lunes, 28 de septiembre de 2020

«María Estuardo», de John Ford o la magnificencia.

Una soberbia puesta en escena para una obra de interiores sobre la intimidad de la realeza, sus exigencias y el amor prohibido…

Título original: Mary of Scotland

Año: 1936

Duración: 123 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Dudley Nichols (Obra: Maxwell Anderson)

Música: Max Steiner

Fotografía: Joseph H. August (B&W)

Reparto: Katharine Hepburn, Fredric March, Florence Eldridge, Douglas Walton, John Carradine, Robert Barrat, Gavin Muir, Ian Keith, Moroni Olsen, William Stack, Ralph Forbes, Alan Mowbray, Frieda Inescort, Donald Crisp, David Torrence, Molly Lamont, Anita Colby, Jean Fenwick.

 

         Sorprendente película del género histórico a cargo de John Ford: María Estuardo, la historia de una mujer desdichada que fue reina consorte de Francia, en el exilio, posteriormente reina de Escocia, en lucha contra los nobles escoceses que no admitían la pérdida de su poder e influencia en los asuntos del reino, y, finalmente, destronada y encarcelada por su rival, Isabel I de Inglaterra, a quien, tras haber muerto sin descendencia, sucedió su hijo Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra. María fue juzgada y acusada de intentar asesinar a Isabel I, sinrazón por la cual fue decapitada. Un género en el que resulta extraño contabilizar a John Ford y quien, sin embargo, no solo da la talla, sino que consigue algunas secuencias antológicas, amén de sacar de los intérpretes unas actuaciones vigorosas.

         Con una inequívoca base teatral, muy pocas tomas de exteriores y algún rudimentario efecto espacial, como la voladura del castillo donde se aloja el rey consorte de María, Enrique Estuardo, quien muere en ella. Acusada de la muerte de su marido, por su amor al noble Bothwell, con quien se acabaría casando, la impopularidad de María se extendió por el reino. No olvidemos, además, que uno de los principales conflictos que supuso el regreso de María al trono fue su condición de católica en un reino en el que el protestantismo había desterrado casi definitivamente al catolicismo.

         Con no pocas licencias poéticas que buscan huir de la complejidad de las relaciones de poder acreditadas históricamente, la película arranca desde el regreso en barco de María a Escocia y su presencia en el castillo donde su hermano y los nobles se han repartido el poder en su ausencia. La presencia de una reina inesperada interfiere gravemente en sus planes, si bien no tardan en tratar de maniobrar para conducirla por la vereda por la que ellos quieren, como sucede con la insistencia en que se ha de casar y alumbrar un heredero para el trono. Antes de seguir, afirmemos la extraordinaria actuación tanto de Khatharine Hepburn como de Fredric March en su papel de noble enamorado romántico que sabe anteponer a su amor las conveniencias de la condición real de su enamorada.

         El mundo de las intrigas palaciegas, que no acaban con su matrimonio con un primo hermano, Lord Darnley, de quien tiene un hijo, Jacobo, quien devendrá, con el tiempo, Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra; sino todo lo contrario, nos plantan ante una película con voluntad de “serie” mucho antes de que tal concepto se hiciera dominante o de remitirse a las producciones clásicas del cine mudo como el Napoleón, de Abel Gance o Intolerancia, de Griffith. Si aludo a las series es porque este mundo de las intrigas palaciegas, de las luchas cortesanas, de los amores de conveniencia y los idealizados está muy cerca de aquella joya que fue Yo, Claudio, sobre las novelas de Robert Graves.

         La peripecia de María está contemplada aquí desde su fidelidad a su sangre real y a sus derechos monárquicos irrenunciables, por un lado, y a su conflicto amoroso entre sus obligaciones y su devoción. Escena tras escena la observamos, en un mundo de hombres ambiciosos y sin escrúpulos, defender su corona, renunciando, con una abnegación solo reconocible en el compromiso de los monarcas con su alta misión, a su amor por Bothwell, con quien  acaba casándose, lo que provoca una revuelta de los nobles que determinará su salida del trono y la entronización de su hijo, de quien acabará siendo regente su hermano, es decir, volviendo a la situación original anterior a su regreso a Escocia. Su refugio es un compositor de origen italiano que le sirve de consuelo y como confidente, un magnífico papel interpretado por John Carradine.

         Fílmicamente, se saca mucho partido de la sobria pero majestuosa puesta en escena, pero hay un pequeño detalle de «autor» en esta película que muestra bien a las claras quién estaba al mando del proyecto. Así que María acaba aceptando a Lord Darnley como esposo, este quiere que ella selle el compromiso besándolo. En ese tira y afloja, de repente, una sombra crece sobre la pareja, desde el suelo hasta la altura de los ojos, de modo y manera que solo la mitad de la cabeza, de ojos para arriba resulta iluminada, por lo que queda ensombrecido, ¡en realidad oculto”, el solemne beso del compromiso.

Más tarde, hacia el final de la película, volvemos a encontrarnos con una escena, la del juicio de María, que parece prefigurar lo que será, muchos años después, El proceso de Welles. La puesta en escena de un tribunal que roza el techo de la sala frente a una reina diminuta a sus pies y junto a un trono donde se sienta «simbólicamente» Isabel I de Inglaterra consigue crear un espacio onírico, distorsionado, impactante; del mismo modo que la ascensión por la escalera que la lleva al poyete donde se extinguirán sus días, en un picado vertiginoso consigue todo el efecto de verla ascender hacia la gloria, en vez de hacia el martirio. Recordemos que incluso Stefan Zweig le reconoce a María Estuardo un halo de santidad que comparten muchos de quienes han visto en ella, realmente, una reina mártir.

         La película es larga, y en algunos momentos farragosa, por las relaciones de poder que se establecen entre los diferentes nobles y por la rivalidad con Isabel I, Florence Eldridge, la esposa entonces de Fredric March, por cierto, quien cumple con creces tan difícil papel. Y estoy convencido de que debió de ser una de las películas favoritas de Manuel Fraga, porque cada aparición de Bothwell va precedida por una banda de gaiteros que lo anuncia, y lo hacen a menudo en la película. De hecho, esa irrupción de los gaiteros viene a sustituir, casi metafóricamente, las luchas que en ningún momento aparecen en la película, y que acaso le hubieran gustado más a Ford que los enredos dinásticos de la protagonista, a cuyo servicio, sin embargo, pone sus cámaras para sacarla esplendorosa, especialmente con el peinado corto rizado que le añade los años que la extrema juventud e Hepburn necesitaban hacia el final de la película, tras casi veinte años de cautiverio, antes de ser decapitada. Me tomo la libertad de arruinar el final porque es de dominio común su desgraciado final, por supuesto.

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