sábado, 4 de enero de 2025

«Volveréis», de Jonás Trueba o la «generacionitis».

 

La proyección social de lo íntimo: una vieja comedia de los 80.

 

Título original: Volveréis

Año: 2024

Duración: 114 min.

País: España

Dirección: Jonás Trueba

Guion: Jonás Trueba, Itsaso Arana, Vito Sanz

Reparto: Itsaso Arana; Vito Sanz; Fernando Trueba; Jon Viar; Andrés Gertrudix; Ana Risueño; Francesco Carril; Isabelle Stoffel; Sigfrid Monleón.

Música: Iman Amar, Ana Valladares, Guillermo Briales

Fotografía: Santiago Racaj.

 

          Ignoro cuándo nació la alergia al cine español como una reacción extendida entre los espectadores españoles, pero es bien cierto que para muchos es una veta despreciable de la amplia mina de la producción cinematográfica mundial. Sé que ello afecta, sobre todo, a espectadores muy aficionados a los superhéroes, a las películas de supuesta acción trepidante y, en general, a cualquier artefacto que signifique una «distracción», como si el cine fuera algo así como el rincón del olvidar, gracias a las cien mil imágenes por segundo que parecen sucederse en esas sesiones.

          Primera película que veo del benjamín de los Trueba, y me pilla el final con sentimientos encontrados. Veo cierta naturalidad en su estupendo arranque, como si estuviera viendo películas de los 80, no sé, Tigres de papel, La línea del cielo, ambas de Colomo, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, de Almodóvar y Ópera prima, de Fernando Trueba, y, al mismo tiempo, percibo que la anécdota que da pie a la película apenas da para un mediometraje bien llevado. Se alarga en exceso, y eso supone una carga onerosa para el espectador, que no sale de esa «repetición» tan sutilmente detectada por el padre de la protagonista al sugerirle la lectura de La repetición, de Kierkegaard a su hija: «Es mejor celebrar las separaciones que las uniones», es, al parecer, un motto del padre, aunque él no lo recuerde o, ante la revelación separación real de su hija, medio se avergüence de que haya sido así.

El caso es que, siguiendo tal consejo, un par de cineastas llega a la conclusión de que se ha agotado su vida en común y que deberían oficializarlo ante su círculo familiar y de amistades con la celebración de una gran fiesta en la que se anuncie dicha separación. Toda su vida, además de acabar el montaje de una película que ha realizado ella, gira desde ese momento en torno a la fiesta y a la labor de pasmar a cuantos reciben la noticia como si se estuvieran quedando con ellos o haciéndolos objeto de una broma desconsiderada.

Los diferentes encuentros, presenciales o telefónicos, como el de la madre de él, que se echa a llorar y ha de ser calmada por su nuera, trata de darle carta de naturaleza a la extravagancia de la que parte la historia, lo que va creando una red de relaciones generacionales que solo en contadas ocasiones se aparta de esa cuarentena  escasa en la que se incluyen los personajes del relato. La película pasa por esas vidas con cierto aire de espontaneidad que solo advierto romperse en el visionado privado de lo que puede ser el montaje definitivo de la película que ella rueda, que no es otra que lo que ella y su pareja están viviendo. Abierto el turno de las críticas, lo mejor de la película es, sin duda, la intervención del crítico, interpretado por Jon Viar, cuando habla del carácter circular (esto es, umbilical) de la novela y su escasa capacidad para «fluir», para convertirse en una travesía en que se habla de la existencia. Se escoge un momento, el de la ruptura y la consiguiente fiesta de celebración, y de ahí no salimos. Variante no deseada de El día de la marmota, de Harold Ramis, la película aspira a referencias de otro orden, como la Nouvelle Vague o la sorprendente (por no decir irreverente…) aparición de un Tarot cuyas cartas son planos de las películas de Bergman. Dispuestas en tres montones, pasado, presente y futuro, habrían de permitir a quien las eche conocer esa línea existencial que tales planos perfilan… Como chascarrillo tiene un pase, pero entre cuarentones, por cinéfilos que sean…

Esos desniveles se compensan por la excelente actuación de Vito Sanz, coguionista, como Itsaso Arana, lo que da pie a pensar en que la técnica de la improvisación habrá nutrido las páginas del guion, quien comienza algo inseguro, pero no tarda en conseguir un dominio del personaje que, como le pasa a ella, Itsaso Arana, se debatirá constantemente entre la aceptación del presente y la idealización del pasado, de tal manera que, en el desenlace, no puede estar muy seguro el espectador de qué están celebrando, si la separación o la renovación de su unión, como es tradicional en algunas parejas que celebran la reiteración (la «repetición» que no existe, al decir de Kierkegaard) de sus votos matrimoniales, fiestorro incluido.

