Una soberbia puesta en escena para una obra de interiores sobre la intimidad de la realeza, sus exigencias y el amor prohibido…
Título original: Mary of
Scotland
Año: 1936
Duración: 123 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols (Obra:
Maxwell Anderson)
Música: Max Steiner
Fotografía: Joseph H. August
(B&W)
Reparto: Katharine Hepburn,
Fredric March, Florence Eldridge, Douglas Walton, John Carradine, Robert
Barrat, Gavin Muir, Ian Keith, Moroni Olsen, William Stack, Ralph Forbes, Alan
Mowbray, Frieda Inescort, Donald Crisp, David Torrence, Molly Lamont, Anita
Colby, Jean Fenwick.
Sorprendente
película del género histórico a cargo de John Ford: María Estuardo,
la historia de una mujer desdichada que fue reina consorte de Francia, en el
exilio, posteriormente reina de Escocia, en lucha contra los nobles escoceses
que no admitían la pérdida de su poder e influencia en los asuntos del reino,
y, finalmente, destronada y encarcelada por su rival, Isabel I de Inglaterra, a
quien, tras haber muerto sin descendencia, sucedió su hijo Jacobo VI de Escocia
y I de Inglaterra. María fue juzgada y acusada de intentar asesinar a Isabel I,
sinrazón por la cual fue decapitada. Un género en el que resulta extraño contabilizar a John Ford y quien, sin embargo, no solo da la talla, sino que consigue algunas secuencias antológicas, amén de sacar de los intérpretes unas actuaciones vigorosas.
Con una inequívoca
base teatral, muy pocas tomas de exteriores y algún rudimentario efecto
espacial, como la voladura del castillo donde se aloja el rey consorte de
María, Enrique Estuardo, quien muere en ella. Acusada de la muerte de su
marido, por su amor al noble Bothwell, con quien se acabaría casando, la
impopularidad de María se extendió por el reino. No olvidemos, además, que uno
de los principales conflictos que supuso el regreso de María al trono fue su
condición de católica en un reino en el que el protestantismo había desterrado
casi definitivamente al catolicismo.
Con no pocas
licencias poéticas que buscan huir de la complejidad de las relaciones de poder
acreditadas históricamente, la película arranca desde el regreso en barco de
María a Escocia y su presencia en el castillo donde su hermano y los nobles se
han repartido el poder en su ausencia. La presencia de una reina inesperada
interfiere gravemente en sus planes, si bien no tardan en tratar de maniobrar
para conducirla por la vereda por la que ellos quieren, como sucede con la
insistencia en que se ha de casar y alumbrar un heredero para el trono. Antes
de seguir, afirmemos la extraordinaria actuación tanto de Khatharine Hepburn
como de Fredric March en su papel de noble enamorado romántico que sabe anteponer
a su amor las conveniencias de la condición real de su enamorada.
El mundo de las
intrigas palaciegas, que no acaban con su matrimonio con un primo hermano, Lord
Darnley, de quien tiene un hijo, Jacobo, quien devendrá, con el tiempo, Jacobo
VI de Escocia y I de Inglaterra; sino todo lo contrario, nos plantan ante una película
con voluntad de “serie” mucho antes de que tal concepto se hiciera dominante o de
remitirse a las producciones clásicas del cine mudo como el Napoleón, de
Abel Gance o Intolerancia, de Griffith. Si aludo a las series es porque
este mundo de las intrigas palaciegas, de las luchas cortesanas, de los amores
de conveniencia y los idealizados está muy cerca de aquella joya que fue Yo,
Claudio, sobre las novelas de Robert Graves.
La peripecia de
María está contemplada aquí desde su fidelidad a su sangre real y a sus
derechos monárquicos irrenunciables, por un lado, y a su conflicto amoroso
entre sus obligaciones y su devoción. Escena tras escena la observamos, en un
mundo de hombres ambiciosos y sin escrúpulos, defender su corona, renunciando,
con una abnegación solo reconocible en el compromiso de los monarcas con su alta
misión, a su amor por Bothwell, con quien
acaba casándose, lo que provoca una revuelta de los nobles que
determinará su salida del trono y la entronización de su hijo, de quien acabará
siendo regente su hermano, es decir, volviendo a la situación original anterior
a su regreso a Escocia. Su refugio es un compositor de origen italiano que le sirve de consuelo y como confidente, un magnífico papel interpretado por John Carradine.
Fílmicamente,
se saca mucho partido de la sobria pero majestuosa puesta en escena, pero hay
un pequeño detalle de «autor» en esta película que muestra bien a las claras
quién estaba al mando del proyecto. Así que María acaba aceptando a Lord
Darnley como esposo, este quiere que ella selle el compromiso besándolo. En ese
tira y afloja, de repente, una sombra crece sobre la pareja, desde el suelo
hasta la altura de los ojos, de modo y manera que solo la mitad de la cabeza,
de ojos para arriba resulta iluminada, por lo que queda ensombrecido, ¡en
realidad oculto”, el solemne beso del compromiso.
Más tarde, hacia el final de la película, volvemos a
encontrarnos con una escena, la del juicio de María, que parece prefigurar lo
que será, muchos años después, El proceso de Welles. La puesta en escena
de un tribunal que roza el techo de la sala frente a una reina diminuta a sus
pies y junto a un trono donde se sienta «simbólicamente» Isabel I de Inglaterra
consigue crear un espacio onírico, distorsionado, impactante; del mismo modo
que la ascensión por la escalera que la lleva al poyete donde se extinguirán sus
días, en un picado vertiginoso consigue todo el efecto de verla ascender hacia
la gloria, en vez de hacia el martirio. Recordemos que incluso Stefan Zweig le
reconoce a María Estuardo un halo de santidad que comparten muchos de quienes
han visto en ella, realmente, una reina mártir.
La película es
larga, y en algunos momentos farragosa, por las relaciones de poder que se
establecen entre los diferentes nobles y por la rivalidad con Isabel I, Florence
Eldridge, la esposa entonces de Fredric March, por cierto, quien cumple con
creces tan difícil papel. Y estoy convencido de que debió de ser una de las películas
favoritas de Manuel Fraga, porque cada aparición de Bothwell va precedida por
una banda de gaiteros que lo anuncia, y lo hacen a menudo en la película. De
hecho, esa irrupción de los gaiteros viene a sustituir, casi metafóricamente,
las luchas que en ningún momento aparecen en la película, y que acaso le
hubieran gustado más a Ford que los enredos dinásticos de la protagonista, a
cuyo servicio, sin embargo, pone sus cámaras para sacarla esplendorosa,
especialmente con el peinado corto rizado que le añade los años que la extrema juventud
e Hepburn necesitaban hacia el final de la película, tras casi veinte años de
cautiverio, antes de ser decapitada. Me tomo la libertad de arruinar el final
porque es de dominio común su desgraciado final, por supuesto.
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