El sueño de
trabajar para uno mismo pasado por el tamiz de la pobreza y las pasiones
humanas… Una descendiente gloriosa de Las
uvas de la ira, de Ford…
Título original: The
Southerner
Año: 1945
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir, Hugo
Butler (Novela: George Sessions Perry)
Música: Werner Janssen
Fotografía: Lucien N.
Andriot (B&W)
Reparto: Zachary Scott,
Betty Field, J. Carrol Naish, Beulah Bondi, Percy Kilbride, Charles Kemper,
Blanche Yurka, Norman Lloyd, Estelle Taylor, Paul Harvey, Noreen Nash, Jack
Norworth.
A veces, más
allá de las películas mudas, me atrevo a ponerme una película hablada en la
cinta de correr del gimnasio. Esta de Jean Renoir, perteneciente a su “ciclo usamericano”,
rodada con actores no especialmente famosos y casi toda ella en exteriores, a
diferencia de los rodajes en estudio, que todo lo facilitan, me sorprendió,
desde el título, que suena a western, y desde mi ignorancia sobre ella, aunque
mi ignorancia sobre las películas de mérito que se han rodado es más vasta que
la que suelo exhibir a diario sobre otras tantas disciplinas. A posteriori me
he enterado de que fue León de oro en la Mostra de Venecia, y méritos no le
faltan para ello, por supuesto.
Cinco años
antes, John Ford había rodado un clásico de los verdaderamente inmortales, Las
uvas de la ira, sobre los trágicos efectos del crack bursátil del 29
y la consiguiente Depresión que asoló Usamérica. En la de Renoir hemos de sustituir
las uvas por el algodón, cultivado en los territorios del sur del país, para percatarnos
de que, más allá de la deprimente época histórica descrita, que es contexto de
la aventura de los personajes, la película nos narra la aventura individual de
un emprendedor que, insatisfecho con su trabajo de peón recolector de algodón,
decide, tras la muerte de su tío en una jornada de trabajo, arrendar unos
terrenos y lanzarse él a la aventura de convertirse en amo de sí mismo. Lo que
ignora, claro está, es que la aventura deviene una «odisea», literalmente,
porque es difícil levantar una plantación desde la nada, en unas tierras que
tienen más de dunas de desierto que de tierras fértiles e instalándose en un
casa en ruinas que requiere mil y un remiendos para parecerse a un hogar.
La suerte
inmensa del personaje es que su mujer, también recolectora como él, deviene no
tanto una ayuda como el sostén imprescindible para que el matrimonio, con dos
hijos y una suegra, pueda salir adelante en dicha aventura, aunque los extremos
de miseria en que viven le hagan pensar al espectador que es poco menos
imposible. El planteamiento, muy cercano al neorrealismo, y plenamente hiperrealista,
nos va a ofrecer una experiencia de la naturaleza y de la consecución de
recursos que nos va a sumergir en una atmósfera de austeridad muy próxima a la
de los primeros colonos del far west, unas condiciones de trabajo
miserables, una escasez total de recursos y, sobre todas las cosas, el empeño
en ser «dueños» de su propia tierra y de sus frutos, amén de poder negociar un
precio del producto, el algodón en su caso, que les permita saldar las deudas y
ganar algo para la próxima cosecha. Es muy interesante el estudio psicológico
de los diferentes personajes y especialmente la rivalidad con el granjero
vecino a quien se dirige para buscar una solidaridad inicial que se convierte
en una enemistas realmente inexplicable, excepto cuando se sabe que el otro es,
hasta cierto punto, un «perdedor» que ve en el recién llegado, con su juventud y
su poderío físico, una amenaza para su propia explotación. Esa rivalidad va a
permitir algunas de las secuencias memorables de la película, sobre todo aquella
en la que el vecino le niega un poco de leche sobrante de sus vacas para poder «curar»
de la «fiebre de primavera», la pelagra, por falta de leche y de vegetales
frescos, a su hijo menor, porque, ese duro invierno no se habían alimentado
sino de carne de caza y miel… La preparación del pienso para los cerdos con la
leche recién ordeñada es de una crueldad extrema, como la del hermano retrasado
mental que impide que la hija del vecino le dé un pequeño recipiente al
necesitado padre. La imagen de la madre, desesperada, derrumbándose de dolor en los bancales polvorientos es estremecedora...
Cine social, en
efecto, y de la mejor calidad. Los planos seleccionados del autor siempre nos
permiten ver la realidad desde el encuadre adecuado para resaltar las
penalidades que han de atravesar, aunque también los momentos de verdadera
ilusión y satisfacción por la obra bien hecha. Es difícil no sentirse parte de
los ciclos de la naturaleza que tan magistralmente están descritos en la película.
La tentación de ir a trabajar a una fábrica, por invitación de un amigo, con
quien tiene una brillante secuencia en el bar de la localidad, casi propia del
cine mudo, dada la índole de la escena; esa tentación, digo, cuando llega el
momento del derrumbamiento y no puede conseguir el dinero para comprar lo que
el hijo necesita para sobrevivir, es un motivo dinámico poderoso que lleva al
protagonista a endeudarse, alquilando una vaca, para poder ayudar a su hijo. No
somos conscientes, en esta sociedad del bienestar, lo que representaba, en
aquellos duros años, la ausencia de dinero real del que disponer, porque, desde
la miseria total y solo ofreciendo como aval bancario la fuerza propia de
trabajo era imposible conseguir un préstamo, y de ahí le vienen no pocos males
a nuestros héroes de la supervivencia.
Si a esos males
añadimos la espectacular tormenta que arruina la cosecha, justo cuando están a
punto de recogerla, que se materializa en planos absolutamente inolvidables,
del mismo modo que la aventura de rescatar la vaca de la crecida del río o la
salvación del amigo, expuesto a ser arrastrado por la corriente y sepultado por
las aguas, tendremos, entonces, una visión clara de por qué el enfrentamiento
entre los dos vecinos está a punto de devenir una tragedia. ¿Por qué no lo
hace? Eso se lo dejo ya a los espectadores de esta obra contundente, lírica y
realista, exaltadora del self made man y la self made woman, porque en esa
unidad familiar tanto monta monta tanto. La sabiduría narrativa de Renoir no
deja nunca de lado los excelentes momentos de diversión genuina que nos deparan
personajes como la suegra o el dueño del almacén que acaba casándose con la
otra suegra de la pareja protagonista, una boda en la que la relación de los
personajes con el alcohol tiene auténticos tintes fordianos.
No creo que a
nadie deje indiferente la solidez con que Renoir sabe armar un drama, lleno de
naturalidad y, en este caso, de agreste e indómita naturaleza.
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