«Sin mañana»,
la traducción literal del título, Sans lendemain, ilustra bien el
trágico desgarro de la mujer atrapada en el pasado y en el presente: un
melodrama narrado con extraordinaria delicadeza.
Título original: Sans
lendemain
Año: 1940
Duración: 82 min.
País: Francia
Dirección: Max Ophüls
Guion: Curt Alexander,
André-Paul Antoine, Hans Jacoby, Jean Jacot, Max Colpet, Max Ophüls, Hans
Wilhelm
Música: Allan Gray
Fotografía: Paul Portier,
Eugen Schüfftan (B&W)
Reparto: Edwige Feuillère, George Rigaud, Daniel Lecourtois,
Mady Berry, Michel François, Georges Lannes, Pauline Carton, Paul Azaïs.
¡Afortunadamente,
nunca se acaba de descubrir la filmografía imprescindible de un autor!, salvo
que se siga mi obsesión Ford y se pretenda «cubrir» la obra completa del autor
a toda costa, con una perseverancia solo digna de causas semejantes. Esta Suprema
decisión de Ophüls no debe de estar entre las películas más vistas de un
autor con éxitos enormes, trascendentales en la Historia del Cine, pero cuya
carrera se fue cimentando en películas como la presente o en otros melodramas,
como el muy olvidado Yoshiwara, cuya crítica debería de haber hecho, y
ahora me doy cuenta de que me dejé llevar por la pigricia. La haré cuando acabe
de ver De Mayerling a Sarajevo…, si los muy diferentes géneros
narrativos me permiten criticarlas conjuntamente.
La película irrumpe
en el presente degradado de una bailarina de sala de fiestas, con desnudez explícita
en la coreografía, algo sorprendente para aquellos años e imposible en Usamérica,
tras la adopción del código Hays en 1934, que dio lugar a clasificar las películas
antiguas en pre-code o post-code… Su ritmo de vida, vivir de
noche y dormir de día se ve alterado por la decisión del internado donde
estudia su hijo de expulsar a este por mal comportamiento. La patrona de su
casa de huéspedes le deja alojarlo en ella, pero, muy poco después, ella es
descubierta por un antiguo amor al que dio plantón en Canadá para instalarse,
lejos de él, en París y llevar una vida de «artista» nocturna y chica animadora
que incita a los clientes al consumo de botellas de champaña, como fuente de
ingresos para la sala y para ella. Desde el momento en que se encuentra con el
viejo amor al que dio plantón, la vida se le complica horriblemente, porque, para
intentar evitar qué descubra la vida «arrastrada» que lleva, decide fingir que
está alojada en un piso de lujo al que se hace llevar por un amante aún
enardecido por su descubrimiento. ¡Qué intensa la secuencia en la que, temerosa
de ser descubierta por el examante, ha de desnudarse ante el público que asiste
al espectáculo! Aliada con su compañero de trabajo, decide someterse a la
extorsión de un mafioso para conseguir el dinero que le permita «aparentar»
ante su examante un ritmo de vida que lo convenza de que ella esta bien y no lo
necesita para nada; de modo que pueda despedirlo a los tres días para volver a
su vida normal sin haber vuelto a decepcionarlo, como lo hizo cuando desapareció
de su vida la primera vez.
Hay, en el
enredo en que se mete ella con una inconsciencia temeraria, un sí sé qué de
hipocresía burguesa que irrita al espectador de buenas a primeras. A medida,
sin embargo, que ella va cavando la fosa de su desgracia, no solo al ponerse en
manos del prestamista, sino también al enfrentarse al dueño del cabaret donde
trabaja, cuando quiere quitar del escaparate sus fotos desnudas como reclamo
del show…, la película va adquiriendo unos ribetes de gran tragedia, o de melodrama
devastador, que nos reconcilia con la trama y con la «suprema decisión» que
habrá de tomar la mujer cuando, al alargarse la estancia del examante, porque
está dispuesto a recuperarla a toda costa, advierta que ha de acogerse a una
esperanza, sugerida, precisamente por el antiguo amante.
No puedo contar
más, pero el «enredo» de las apariencias con que ella ha diseñado el engaño, se
acaba deshaciendo por puro azar, magníficamente metaforizado en la jaula de
pájaros por los que su hijo exhibe su preocupación cuando no debía…
El pulso
cinematográfico de Ophüls es, en la presente, el mismo que en el de sus grandes
películas, y nos sorprende siempre con unos planos en los que no hay elemento
dejado al azar. Son, las suyas, películas de las que habrían de ser comentadas
fotograma a fotograma, no tanto porque compongan cuadros pictóricos, cuanto
porque la relación de los personajes y sus reacciones vienen determinadas en
todos ellos por el lugar que ocupan en él. Me remito, por ejemplo, al
espectacular final de la película, emotivo hasta la saciedad, sobrio,
contundente, eficaz como ninguno con su juego dramático de tres planos
sucesivos… ¡Brillantísimo! El mejor cine para una historia de engaños, amores,
desamores, vergüenzas y arrepentimientos maravillosamente interpretada por
quien fue una gran dama del teatro francés, Edwige Feuillère, quien protagonizó
también, con Ophüls, De Mayerling a Sarajevo, y cuya brillante carrera
en el cine incluye su aparición, con un desnudo, en una película de 1935 de Abel
Gance, Lucrecia Borgia.
Rodada en
estudio, salvo algunos exteriores como los del viaje al internado en que ella
quiere dejar a su hijo, cuando han de refugiarse en una cabaña, tras el
estratégico fallo de motor del coche que llevan o las escenas de los amantes en
el pasado, en Canadá, un una estación de
esquí, es singular la puesta en escena de tantos interiores por los que Ophüls
se movía con su cámara como solo después lo hará Luchino Visconti, por ejemplo:
con soberbia exquisitez. Y da igual que se trate de la cochambrosa pensión
donde vive, como del lujoso apartamento que alquila para tratar de engañar a su
examante.
No creo que sea
una obra que los seguidores de Ophüls tengan muy presente, de ahí el interés
que a mí me despertó y la recompensa inmensa de haber cedido a él, por eso me
es grato recomendar su visión, porque en ella advertimos con toda claridad la
huella del gran cineasta que enseguida se va a manifestar como uno de los grandes del
Séptimo Arte. En esta ya lo observamos plenamente.
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