El miedo patológico a la bomba atómica: los límites entre la cordura y la locura.
Título original: Ikimono no
Kiroku
Año: 1955
Duración: 103 min.
País: Japón
Dirección: Akira Kurosawa
Guion: Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto. Historia: Akira Kurosawa, Fumio
Hayasaka
Reparto: Toshirô Mifune; Takashi
Shimura; Minoru Chiaki; Noriko Sengoku; Hiroshi Tachikawa; Kamatari Fujiwara; Atsushi
Watanabe.
Música: Masaru Satô
Fotografía: Asakazu Nakai
(B&W).
Todos tenemos
en la memoria lo que significó para la Humanidad la explosión de las bombas
atómicas que forzaron la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Ya en
plena carrera atómica, durante la Guerra Fría, se sucedieron los llamamientos
al control y desaparición de esos ingenios mortíferos que aún amenazan la
continuidad de nuestra especie sobre el planeta. Desde el manifiesto Russell- Einstein hasta
las manifestaciones que, sobre todo en Inglaterra y Usamérica, denunciaron la
escalada nuclear, el temor a esas armas jamás ha desaparecido de la «agenda»
del pacifismo mundial. Rodada en 1955, el mismo año del manifiesto citado, la
película de Kurosawa tiene mucho que ver con las terribles consecuencias que
para los seres humanos y para el
ecosistema tiene el uso de la energía atómica destructiva. Más tarde, otras
películas tendrán como tema, total o parcial, esa amenaza atómica, en clave de
drama, de humor o de ambos: Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, Un
golpe de gracia, de Jack Arnold o ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú…,
de Stanley Kubrick.
Kurosawa ha
escogido la vía del drama en forma de la obsesión que un empresario siente
hacia la total destrucción que significa convertirse en objetivo de esas bombas
de devastación absolutamente masiva. Encarnado por Toshirô Mifune, el miedo
demasiado racional a morir bajo un ataque con bombas atómicas acaba llevando a
un empresario a construir un refugio antiatómico en el que casi se gasta su
fortuna, y que deja a medio construir cuando se entera de que, en el lugar donde
él creía que más a salvo estaría, sería de los primeramente afectados. Poco a
poco la obsesión se va apoderando de él
y adopta la determinación de huir a Brasil, donde se suicidó, por
cierto, Stefan Zweig, convencido, con idéntica pasión obsesiva que la del
personaje de esta película, que Hitler sometería al mundo libre. Pero no solo
quiere ir él, sino que se empeña en llevar consigo a toda su familia, la oficial
y la extramatrimonial. Los hijos convencen a la madre de buscar una sentencia
que lo inhabilite e impida que venda el negocio para convertir a su familia en
ganaderos y labradores en Brasil.
El
procedimiento de mediación, con ciudadanos que ejercen la labor compaginándola
con su propia profesión, como el dentista que asume el caso como un caso de
conciencia, porque, informándose acerca de la bomba atómica y sus efectos, así considera la
sentencia que ha de adoptar, en compañía de sus colegas de tribunal. El doctor
Harada, sin embargo, acaba dudando seriamente de si el febril empresario, que somatiza en
forma de ansiedad extrema el horror a la muerte en un ataque con bombas
atómica, es epítome de la cordura o un enajenado por una amenaza demasiado
hipotética, a pesar de lo vivido en Hiroshima y Nagasaki.
La película
toma como motivo dinámico el miedo del empresario Nakajima y su deseo de
trasladarse a Brasil, porque todos sus actos lo orientan en esa dirección,
incluso cuando ya pesa una sentencia de inhabilitación sobre él y no deja, sin
embargo, de gestionar la compra de la granja en Brasil. La realidad, sin
embargo, es la de un pleito familiar en el que la madre y los hijos, todos
dependientes de la fundición del padre, quieren impedirle salirse con la suya,
por tantas razones como hijos hay. La personalidad «fuerte» del empresario
tiene atemorizados a sus hijos, y solo una hija, la más pequeña, se pone de su
parte, frente al resto.
La acción
transcurre en un verano muy parecido a nuestros veranos actuales, porque es
continuo el uso del abanico y el sudor que empapa a los protagonistas. El
protagonista actúa como un patriarca que exige el acatamiento a sus deseos,
porque, como confiesa una y otra vez, lo que él quiere, por encima de todo, es
«salvar» a su familia, más que a sí propio, dada su provecta edad. La pesada
lluvia de verano se une a la sensación de humedad y al sudor constante de los
personajes que viven inquietos, desasosegados, como si ese sudor fuera parte de
los efectos colaterales sobre el clima de la bomba atómica.
Aunque se ha
considerado esta película como una obra menor de Kurosawa, sobre todo tras haber rodado películas como Rashomon o Ikiru, los revueltos tiempos
políticos actuales la traen a la actualidad como una seria reflexión sobre las amenazas de Putin, por ejemplo, de usar armamento nuclear en su invasión atroz
de Ucrania, o la posibilidad de convertir las centrales nucleares en objetivos
de guerra, sabiendo lo que sabemos tras el accidente de Chernóbil, todo ello,
un mundo postnuclear, devastado, que algunas películas han mostrado a la
perfección, como El camino, de John Hillcoat, entre otras. Es cierto que
el protagonista tiene una obsesión patológica que acaba convirtiendo su miedo
en un miedo irreductible al razonamiento sereno y al examen de la
situación real y las expectativas probables. Está claro que Nakajima ni puede
llegar a concebir que el equilibrio del terror pueda convertirse en la garantía
de la paz, porque su miedo es tan visceral, tan inmediato, que, como los animales
acorralados, solo busca la huida.
A Kurosawa le
importa, sin embargo, algo distinto de esa patología: la institución familiar y
cómo se manifiestan las relaciones de poder en su seno. Y ahí es donde la
película asume una dimensión que la convierte en una gran película, porque la
vida de la fundición no es solo la de la propia familia, sino la «ampliada» de
los operarios que trabajan en ella, y que dependen, como los propios hijos, del
dueño y su poder arbitrario, al que los hijos quieren poner cota de una forma
legal. Esa vena intimista se acentúa cuando el «patriarca» reúne bajo su techo
a sus tres familias, pues ha tenido descendencia con otras dos mujeres. Un
súbito infarto parece poner fin a la contienda, pero no será suficiente, como
verán quienes se decidan a seguir viendo películas de uno de los más grandes
genios del cine. La última secuencia de la película es absolutamente memorable.
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