Lo llamativo del estancamiento de la película es que solo admite un flujo que aparece y desaparece de forma guadianesca: la inseguridad que se apodera de ambos a medida que se acerca la fecha de la celebración, y que los lleva incluso a suspenderla, a tal grado de inseguridad en la decisión inicial llega el hecho de comunicarles a los demás el hecho y organizar la fiesta correspondiente, en la que ambas partes de la pareja aparecen vestidos tan elegantemente que inducen a confusión. No estamos aquí ante algo tan ridículo fílmicamente como aquella boda consigo misma de Candela Peña en La boda de Rosa, de Icíar Bollaín, pero se roza.

La película, rodada en Madrid, sí que aprovecha el ejemplo neoyorquino de Woody Allen (la imitación del cual se percibe como un eco atenuado) y consigue auténticos planos espectaculares de la ciudad, del mismo modo que resulta muy «auténtica» la vida comunitaria en la finca en que viven los protagonistas.

Podría, de no haberse empecinado en la circularidad que denunciaba el crítico dentro de la película, haber construido una interesante reflexión sobre las postrimerías del amor, pero la «sublime decisión» opaca el desarrollo de ambos protagonistas y las razones, seguro que interesantes, de su desamor, sobre el que seguimos tan ayunos cuando acaba la película que cuando empieza… Los mimbres están, quién lo duda, y hasta la breve intervención de Fernando Trueba tiene un aire a lo Fernando Fernán Gómez que resulta muy convincente.  Aguardo la próxima con interés.

jueves, 2 de enero de 2025

«La sustancia», de Coralie Fargeat, terror pansensorial.

 

Demoledora diatriba contra el mito de la eterna juventud: una impactante película multiecofílmica...

 

 

Título original: The Substance

Año: 2024

Duración: 140 min.

País: Reino Unido

Dirección: Coralie Fargeat

Guion: Coralie Fargeat

Reparto: Demi Moore; Margaret Qualley; Dennis Quaid; Gore Abrams; Tom Morton; Tiffany Hofstetter; Joseph Balderrama; Oscar Lesage; Matthew Géczy; Olivier Raynal; Hugo Diego Garcia; Vincent Colombe; Philip Schurer; Gregory Defleur; Brett Gillen; Alexandra Papoulias Barton; Akil Wingate; Daniel Knight; Jiselle Henderkott; Louise Greggory; Namory Bakayoko; Billy Bentley; Matthew Luret.

Música: Raffertie

Fotografía: Benjamin Kracun.

 

          No estaría de más que los buenos aficionados al cine vieran Seconds, de John Frankenheimer, una obra maestra indiscutible, antes de ir al cine a ver La sustancia, porque, curiosamente, sobre todo debido la banda sonora del sonido de la vida, no de la música, se trata de una película que causa un impacto de tal magnitud en el espectador que, vista desde el salón de casa, no lo conseguiría tener. Solo hay que pensar en una de las primeras secuencias que te dejan alterado: la comida entre el productor de televisión y la protagonista de un célebre programa de Fitness a quien, dado que ha llegado a la cincuentena, quieren jubilar para que una jovencita extraturgente ocupe su lugar. Los primerísimos planos del productor, un delirante y magnífico Dennis Quaid, comiendo gambas, chupando las cabezas y esparciendo los restos muy groseramente, más allá de los límites de los platos, produce tanto asco que bien podríamos hablar de una suerte de «terror sonoro» que irá apareciendo reiteradamente a lo largo del metraje. Sonidos hiperamplificados de momentos terroríficos y primerísimos planos de detalles absolutamente repulsivos, porque no hemos de olvidar que estamos, en esencia, ante una película de terror doble, psicológico y físico, que juega, a su vez, con la ciencia-ficción y  el género distópico. Lo que podríamos llamar, sin embargo, la «tesis» de la película se manifiesta desde el mismo arranque de la trama, porque tras un accidente de tráfico que te deja temblando en el asiento —por la veracidad conseguida en los efectos especiales, ¡tiene el espectador la sensación de ser la víctima del atropello!, tan «desde dentro» está rodado—, la protagonista recibe una invitación para ponerse en contacto con una empresa que puede cambiar su vida. Se trata de un negocio misterioso que le va a suministrar un producto que la hará desdoblarse de quien es en la mejor versión de sí misma. Hay algo de la tradición clásica de Frankenstein, de la leyenda bíblica de la costilla de Adán y del Golem judío: todo ello verificado a través de un proceso traumático en que la mejor versión de la protagonista surge de ella como una buba, parecido al proceso de La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel, o, desde el bestiario tradicional como los viboreznos que rasgan el vientre de las madres para nacer. También podemos acordarnos de otra película que denuncia la oposición heteropatriarcal al feminismo: Las esposas de Stepford, de Bryan Forbes.

