El intimismo
impactante de la desfiguración: entre El hombre elefante y La bella y la bestia: la poética de la devastadora diferencia traumática.
Título original: Dirty God
Año: 2019
Duración: 104 min.
País: Países Bajos (Holanda)
Dirección: Sacha Polak
Guion: Susie Farrell, Sacha
Polak
Música: Rutger Reinders
Fotografía: Ruben Impens
Reparto: Vicky Knight,
Katherine Kelly, Rebecca Stone, Bluey Robinson, Dana Marienci, Eliza
Brady-Girard.
El arranque de
la película, cómo van apareciendo las cicatrices que desfiguran parcialmente el
rostro y el cuerpo de la protagonista de la película, ya nos indica que vamos a
ver una realidad cruda, muy dura y difícil de soportar como “espectáculo” que
en modo alguno es, aunque tampoco sea un documental, por supuesto, sino una
película de ficción en la que una joven madre ha sido atacada por su pareja con
ácido, lo que la ha desfigurado. Salir del hospital con el trauma de verte en
el espejo como la protagonista de una película de horror, mientras los médicos
te dicen que las operaciones que te han practicado han sido todo un éxito,
augura un futuro inmediato plagado de tensiones, hundimientos y
desesperaciones. Si añadimos a la situación el rechazo que manifiesta su hija
pequeña, incapaz de reconocerla como su «mami», podemos empezar a pensar que la
película será un vía crucis hacia la depresión o el suicidio.
La joven pertenece
a una familia que vive en un barrio desfavorecido de Londres, es una
adolescente amiga de las fiestas y alejada de la educación como vía de ascenso social.
De hecho, el único trabajo que encuentra es como operadora telefónica y no
tardará en tener problemas a los que solo sabrá responder a través de la
violencia, de la agresividad; en parte, como vía de manifestación de los
sentimientos negativos que le ha deparado la violencia sufrida a manos de su ex;
en parte, porque en el mundo de relaciones primitivas en que transcurre su
vida, la agresividad sustituye a la palabra y al razonamiento.
La película,
con todo, es una película intimista que nos muestra el modo como le cambia la
vida a una joven desfigurada por el ácido, como las muchas jóvenes que en los países
islámicos son atacadas así por sus parejas despechadas, celosas o simplemente
dominantes, tal y como nos mostró una de las exposiciones fotográficas más duras
que haya visto jamás. Las quemaduras funcionan, en realidad, como una metáfora
de la «otredad», del diferente, del extraño, con quien se establece una relación
de escarnio como reacción defensiva frente a lo que se teme, sin saber siquiera
por qué. Sentirse «un bicho raro», a pesar de la hermosa risa que aparece
alguna vez en la boca de la protagonista, lleva a esta a querer «protegerse» del
medio hostil en que ha de moverse, lo que la lleva, en una divertida escena, a
pesar de los pesares, a vestirse con un remedo de burka, de modo que pase
desapercibida su desgracia. El susto que se lleva la madre al verla así al
entrar en casa corona el gag.
La
protagonista, Vicky Knight, sufrió quemaduras en el 33% de su cuerpo a causa de
un incendio intencionado en su vivienda, a consecuencia del cual murieron tres
personas. Ello significa que las quemaduras del cuerpo no son producto del
maquillaje, sino quemaduras reales. A pesar de la vergüenza que confesó haber
sentido al verse filmada, fue tal el impacto visual que le produjo el lirismo
con que están filmadas las mismas, que confiesa que acabó sintiéndose orgullosa
de ellas. Las del rostro sí que son una verdadera joya de las técnicas de
maquillaje.
La desesperación
de la joven la lleva a forjar la idea de que ha de encontrar el cirujano que
sea capaz de revertir esas cicatrices y devolverle el esplendor de la belleza
que una vez tuvo. Deviene una obsesión y, al final, acaba contactando con una
clínica en Marruecos donde, supuestamente, le garantizan el éxito de dicha
operación. Tras robarle el dinero a su madre, ¡todo su dinero!, decide
emprender un viaje a Marruecos en compañía de su mejor amiga y el novio de
este, pero hasta ahí puedo y debo llegar.
La directora, a
la que podríamos encuadrar en ese cine heredero del realismo social(ista) de
Ken Loach, no pretende, sin embargo, poner el acento en la circunstancia social
de su personaje, sino en la durísima vivencia psicológica que supone haber de
vivir con esa desfiguración, con la inmensa rabia de haber sido atacada y
destrozada por la persona con quien tuvo un hijo, y estar dispuesta a «soportar»
la marginación, cuando no el insulto o, en el mejor de los casos, la
indiferencia, como ocurre con el galán al que invitan para salir con su amiga y
su pareja. Una escena, con la despedida de él en el metro, sin siquiera
volverse para mirarla, que nos llena de congoja y nos permite comprender el
trauma descomunal que está viviendo la joven.
Como
espectadores de tan dura realidad, está claro que lo que, al menos a mí, más me
ha hecho sufrir más es la contemplación de las limitaciones intelectuales de la
joven, su incapacidad para buscar otras vías de salida que no sean repetir la
misma vida que llevaba antes y en la que le cuesta horrores encontrar su propio
sitio. El conato de acercamiento afectivo y sexual con el novio de su mejor
amiga es uno de esos momentos culminantes de la película, rodado, además, con
una exquisitez brillante. ¡Cómo vamos a extrañarnos de que a la propia actriz
le haya parecido incluso bellas sus cicatrices! Porque eso sí que lo tiene la
película: la contemplación asidua durante todo el metraje de las cicatrices de
la actriz nos acaban «familiarizando» con ellas y nos parece que, en efecto, la
operación salió bien y está en condiciones de empezar una nueva vida, porque
siempre habrá alguien cuya caricia las recorra no con la compasión, sino con el
deseo.
Dura, muy dura,
la película; pero valiente y hermosa.
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