miércoles, 16 de octubre de 2024

«El mal no existe», de Ryûsuke Hamaguchi o la defensa de la naturaleza.

 

Simbolismo y realismo contra el glamping, la nueva moda de acercamiento catastrófico de los urbanitas ricos a la naturaleza.

 

Título original: Aku Wa Sonzai Shinai

Año: 2023

Duración: 106 min.

País: Japón

Dirección: Ryûsuke Hamaguchi

Guion: Ryûsuke Hamaguchi

Reparto: Hitoshi Omika; Ryo Nishikawa; Ryuji Kosaka; Hazuki Kikuchi; Hiroyuki Miura: Ayaka Shibutani: Yoshinori Miyata; Taijirô Tamura; Yûto Torii.

Música: Eiko Ishibashi

Fotografía: Yoshio Kitagawa.

 

 

          El propio director ha revelado que al escuchar una composición de la compositora Eiko Ishibashi, autora de la banda sonora de su oscarizada Drive My Car, en su casa situada en un bosque, quiso hacer una película que «ilustrase» dicha música. Y de ahí nació, al parecer, El mal no existe, un cuento moral, realista y simbólico sobre la comprensión profunda de la relación del ser humano con la naturaleza y el afán predatorio de otros, dispuestos a alterar el ecosistema para acercarse a esa experiencia, no desde la integración en el ecosistema, sino desde la destrucción parcial del mismo para acercarse con todas las comodidades del lujo urbano por excelencia: el glamping, o camping de lujo. Este es el concepto que vertebra la historia de la película: una empresa inversora ha comprado unos terrenos, que incluyen un humedal donde beben los ciervos del bosque en cuyo interior se quiere construir el glamping, y de ahí el requisito previo administrativo de «oír» a la comunidad de vecinos para corregir lo que haga falta y adecuar la construcción a las necesidades de ambos, especuladores y vecinos, lo cual se antoja difícil cuando el choque se manifiesta como tal: auténtico enfrentamiento de intereses, porque la preservación de la laguna es fundamental para los vecinos, desde el punto de vista ecológico, sí, pero también desde el comercial, porque las aguas que llenan esa laguna incluso las aprovecha una restauradora para ofrecer un plato que, sin ellas, no tendría la fama que tiene. El proyecto de urbanización, construir una fosa séptica para las necesidades del glamping, acabaría contaminando las aguas de las que se nutren los habitantes de la zona y otros pueblos a menor altura, según el vecino que acaba erigiéndose en protagonista de la oposición al proyecto.

          La película se abre con un hermosísimo travelín de las copas de los árboles en un amanecer, y se cerrará con  otro, del mismo estilo, pero nocturno. Entre ambos se va a desarrollar una historia tan vieja como la de la mayoría de nuestras sociedades desarrolladas, en las que el supuesto «progreso» ha ido más de la mano de la destrucción que de la creación, aunque, por supuesto, negocio se ha hecho, de ello no cabe duda, pero a un precio prohibitivo, y no hay más que ver nuestras maltratadas costas para percatarnos de las infinitas agresiones a los ecosistemas que se han cometido.

          La reunión de los representantes de la empresa con los vecinos van a causar mella en estos, porque han tenido que recoger todas las objeciones de los vecinos para trasladárselas a sus jefes. La nueva orientación que reciben de la empresa es la de convivir con los habitantes para ganárselos desde la cercanía y conseguir que descubran las ventajas económicas que puede traer a la zona el proyecto del glamping. Y ahí es donde la película da un giro soberbio para observar cómo cambia el modo de pensar del representante que se había enfrentado a los vecinos en la reunión, al sumarse a su mundo e integrarse en él. La escena del corte de leña, por más bobalicona que, simbólicamente, nos pueda parecer, es determinante en el giro del vendedor, harto de «servir» al negocio en vez de defender la vida, tal y como la que conoce en los bosques del pueblo de mano de quien, con su hija, parece haberse convertido en algo así como el dios protector de los bosques y fuel observante de los elementales, pero hermosos, ciclos de la naturaleza.

          La película, muy lírica en cuanto se aproxima a la naturaleza, sabe captar, sin alardes, la potente presencia dominante de los árboles y el bosque en la vida de los vecinos y de los visitantes, quienes se acaban «rindiendo» a un punto de vista muy distinto del defendido por la empresa para la que trabajan. Está claro que los lentos movimientos de cámara que se adaptan a lo que se supone que es el tiempo propio de la naturaleza, una medida que nada tiene que ver con la del tiempo construido por nosotros, humanos, puede desesperar a no pocos ansiosos de que «algo» ocurra, acaso porque nuestra vida ciudadana nos ha insensibilizado frente a otros ritmos temporales más distendidos y frente a espectáculos inmóviles ocupados por un  silencio que nos cuesta desentrañar. El protagonista del pueblo recorre esos mismos bosques que recorre nuestra vista, pero él enseña a su hija a distinguir unos árboles de otros y a interpretar los restos que en él se hallan, como el cadáver de un cervatillo herido que no ha podido sobrevivir al mortal disparo que ha acabado con él. Y eso que los ciervos solo atacan a los humanos, según se dice en un momento de la película, si están heridos o si han de defender a sus crías. No son informaciones aleatorias, sino parte sustancial de la trama que afectará de manera muy dramática al desarrollo de la trama, si bien ha de entenderse que hay un planteamiento simbólico que peca algo de simplón, conceptualmente, pero que no afecta en modo alguno a la realización, porque son extraordinarias las imágenes con que se nos cuenta.

          Es difícil resistirse a la llamada en pro de la máxima conservación de la naturaleza, porque solo en ella, formando parte intrínseca de su ecosistema,  hemos medrado como especie, y bien puede suceder que nuestros atentados contra su integridad acaben siendo nuestro suicidio colectivo, a juzgar por lo que la alteración de ciertos procesos naturales nos está deparando en forma de sequías, lluvias devastadoras y contaminación degradante del medio. No se trata de una película como la oscarizada, sino de la «necesidad» cada vez más imperiosa de contribuir a concienciar a la sociedad de su responsabilidad en el fracaso de la viabilidad del planeta que habitamos. El mensaje es claro. Las imágenes, aún más. Lo que no se disfruta a nivel argumental, se disfruta en las imágenes de la vida que se manifiesta, sin filtros, como la más hermosa de las epifanías posibles.

         

2 comentarios:

  1. De acuerdo con tu crítica, una película bellísima, pero te juro que no entendí el final, la muerte de la hija, no sé qué sentido tiene. Ese final me desconcertó.

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    1. Supongo que se inscribe en el mundo simbólico de los sacrificios rituales propiciatorios de los ciclos de la naturaleza. De otro modo no se entiende que el padre permita que su hija se inmole ante el ciervo vulnerado que, además, protege a su cría. Tengamos en cuenta que la niña siempre aparece como una extensión humana del bosque, lo que me recuerda el poema de Juan Ramón Jiménez sobre los árboles hombres al que le dediqué un comentario en el "Diario de un artista desencajado". Quizás es excesivo, un "gesto" de empatía tan extraordinario en una niña tan pequeña, pero cuando te mueves entre símbolos desaparece la escala habitual de medidas.

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