viernes, 20 de diciembre de 2024

«Murallas de silencio», de Hugo Fregonese, la artesanía ejemplar.

El reverso edénico de la jungla de asfalto, un thriller con remanso social. 

Título original: One Way Street

Año: 1950

Duración: 79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Hugo Fregonese

Guion: Lawrence Kimble

Reparto: James Mason; Märta Torén; Dan Duryea; Basil Ruysdael; William Conrad; Rodolfo Acosta; King Donovan; Robert Espinoza; Tito Renaldo: Margarito Luna;

Emma Roldán: George J. Lewis; Rock Hudson; Jack Elam.:

Música: Frank Skinner

Fotografía: Maury Gertsman (B&W).

         

          Reconozco que he tenido que repasar de nuevo la película para descubrir la aparición de Rock Hudson, y les anticipo que, aunque irreconocible, solo aparece en los dos últimos minutos. Atentos, pues. Al margen de James Mason y Märta Torén —a quien acabo de ver en Destino: Budapest, de Robert Parrish—, protagonistas, aparecen gloriosos eternos secundarios como Dan Duryea, William Conrad o el «malo» por excelencia Jack Elam, con muchísimo mayor papel que ese joven altiricón que acaso ni por Rock Hudson fuese conocido entonces, sino por el de Roy Fitzgerald. Ahí queda esa referencia como prueba de que todos los estrellatos surgen de la nada del «sin acreditar».

          Fregonese, de quien ya hemos criticado en este Ojo su película Jack el Destripador, con un enorme Jack Palance, fue un director argentino que rodó en medio mundo y cultivó casi todos los géneros, una suerte de artesano de excelente nivel que permitía el lucimiento de las grandes estrellas que atraían al cine a los espectadores. En este caso ensayó el género negro, con un planteamiento académico en su primer tercio: la banda, el botín en un maletín de médico, un herido, el jefe que intimida, Dan Duryea, uno de los iconos del cine negro, un apartamento aséptico, una rubia de ojos de mirada derretida o acerada y un médico que orquesta el robo del botín con una estratagema que permite la huida sin contratiempos del doctor y la «muñeca» del jefe, a quien el doctor le dice que le ha administrado un veneno cuyo antídoto solo le dirá dónde encontrarlo cuando él y la chica hayan podido  tener una hora de camino sin que nadie los siga, aunque los dos ladrones de ladrones ignoran que otro compinche ha oído lo que sucedía a través de la puerta y decide esperar a la pareja en el interior del coche en el que huyen, para hacerse él con el botín y dejar que el jefe siga creyendo que es «la parejita» quien lo tiene. El escenario de los apartamentos, y son estupendos los planos  en picado y contrapicado que permiten, tienen el diseño rectilíneo de una trampa, y la distancia del portal al coche se ve casi como la travesía del Mar Rojo o una frontera poderosamente vigilada. Un miembro de la banda caerá acribillado por el jefe envenenado cuando intenta abrir la ventana para dispararles desde el alto piso donde contemplan, inermes, la huida del doc y la «traidora», que es, sin embargo, más importante para el jefe que el propio botín.

          La huida y la venganza son los ejes de la acción, pero, por esos azares del destino, la avioneta privada en que viajan hacia Ciudad de México sufre una avería y han de hacer un aterrizaje de emergencia. Todo tiene la pinta de una confabulación para robarles, aunque ignoran que lleve un botín con esa cantidad. Aparece un cura ambulante y, más tarde, unos bandidos a los que solo disuade de actuar la revelación del cura de que acaba de cruzarse con un capitán del Ejército, quien tampoco tarda en aparecer. El cura los acompaña a una aldea donde son recibidos con amabilidad y con desconfianza. La curandera local no tarda en establecer una rivalidad con el doctor, quien, mientras no llega el avión que los «rescate» para seguir su camino, decide acceder a los requerimientos de sus servicios y comienza a actuar profesionalmente, no solo como médico, sino también como veterinario.

El intermedio bucólico en una pacífica y apartada villa de la geografía interior mejicana se convierte en el reverso de la vida delictiva y amoral que habían llevado hasta entonces, al servicio de la banda y sin ningún horizonte de realización personal exultante. De hecho, el doctor acaba recuperando el profundo sentido humano de su profesión en esa arcadia pobre donde aún tienen su importancia los valores, los principios, el bien y la honestidad. ¡Por favor, que nadie entienda esto como una suerte de homilía religiosa o la enésima exaltación de los valores populares sin la mediación nefasta del progreso urbano! Claro que los personajes, que huyen porque han de esconderse del despechado y engañado jefe de la banda, a quien el doctor no suministró ningún veneno, sino una aspirina disfrazada, viven en el lugar como en un remanso de paz que les hace incluso olvidar el origen de su llegada, lo cual favorece un acercamiento entre ambos que no existía cuando el hastío los puso de acuerdo para huir de la vida que llevaban; pero incluso en ese paraíso no dejan de pensar en la posibilidad de ser descubiertos.

El contraste entre los claroscuros del thriller y la todopoderosa luz del campo mejicano nos hablan casi de dos películas distintas, pero el reencuentro con los ladrones que quisieron robarles cuando, tras el aterrizaje forzoso, vivaquearon, pone un punto de dramatismo a la historia que los devuelve a la amarga realidad de la extensión del mal. Me van a perdonar que suspenda en este punto la crítica, pero el desenlace es deudor de un tiempo y unos valores a los que los estudios se ajustaban escrupulosamente. Y del mismo modo que la policía nunca pierde; no hay muerte sin castigo.

La actuación de Mason y Torén es muy convincente, y se ha de reconocer que no era fácil conferir individualidad a unos personajes directamente emparentados con los tipos del género; y lo mismo pasa con Dan Duryea, un actor que ha ido creciendo en mi estimación a medida que veo más películas suyas, lo mismo que me pasa, por cierto, con Robert Ryan. No se trata de una obra maestra del género, pero el intermedio social en la villa mejicana le otorga un punto de exotismo muy interesante, sobre todo porque la condición sudamericana de Fregonese impide una visión neocolonial pura y dura.

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