza-, responden al prototipo del europeo blanco religioso que considera inferiores a los nativos y los negros, por ejemplo, la serie nos ofrece no pocas «alteraciones» de la obra original que, a mi entender, lejos de ser «traiciones» al original, lo enriquecen notablemente, pues aportan una visión moderna de los conflictos raciales, magníficamente desarrollados, aunque con no poco espíritu ajeno realmente a la época que se describe. Pensemos en uno de los menos desarrollados, pero con un potencial narrativo magnífico: la relación de los habitantes de Avonlea con los nativos y el secuestro de sus hijos, por parte de las autoridades, para llevarlos a verdaderos «reformatorios» donde «suprimirles» por la vía de la coerción cualquier rastro de su condición de nativos A esos conflictos se sumarán otros, como el de la homosexualidad, estupendamente tratado a través de un personaje de inclinaciones artísticas, amigo de la protagonista, que sufre la persecución del profesor, aun compartiendo condición sexual con él, o precisamente por eso, y el específico y atrevido del lesbianismo de la tía rica de la amiga de la protagonista, que se permite vivir en una suerte de sociedad «de excepción» bien retratada en la serie a través de las dudas morales que crea en su sobrina nieta.
         Lo que está claro, desde el primer viaje de Ann hacia Avonlea, es que los sentimientos que nutren la serie, muchos y muy variados, son absolutamente genuinos. Sí que hay una suerte de discurso correcto políticamente que a veces, en algunas escenas y diálogos, chirría, pero no es lo habitual. La naturalidad, la espontaneidad y la congruencia de los caracteres descritos es la tónica dominante, y se agradece. No hay más que recordar, por ejemplo, la ansiedad de la protagonista por caerle bien a la nueva profesora, quien quiere que se sea, a toda costa, alma gemela suya, lo que dará pie a no pocas equivocaciones lamentables que la sumirán en el dolor y en el desconcierto. La lucha feminista, vista desde esa «encarnación», nos parece tan natural y necesaria como la situación social de la mujer en esos años finiseculares exigía. A ese respecto es muy significativo el acercamiento de Marilla a las mujeres «progresistas» cuya hipocresía, sin embargo, acabará por desengañarla, aunque acentuará en ella la reivindicación de su manera femenina de ver la realidad, en la línea, por supuesto, de su hija adoptiva, para la que cualquier barrera que separe a hombres y mujeres es una discriminación insufrible. De hecho, hasta la amiga vecina acabará sumándose a esa visión igualitaria.
         Las series son una reinvención maléfica de los folletines que se inventó en su día Eugène  Sue, y tienen un poder adictivo, cuando están bien hechos, del que resulta difícil liberarse. Tengo por costumbre no ver ninguna que no esté definitivamente acabada. La presente, Anne with an e, está totalmente inacabada, pero el desacuerdo entre la televisión canadiense y Netflix que la hacía posible ha hecho imposible que se continuara. Una lástima. Material para un par de temporadas más lo había, y el casting estaba tan bien seleccionado que bien puede decirse de él que habían logrado una suerte de «estado de gracia» que no suele ser lo habitual.
         De cuantas amistades sé que la han visto, solo he recibido una admiración sólida hacia la serie, lo cual, dada la extraversión nerviosa y locuacidad hiperdesarrollada de la protagonista, no parece invitar, de entrada, a ese reconocimiento. Solo cuando sabemos la tragedia que se esconde tras la evasión modernista por los reinos de hadas y las intensas historias románticas, acabamos adoptando el punto de vista de Matthew Cuthbert y nos rendimos a ella incondicionalmente.

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