          Estamos, pues, ante una película llena de referencias que dan pie a extenderse sobre sus muchos significados, pero el mensaje último que la autora nos quiere comunicar es el de la terrible alienación que sufre la mujer en el mundo actual para mantenerse siempre dentro de los parámetros de unos estándares de belleza incompatibles con el envejecimiento, no necesariamente prematuro, pero, por comparación con la pujanza de la juventud, decretado a partir de una edad en la que a la mujer se niega a aceptar tan infamante discriminación. El remedio usual es la cirugía estética, por supuesto, pero la película va bastante más allá de ese remedio para internarse en el ámbito de la ciencia-ficción y ofrecernos el doloroso nacimiento, desde dentro del propio cuerpo, del joven y espléndido que, siendo «nuestro» es relativamente independiente…

          Como todo negocio «diabólico», y ahí está El retrato de Dorian Gray, de Wilde o el mismísimo Fausto, de Goethe, la letra pequeña del contrato verbal se revela especialmente significativa, porque quien acepta someterse al tratamiento ha de cumplir, como una Cenicienta a la inversa, una rígida programación semanal: ambas realidades corporales se alternarán semanalmente, lo que garantiza que ambas mantendrán su apariencia incólume. En cuanto alguna de las dos pretenda alargar su periodo semanal, la otra sufrirá terribles consecuencias, ¡excelentemente ilustradas en la película!, porque, nadie puede ser tan ingenuo como para pensar que un contrato así no será violado, tarde o temprano, por una de las partes.

          Sí, al modo como una mujer rompe la unión de los gemelos de Inseparables, de Cronenberg, en quien uno no deja de pensar desde que se inicia la transformación corporal y el alumbramiento de la nueva y mejor versión de la protagonista…, la ebriedad de la fama, del éxito, acaba rompiendo la unidad vital que ambas versiones, la vieja y la nueva, han de mantener si no quieren que ocurra lo inevitable. Se instala, pues, entre ambas, una guerra de supervivencia cuyos resultados finales constituyen, probablemente, la parte más débil de la película, pero el megadisparate del desenlace no impide haber asistido a una película magnífica y muy bien llevada.

          La película, aun tratándose del género del terror —gore incluido—, tiene un delicioso sentido del humor negro que también forma parte de lo mejor del género, por supuesto, aunque en ningún momento deriva hacia la parodia. Los personajes están muy bien construidos, y Demi Moore hace gala de un saber estar dignísimo, dada la abundancia de desnudos integrales que «exige el guion», como se decía aquí en la época del cine de «destape». Ninguna mujer, ni hombre metrosexual (¡y lo que me ha costado recordar un concepto ya caído en desuso…!) dejará de sentirse concernido por la obra maestra del Tiempo: el envejecimiento de los organismos vivos. Enfrentarse a él sin que algo se remueva dentro de nosotros es lección difícil de aprender. ¡Quién no recuerda los poemas satíricos del XVII sobre las viejas niñas y los viejos niños, con sus afeites y sus modas, encubridores de una realidad orgánica tan llena de dignidad, si bien entendida, como el envejecimiento!