La magia costumbrista de Ford en una fábula sobre las pequeñas comunidades y las grandezas y miserias que en ellas se cobijan: Los pros y los contras de las medidas profilácticas para luchar contra una epidemia de tifus…
Título original: Doctor Bull
Año: 1933
Duración: 77 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Paul Green, Philip
Klein, Jane Storm (Novela: James Gould Cozzens)
Música: Samuel Kaylin
Fotografía: George
Schneiderman (B&W)
Reparto: Will Rogers, Vera
Allen, Marian Nixon, Howard Lally, Berton Churchill, Louise Dresser, Andy
Devine, Rochelle Hudson, Tempe Pigott, Elizabeth Patterson, Nora Cecil, Ralph
Morgan, Patsy O'Byrne, Veda Buckland, Effie Ellsler.
Después de una
exitosa El doctor Arrowsnith, a pesar de su serio problema de casting,
porque Ronald Colman era demasiado mayor para estar en la universidad, a punto
de ser abuelo…, de ahí que aparezca de espaldas en la primera secuencia en la
que se le ve como estudiante que quiere optar por la investigación, Ford
rodaría dos años después otra película sobre un doctor, el Dr. Bull, muy
distinta de la anterior, que estaba basada en la exitosa novela de Sinclair Lewis,
el primer Nobel de literatura usamericano. Mientras en la primera Ford hubo de
amoldarse a un proyecto de la productora, diseñado con todo mimo para convertir
la reputada obra de Lewis en un éxito popular; en la segunda, el Dr. Bull,
Ford debió de trabajar totalmente a sus anchas, sin sentirse cosntreñido ni por
el estudio ni por las exigencias comerciales. Y se nota. A mí, particularmente,
la segunda me gusta más, porque está dentro de ese género de comedia
costumbrista amable, sin estridencias dramáticas, que Ford rodaba con una
naturalidad envidiable.
El protagonista
es Will Rogers, con quien rodaría otras dos películas más, Barco a la deriva
y El juez Priest, las dos tan estupendas como la presente, un prodigio
de naturalidad interpretativa en la línea de nuestro inmortal Pepe Isbert y
sobre quien recae todo el peso de la película, que sostiene con una profesionalidad
magnífica y una convicción que le otorga a la película una dosis de realismo
extraordinaria.
La película es
circular, comienza con la llegada del tren, cuya saca de correo es lanzada al
andén para que la encargada lo recoja y se lo lleve a la oficina que comparte
con la telefonista que maneja la centralita del pueblo. Justo allí conocemos a
una protagonista indirecta, una comadre del pueblo abonada a la moral
victoriana y a los chismes sobre cualquier alma viviente y, especialmente,
sobre el doctor Bull, que suele visitar a horas poco decorosas a una viuda con
quien comparte amistad y algo más que nunca acaba de declararle. El marido de
la telefonista está enfermo en cama, aquejado de una extraña parálisis para la
que el Dr. no deja de buscar una explicación y, sobre todo un remedio.
El personaje
del Doc, como núcleo de una comunidad, la persona «sin horas», «abierta» las
veinticuatro del día para cualquier emergencia, como el nacimiento que ha de
atender y que es una secuencia robada a El doctor Arrowsmith, con el
único cambio de que en la primera se trata del primer hijo del inmigrante
italiano y en la segunda, es el sexto o el séptimo, una suerte de guiño a los
espectadores de la primera película; ese personaje es, además, una suerte de
cúmulo de virtudes que lo convierten en un hombre comunitario, sin vida
personal más allá de su abnegación en la tarea de velar por la salud de sus
vecinos, de sus conciudadanos.
Cuando estalla
una epidemia de fiebre tifoidea, lo que confirma un laboratorio adonde ha llevado
una muestra para que sea analizada, ha de enfrentarse a la indignación del
pueblo, por las medidas profilácticas que adopta para luchar contra la misma:
la vacuna de los niños en la escuela y el aislamiento de la población, amén de la
implantación de severas medidas higiénicas. Todo ello, además de la «indignación
moral» de las beatas oficiales del lugar y sus pusilánimes maridos, se resolverá
en una asamblea ciudadana en la que se acuerda prescindir de los servicios del
Dr. lo que este acoge con la altivez y la satisfacción de quien se siente
liberado de un serio compromiso que había cumplido escrupulosamente sin haberlo
formado: dedicar su vida a las de los demás. La defensa pública de la viuda… Me callo, hagan cábalas…, que acertarán.
Si hablamos de
un «toque Lubitsch» para la comedia, no sé por qué diablos no hacemos lo mismo
para este tipo de comedias sentimentales de Ford, que han sido modelo inequívoco
para las de Frank Capra: pocos directores tan capacitados para cogerle el puso
a la vida de las pequeñas comunidades como John Ford, a través de personajes a
los que extrae toda la vida auténtica posible sin que caigan en el prototipo o
la caricatura. El cierre circular de la película incluye el cierre de una línea
argumental que ha ido subrayando el tono de comedia desde el principio, a cargo
de un «característico», Andy Devine, a quien los buenos aficionados a Ford
identifican de inmediato con la gran obra maestra del director: La
diligencia.
Bucear en la
obra completa de un autor capital en la Historia del Cine tiene a veces
recompensas tan espectaculares como la genial sencillez de una historia que
Ford nos contará una y mil veces consiguiendo siempre un brillantísimo
resultado: y ahí está El sol siempre brilla en Kentucky para
recordárnoslo… ¡Otro placer más! Y van…
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