jueves, 17 de septiembre de 2020

«Dr. Bull», de John Ford, o la excelsa virtud del altruismo y las convicciones científicas contra la ignorancia popular..

La magia costumbrista de Ford en una fábula sobre las pequeñas comunidades y las grandezas y miserias que en ellas se cobijan: Los pros y los contras de las medidas profilácticas para luchar contra una epidemia de tifus…

 

Título original: Doctor Bull

Año: 1933

Duración: 77 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Paul Green, Philip Klein, Jane Storm (Novela: James Gould Cozzens)

Música: Samuel Kaylin

Fotografía: George Schneiderman (B&W)

Reparto: Will Rogers, Vera Allen, Marian Nixon, Howard Lally, Berton Churchill, Louise Dresser, Andy Devine, Rochelle Hudson, Tempe Pigott, Elizabeth Patterson, Nora Cecil, Ralph Morgan, Patsy O'Byrne, Veda Buckland, Effie Ellsler.

 

         Después de una exitosa El doctor Arrowsnith, a pesar de su serio problema de casting, porque Ronald Colman era demasiado mayor para estar en la universidad, a punto de ser abuelo…, de ahí que aparezca de espaldas en la primera secuencia en la que se le ve como estudiante que quiere optar por la investigación, Ford rodaría dos años después otra película sobre un doctor, el Dr. Bull, muy distinta de la anterior, que estaba basada en la exitosa novela de Sinclair Lewis, el primer Nobel de literatura usamericano. Mientras en la primera Ford hubo de amoldarse a un proyecto de la productora, diseñado con todo mimo para convertir la reputada obra de Lewis en un éxito popular; en la segunda, el Dr. Bull, Ford debió de trabajar totalmente a sus anchas, sin sentirse cosntreñido ni por el estudio ni por las exigencias comerciales. Y se nota. A mí, particularmente, la segunda me gusta más, porque está dentro de ese género de comedia costumbrista amable, sin estridencias dramáticas, que Ford rodaba con una naturalidad envidiable.

         El protagonista es Will Rogers, con quien rodaría otras dos películas más, Barco a la deriva y El juez Priest, las dos tan estupendas como la presente, un prodigio de naturalidad interpretativa en la línea de nuestro inmortal Pepe Isbert y sobre quien recae todo el peso de la película, que sostiene con una profesionalidad magnífica y una convicción que le otorga a la película una dosis de realismo extraordinaria.

         La película es circular, comienza con la llegada del tren, cuya saca de correo es lanzada al andén para que la encargada lo recoja y se lo lleve a la oficina que comparte con la telefonista que maneja la centralita del pueblo. Justo allí conocemos a una protagonista indirecta, una comadre del pueblo abonada a la moral victoriana y a los chismes sobre cualquier alma viviente y, especialmente, sobre el doctor Bull, que suele visitar a horas poco decorosas a una viuda con quien comparte amistad y algo más que nunca acaba de declararle. El marido de la telefonista está enfermo en cama, aquejado de una extraña parálisis para la que el Dr. no deja de buscar una explicación y, sobre todo un remedio.

         El personaje del Doc, como núcleo de una comunidad, la persona «sin horas», «abierta» las veinticuatro del día para cualquier emergencia, como el nacimiento que ha de atender y que es una secuencia robada a El doctor Arrowsmith, con el único cambio de que en la primera se trata del primer hijo del inmigrante italiano y en la segunda, es el sexto o el séptimo, una suerte de guiño a los espectadores de la primera película; ese personaje es, además, una suerte de cúmulo de virtudes que lo convierten en un hombre comunitario, sin vida personal más allá de su abnegación en la tarea de velar por la salud de sus vecinos, de sus conciudadanos.

         Cuando estalla una epidemia de fiebre tifoidea, lo que confirma un laboratorio adonde ha llevado una muestra para que sea analizada, ha de enfrentarse a la indignación del pueblo, por las medidas profilácticas que adopta para luchar contra la misma: la vacuna de los niños en la escuela y el aislamiento de la población, amén de la implantación de severas medidas higiénicas. Todo ello, además de la «indignación moral» de las beatas oficiales del lugar y sus pusilánimes maridos, se resolverá en una asamblea ciudadana en la que se acuerda prescindir de los servicios del Dr. lo que este acoge con la altivez y la satisfacción de quien se siente liberado de un serio compromiso que había cumplido escrupulosamente sin haberlo formado: dedicar su vida a las de los demás. La defensa pública de la viuda…     Me callo, hagan cábalas…, que acertarán.

         Si hablamos de un «toque Lubitsch» para la comedia, no sé por qué diablos no hacemos lo mismo para este tipo de comedias sentimentales de Ford, que han sido modelo inequívoco para las de Frank Capra: pocos directores tan capacitados para cogerle el puso a la vida de las pequeñas comunidades como John Ford, a través de personajes a los que extrae toda la vida auténtica posible sin que caigan en el prototipo o la caricatura. El cierre circular de la película incluye el cierre de una línea argumental que ha ido subrayando el tono de comedia desde el principio, a cargo de un «característico», Andy Devine, a quien los buenos aficionados a Ford identifican de inmediato con la gran obra maestra del director: La diligencia.

         Bucear en la obra completa de un autor capital en la Historia del Cine tiene a veces recompensas tan espectaculares como la genial sencillez de una historia que Ford nos contará una y mil veces consiguiendo siempre un brillantísimo resultado: y ahí está El sol siempre brilla en Kentucky para recordárnoslo… ¡Otro placer más! Y van…

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