El reverso edénico de la jungla de asfalto, un thriller con remanso social.
Título original: One Way Street
Año: 1950
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Hugo Fregonese
Guion: Lawrence Kimble
Reparto: James Mason; Märta
Torén; Dan Duryea; Basil Ruysdael; William Conrad; Rodolfo Acosta; King Donovan;
Robert Espinoza; Tito Renaldo: Margarito Luna;
Emma Roldán: George J. Lewis; Rock Hudson; Jack Elam.:
Música: Frank Skinner
Fotografía: Maury Gertsman (B&W).
Reconozco que he tenido que
repasar de nuevo la película para descubrir la aparición de Rock Hudson, y les
anticipo que, aunque irreconocible, solo aparece en los dos últimos minutos.
Atentos, pues. Al margen de James Mason y Märta Torén —a quien acabo de ver en Destino:
Budapest, de Robert Parrish—, protagonistas, aparecen gloriosos eternos
secundarios como Dan Duryea, William Conrad o el «malo» por excelencia Jack
Elam, con muchísimo mayor papel que ese joven altiricón que acaso ni por Rock
Hudson fuese conocido entonces, sino por el de Roy Fitzgerald. Ahí queda esa
referencia como prueba de que todos los estrellatos surgen de la nada del «sin
acreditar».
Fregonese, de
quien ya hemos criticado en este Ojo su película Jack el Destripador,
con un enorme Jack Palance, fue un director argentino que rodó en medio mundo y
cultivó casi todos los géneros, una suerte de artesano de excelente nivel que
permitía el lucimiento de las grandes estrellas que atraían al cine a los
espectadores. En este caso ensayó el género negro, con un planteamiento
académico en su primer tercio: la banda, el botín en un maletín de médico, un
herido, el jefe que intimida, Dan Duryea, uno de los iconos del cine negro, un
apartamento aséptico, una rubia de ojos de mirada derretida o acerada y un
médico que orquesta el robo del botín con una estratagema que permite la huida
sin contratiempos del doctor y la «muñeca» del jefe, a quien el doctor le dice
que le ha administrado un veneno cuyo antídoto solo le dirá dónde encontrarlo
cuando él y la chica hayan podido tener
una hora de camino sin que nadie los siga, aunque los dos ladrones de ladrones
ignoran que otro compinche ha oído lo que sucedía a través de la puerta y
decide esperar a la pareja en el interior del coche en el que huyen, para
hacerse él con el botín y dejar que el jefe siga creyendo que es «la parejita» quien
lo tiene. El escenario de los apartamentos, y son estupendos los planos en picado y contrapicado que permiten, tienen
el diseño rectilíneo de una trampa, y la distancia del portal al coche se ve
casi como la travesía del Mar Rojo o una frontera poderosamente vigilada. Un
miembro de la banda caerá acribillado por el jefe envenenado cuando intenta
abrir la ventana para dispararles desde el alto piso donde contemplan, inermes,
la huida del doc y la «traidora», que es, sin embargo, más importante
para el jefe que el propio botín.
La huida y la
venganza son los ejes de la acción, pero, por esos azares del destino, la
avioneta privada en que viajan hacia Ciudad de México sufre una avería y han de
hacer un aterrizaje de emergencia. Todo tiene la pinta de una confabulación
para robarles, aunque ignoran que lleve un botín con esa cantidad. Aparece un
cura ambulante y, más tarde, unos bandidos a los que solo disuade de actuar la
revelación del cura de que acaba de cruzarse con un capitán del Ejército, quien
tampoco tarda en aparecer. El cura los acompaña a una aldea donde son recibidos
con amabilidad y con desconfianza. La curandera local no tarda en establecer
una rivalidad con el doctor, quien, mientras no llega el avión que los «rescate»
para seguir su camino, decide acceder a los requerimientos de sus servicios y
comienza a actuar profesionalmente, no solo como médico, sino también como
veterinario.
El intermedio bucólico en una pacífica y
apartada villa de la geografía interior mejicana se convierte en el reverso de
la vida delictiva y amoral que habían llevado hasta entonces, al servicio de la
banda y sin ningún horizonte de realización personal exultante. De hecho, el
doctor acaba recuperando el profundo sentido humano de su profesión en esa
arcadia pobre donde aún tienen su importancia los valores, los principios, el
bien y la honestidad. ¡Por favor, que nadie entienda esto como una suerte de
homilía religiosa o la enésima exaltación de los valores populares sin la
mediación nefasta del progreso urbano! Claro que los personajes, que huyen
porque han de esconderse del despechado y engañado jefe de la banda, a quien el
doctor no suministró ningún veneno, sino una aspirina disfrazada, viven en el lugar
como en un remanso de paz que les hace incluso olvidar el origen de su llegada,
lo cual favorece un acercamiento entre ambos que no existía cuando el hastío
los puso de acuerdo para huir de la vida que llevaban; pero incluso en ese
paraíso no dejan de pensar en la posibilidad de ser descubiertos.
El contraste entre los claroscuros del
thriller y la todopoderosa luz del campo mejicano nos hablan casi de dos películas
distintas, pero el reencuentro con los ladrones que quisieron robarles cuando,
tras el aterrizaje forzoso, vivaquearon, pone un punto de dramatismo a la
historia que los devuelve a la amarga realidad de la extensión del mal. Me van
a perdonar que suspenda en este punto la crítica, pero el desenlace es deudor
de un tiempo y unos valores a los que los estudios se ajustaban
escrupulosamente. Y del mismo modo que la policía nunca pierde; no hay muerte
sin castigo.
La actuación de Mason y Torén es muy
convincente, y se ha de reconocer que no era fácil conferir individualidad a
unos personajes directamente emparentados con los tipos del género; y lo mismo
pasa con Dan Duryea, un actor que ha ido creciendo en mi estimación a medida
que veo más películas suyas, lo mismo que me pasa, por cierto, con Robert Ryan.
No se trata de una obra maestra del género, pero el intermedio social en la
villa mejicana le otorga un punto de exotismo muy interesante, sobre todo porque
la condición sudamericana de Fregonese impide una visión neocolonial pura y
dura.
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