lunes, 7 de octubre de 2024

«Crónica de un ser vivo», de Akira Kurosawa: De «Ikuru» a «Ikimono»…

El miedo patológico a la bomba atómica: los límites entre la cordura y la locura. 

Título original: Ikimono no Kiroku

Año: 1955

Duración: 103 min.

País:  Japón

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto. Historia: Akira Kurosawa, Fumio Hayasaka

Reparto:  Toshirô Mifune; Takashi Shimura; Minoru Chiaki; Noriko Sengoku; Hiroshi Tachikawa; Kamatari Fujiwara; Atsushi Watanabe.

Música: Masaru Satô

Fotografía: Asakazu Nakai (B&W).

 

          Todos tenemos en la memoria lo que significó para la Humanidad la explosión de las bombas atómicas que forzaron la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Ya en plena carrera atómica, durante la Guerra Fría, se sucedieron los llamamientos al control y desaparición de esos ingenios mortíferos que aún amenazan la continuidad de nuestra especie sobre el planeta.  Desde el manifiesto Russell- Einstein hasta las manifestaciones que, sobre todo en Inglaterra y Usamérica, denunciaron la escalada nuclear, el temor a esas armas jamás ha desaparecido de la «agenda» del pacifismo mundial. Rodada en 1955, el mismo año del manifiesto citado, la película de Kurosawa tiene mucho que ver con las terribles consecuencias que para los seres humanos  y para el ecosistema tiene el uso de la energía atómica destructiva. Más tarde, otras películas tendrán como tema, total o parcial, esa amenaza atómica, en clave de drama, de humor o de ambos: Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, Un golpe de gracia, de Jack Arnold o ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú…, de Stanley Kubrick.

          Kurosawa ha escogido la vía del drama en forma de la obsesión que un empresario siente hacia la total destrucción que significa convertirse en objetivo de esas bombas de devastación absolutamente masiva. Encarnado por Toshirô Mifune, el miedo demasiado racional a morir bajo un ataque con bombas atómicas acaba llevando a un empresario a construir un refugio antiatómico en el que casi se gasta su fortuna, y que deja a medio construir cuando se entera de que, en el lugar donde él creía que más a salvo estaría, sería de los primeramente afectados. Poco a poco la obsesión se va apoderando de él  y adopta la determinación de huir a Brasil, donde se suicidó, por cierto, Stefan Zweig, convencido, con idéntica pasión obsesiva que la del personaje de esta película, que Hitler sometería al mundo libre. Pero no solo quiere ir él, sino que se empeña en llevar consigo a toda su familia, la oficial y la extramatrimonial. Los hijos convencen a la madre de buscar una sentencia que lo inhabilite e impida que venda el negocio para convertir a su familia en ganaderos y labradores en Brasil.

          El procedimiento de mediación, con ciudadanos que ejercen la labor compaginándola con su propia profesión, como el dentista que asume el caso como un caso de conciencia, porque, informándose acerca de la bomba atómica y sus efectos, así considera la sentencia que ha de adoptar, en compañía de sus colegas de tribunal. El doctor Harada, sin embargo, acaba dudando seriamente de si el febril empresario, que somatiza en forma de ansiedad extrema el horror a la muerte en un ataque con bombas atómica, es epítome de la cordura o un enajenado por una amenaza demasiado hipotética, a pesar de lo vivido en Hiroshima y Nagasaki.

          La película toma como motivo dinámico el miedo del empresario Nakajima y su deseo de trasladarse a Brasil, porque todos sus actos lo orientan en esa dirección, incluso cuando ya pesa una sentencia de inhabilitación sobre él y no deja, sin embargo, de gestionar la compra de la granja en Brasil. La realidad, sin embargo, es la de un pleito familiar en el que la madre y los hijos, todos dependientes de la fundición del padre, quieren impedirle salirse con la suya, por tantas razones como hijos hay. La personalidad «fuerte» del empresario tiene atemorizados a sus hijos, y solo una hija, la más pequeña, se pone de su parte, frente al resto.

          La acción transcurre en un verano muy parecido a nuestros veranos actuales, porque es continuo el uso del abanico y el sudor que empapa a los protagonistas. El protagonista actúa como un patriarca que exige el acatamiento a sus deseos, porque, como confiesa una y otra vez, lo que él quiere, por encima de todo, es «salvar» a su familia, más que a sí propio, dada su provecta edad. La pesada lluvia de verano se une a la sensación de humedad y al sudor constante de los personajes que viven inquietos, desasosegados, como si ese sudor fuera parte de los efectos colaterales sobre el clima de la bomba atómica.

          Aunque se ha considerado esta película como una obra menor de Kurosawa, sobre todo tras haber rodado películas como Rashomon o Ikiru, los revueltos tiempos políticos actuales la traen a la actualidad como una seria reflexión sobre las amenazas de Putin, por ejemplo, de usar armamento nuclear en su invasión atroz de Ucrania, o la posibilidad de convertir las centrales nucleares en objetivos de guerra, sabiendo lo que sabemos tras el accidente de Chernóbil, todo ello, un mundo postnuclear, devastado, que algunas películas han mostrado a la perfección, como El camino, de John Hillcoat, entre otras. Es cierto que el protagonista tiene una obsesión patológica que acaba convirtiendo su miedo en un miedo irreductible al razonamiento sereno y al examen de la situación real y las expectativas probables. Está claro que Nakajima ni puede llegar a concebir que el equilibrio del terror pueda convertirse en la garantía de la paz, porque su miedo es tan visceral, tan inmediato, que, como los animales acorralados, solo busca la huida.

          A Kurosawa le importa, sin embargo, algo distinto de esa patología: la institución familiar y cómo se manifiestan las relaciones de poder en su seno. Y ahí es donde la película asume una dimensión que la convierte en una gran película, porque la vida de la fundición no es solo la de la propia familia, sino la «ampliada» de los operarios que trabajan en ella, y que dependen, como los propios hijos, del dueño y su poder arbitrario, al que los hijos quieren poner cota de una forma legal. Esa vena intimista se acentúa cuando el «patriarca» reúne bajo su techo a sus tres familias, pues ha tenido descendencia con otras dos mujeres. Un súbito infarto parece poner fin a la contienda, pero no será suficiente, como verán quienes se decidan a seguir viendo películas de uno de los más grandes genios del cine. La última secuencia de la película es absolutamente memorable.

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