La tierra es de quien la trabaja, no de quien la posee: una tragedia al más puro estilo de las Comedias Bárbaras de Valle Inclán, pero en Irlanda.
Título original: The Field
Año: 1990
Duración: 107 min.
País: Irlanda
Dirección: Jim Sheridan
Guion: Jim Sheridan (Novela:
John B. Keane)
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: Jack Conroy
Reparto: Richard Harris,
John Hurt, Sean Bean, Jenny Conroy, Tom Berenger, Brenda Fricker, Sean
McGinley, Frances Tomelty, John Cowley, Noel O'Donovan, Jer O'Leary.
Durante mucho
tiempo, en la cultura occidental se impuso el análisis psicológico de los “tipos”
humanos, en la medida en que definían idiosincrasias que luego veíamos
repetidas hasta la saciedad, el celoso, el soberbio, el déspota, el avaro, el idiota, etc., han sido una y otra
vez llevados a diferentes artes con la convicción de que la «base» de esos
personajes era algo de dominio común,y que el reto estribaba en
individualizarlos de tal manera que se acertara a convertirlo en paradigma del
género.
Bull
McCabe tiene un apodo que ya indica, desde buen comienzo el tipo de personaje
que en vez de pensar «embiste», que diría Machado. Estamos hablando de un
hombre como un templo, enérgico, duro, autoritario, déspota incluso, que
impresiona a cualquiera que viva cerca de él, como se demuestra en la película cuando
la propietaria de un campo que la familia de McCabe ha cultivado durante toda
su vida en arriendo quiere sacarlo a subasta para irse se la casa, al lado del
campo, en la que el hijo de McCabe y un compinche idiotizado le hacen la vida
imposible, y se encuentra con que nadie se atreve a pujar «contra» McCabe por
lo que ello lleva implícito.
La cuestión se
complica cuando aparece un usamericano que, en la tierra de sus antecesores,
pretende hacer negocio, cubriendo el campo de cemento y convirtiéndolo en una plataforma
desde donde operar para extraer un mineral rentable de una sierra cercana.
El régimen de
terror en que vive su hijo, a las órdenes del padre, que tanto recuerda la
figura del despótico Juan Manuel Montenegro de las Comedias Bárbaras de
Valle-Inclán, constituye uno de los ejes narrativos de la película, pero
enseguida se complica con la extraña relación con su mujer, la madre de su
hijo, con quien convive sin haberse dirigido uno al otro la palabra desde hace
20 años, los mismos en que su primer hijo decidió colgarse para escapar de la
tiranía paterna.
Estamos ante
una obsesión primitiva y muy humana, ante una identificación casi mística entre
la tierra y el hombre que la cultiva. No se trata de una apología del
ecologismo, porque la vida humana no está entre las realidades que le merezcan
un sacrosanto respeto al protagonista, desde luego, quien, parta defender su prado
es capaz de cualquier cosa, insisto, de cualquier cosa.
No estamos hablando
de un terrateniente, sino de un hombre sin dinero que depende exclusivamente de
sus escasas posesiones, unas cabezas de ganado y unas pocas tierras donde cultivar
el forraje para esos animales, y quien
se ve en la necesidad de vender alguna vaca para poder reunir las cien libras de
las que parte la subasta por el campo, por el que él considera “su” campo.
La línea
narrativa del enfrentamiento entre el padre y el hijo, quien, para mayor
mortificación de su padre, racista hasta los tuétanos, decide emparejarse con
una gitana progresa en un sentido trágico que nos muestra un terrible
enfrentamiento entre ambos hombres, con la mediación inútil de la madre, quien
se dirige al marido por primera vez en veinte años. Que el hijo no avale al
padre en las pretensiones de quedarse a toda costa con ese prado por el que el
padre lucha con la única intención de que pase a su hijo, de modo que este, a
su vez, lo traspase al nieto, etc.; esa discrepancia, digo, emponzoñará las
reacciones del padre y lo llevará casi a la locura.
Dije que estábamos
ante una tragedia, no ante un mero desencuentro. Bull McCabe se rige por
valores primitivos que poco o nada tienen que ver con las aspiraciones de su propio
hijo, quien contraría sus deseos y sus ordenes y, además, queda en inferioridad
de condiciones físicas cuando es obligado a pelear con el pujador usamericano, en
un intento salvaje de disuasión. Solo desde dentro del delirio del protagonista
cabe entender a este; solo desde una identificación tan primaria y salvaje con
la tierra puede entenderse la ceguera del padre y su obsesión. Y todo ello nos
conduce inexorablemente a una tragedia en la que -estamos en la católica
Irlanda- se interpone la iglesia católica, para terminar de complicar la
situación, con la perspectiva religiosa.
Jim Sheridan es
autor de dos obras aclamadas por la crítica y el público: Mi pie izquierdo
y En nombre del padre, ambas brillantísimas; pero El prado tiene
una dimensión antropológica e incluso mítica que, gracias a la excepcional actuación
de Richard Harris, convierte la historia en una suerte de mito irlandés para
explicar la unión entre esas tierras verdes y sus habitantes, apegados a ella
con un vínculo totalmente umbilical. Por demás está decir que todos los
paisajes descritos en la película son de una belleza arrebatadora, y que
Sheridan ha sabido jugar con ellos y con la trama de un modo magistral. No solo
por esas tomas idílicas casi de gran angular, sino también por la cercanía de
los personajes a la misma y la plena relación con el barro, con las algas que
sirven de abono, con las olas del mar que rompe contra los acantilados próximos,
con los caminos enfangados… En todo momento la conexión entre las personas y la
naturaleza esta presente… De ella, puramente como el mítico Anteo, parece
emerger Bull McCabe para enfrentarse a lo inexorable: el avance del progreso en
detrimento de los modos tradicionales de supervivencia, como se deduce de la
alianza del párroco con el usamericano que pretende «invertir» Enel pueblo.
Desde esa perspectiva, no está de más recordar que el único amigo de McCabe y
de su hijo es un pobre retrasado mental, fiel a quien él cree que es su único amigo
y quien no duda, llegado el caso, en traicionarlo, si de salvar a la familia se
trata. John Hurt, un actor sobresaliente, compone un papel extraordinario, al
que le da un fondo de verdad absoluto: entre la ingenuidad total y la malicia
irresponsable.
Sheridan ha
disfrutado, se advierte enseguida, siguiendo los pasos de ese toro gigante que
es McCabe, quien gana más enteros en las escenas en interiores, sobre todo en
las que comparte secuencia con su mujer, interpretada por Brenda Fricker, de
quien nos hubiera gustado que hubiera tenido algo más de papel en la historia.
En esos interiores en casa, en el bar o en la iglesia, por ejemplo, Sheridan
consigue arrancar del personaje una complejidad que nos da noticia exacta de la
dimensión de su tormento interior y de sus urgencias, así como de su delirio.
La película es
de 1990 y conserva fresquísimo el enorme interés y agrado con que la hemos
visto mi Conjunta y yo, estremecidos en todo momento. Tiene todas las papeletas
para ser considerado un clásico…
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