jueves, 30 de enero de 2025

«The Way of the Strong» y «La amargura del general Yen», de Frank Capra, del mudo al sonoro.

 

Título original: The Way of the Strong

Año: 1928

Duración: 61 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Frank Capra

Guion: Peter Milne. Argumento: William M. Conselman

Reparto: Mitchell Lewis; Alice Day; Margaret Livingston; Theodore von Eltz; William Bailey; Jack Perry; Blackie Whiteford; Willie Fung.

Fotografía: Ben Reynolds (B&W).

 








Título original: The Bitter Tea of General Yen

Año: 1932

Duración: 89 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Frank Capra

Guion: Edward E. Paramore Jr.. Novela: Grace Zaring Stone

Reparto: Barbara Stanwyck; Nils Asther; Walter Connolly; Gavin Gordon; Toshia Mori; Richard Loo

Música: W. Franke Harling

Fotografía: Joseph Walker (B&W).

 

Una magnífica versión de La bella y la bestia y una delicatessen oriental muy poco conocidas del autor de ¡Qué bello es vivir!

 

          Rastrear en la obra primeriza de algunos autores depara sorpresas como estas dos películas de Frank Capra, tan dignas de aplauso como llenas de mucho mérito, y absolutamente distintas de las clásicas que lo hicieron famoso como adalid del optimismo vital a machamartillo y la justicia social.

          The way of the Strong se ajusta escrupulosamente al mito de la bella y la bestia y tiene secuencias realmente conmovedoras, porque Handsome, «guapo», así llamado por lítote, se enamora de una violinista ciega a quien, tras un tiroteo desde un automóvil que pretende eliminarlo, la violinista se salva por poco, aunque se desmaya. Handsome la lleva a su apartamento, encima del local que regenta y allí la tranquiliza y, como está habituado a hacer, cuando sale a oírla por la noche en la esquina donde toca, le pide que toque para él. A partir de ese momento, la peculiar historia de amor se complica, un poco al modo de otra obra clásica, Cyrano de Bergerac, porque cuando ella pretende acariciar el rostro de Handsome para «conocerlo», este, llevado por la vergüenza infinita de sí mismo, escoge al pianista que toca en su tugurio para que lo «sustituya». La ciega queda encantada, claro, porque el pianista es un hombre joven y hermoso, pero vive con esa confusión en la que se mantiene durante toda la película: la voz de Handsome y el rostro del pianista.

          Handsome es un gánster de medio pelo acostumbrado a robarle la mercancía a otro con quien anda siempre a la greña. La novia del rival trabaja en la taberna de Handsome y es quien sugiere raptar a la violinista, de la que Handsome está enamorado, para evitar la rapiña del licor de contrabando. Y ahí sí que se acaba complicando la historia. Antes, sin embargo, hay una escena, la del debut de la violinista en el cafetucho, acompañada por el pianista, de quien al principio se nos dice que era un músico clásico que ha tenido que acabar tocando en ese local infame. La escena en la que Handsome obliga a todo el mundo a aplaudir a rabiar al dúo clásico es de un humor quintaesenciado, y destaca en lo que es la línea narrativa de la historia.

          La violinista ha sido secuestrada, pero la novia, ante el acoso sexual de su amante a la joven ciega, decide revelar el escondite donde la banda al completo protege el secuestro de la joven. El enfrentamiento entre bandas, la llegada del joven pianista, la ulterior de la policía y la huida del trío protagonista tienen un vigor narrativo muy particular, y sorprende mucho cuando pensamos en el director responsable. No me extiendo hasta el desenlace, porque, aun siendo muda —y no ignoro el absurdo impedimento que eso supone para buena parte del público actual…—, estoy segura de que quienes se acerquen a ella van a pasar una hora estupenda, deliciosa. Las interpretaciones, sobre todo la de Handsome, no parecen ya del cine mudo, porque están exentas de aquellos primeros aspavientos con que actores y actrices acompañaban la acción. En cualquier caso, es tan evidente la trama, que bien podríamos incluso ahorrarnos los intertítulos.

          Nadie se arredre, pues, ante la mudez de la película, porque es bastante más «elocuente», como artefacto narrativo, que buena parte del cine actual. ¡Y en 61 minutos!, que suena casi a prodigio de síntesis.

          La amargura del general  Yen, en el original The bitter tea of General Yen , «el té amargo del general Yen», es una delicada historia oriental ambientada en las postrimerías de la Guerra Civil China, y en ella se nos presenta un atrevido e inusual romance entre la que se ha de convertir en mujer de un misionero usamericano y un Señor de la Guerra de los muchos que proliferaron en el bando nacionalista que se enfrentó a las fuerzas comunistas encabezada por Mao Zedong, el antiguo Mao TseTung de nuestra juventud. El cruce de miradas de la novia con el general, un cruce electrizante, augura algo que tardará en conformarse como una verdadera seducción. Llama la atención que la figura del general una en idéntica dosis la crueldad y la delicadeza, como un ejercicio de realismo que choca con la acción benéfica de los misioneros usamericanos, el doctor Robert Strike y su prometida recién llegada, Megan. Aunque en el círculo de misioneros todos hablan de la boda inminente, el doctor la posponer porque ha de rescatar a unos huérfanos, para lo cual se entrevista con el general Yen, quien les da un salvoconducto que, en realidad, es una burla y, por ende, una condena de sus personas. ¿El objetivo? El que se verifica cuando, salvados los niños, el doctor y su novia acaban separados, uno, en lugar desconocido, ella, en el tren particular del general, donde recibe los cuidados de la concubina de este. De ese momento en adelante comienza un atenuado «secuestro» en el que, poco a poco, accederemos a la culpable ambigüedad con que Megan Davis se deja seducir por la actitud altiva, pero conciliadora, de un general rendido a sus encantos, sometido a su belleza y esperando de ella una correspondencia que él en ningún momento quiere forzar. El papel de la concubina, enamorada, a su vez, de un oficial del ejército del general, forma con ella y el general un triángulo extraño. Y si en ese enredo algo llama la atención es la presencia de un consejero usamericano que favorece la economía y el poder del general, y con quien la mujer tendrá sus más y sus menos, porque su objetivo primordial es regresar con su prometido, aunque la tela de araña que teje a su alrededor el hermoso, distinguido y refinado general acabará favoreciendo la comprensión de una cultura ajena y en conflicto con la suya. La apertura de Megan coincide con la pasión del general, y ambos vivirán una relación compleja que evolucionará en función de cómo evoluciona la Guerra Civil en la que el general participa. Sí, hay un choque de culturas, pero también un reconocimiento de los valores de cada una de ellas. No estamos ante una rendición de una a otra, sino ante la posibilidad de abrir la mente y el corazón a la comprensión del otro, por terrible que algunas cosas nos parezcan. Los dos intérpretes principales contribuyen al halo romántico y exótico que desprende la película, y recordemos, como he leído, que Capra tapó el objetivo de la cámara con una media para lograr esa atmósfera como de ensueño, como una niebla que aislara a los protagonistas en una atmósfera pasional arrebatada. Barbara Stanwyck y ¡el sueco Nils Asther!, en el papel de Yen, a quien estoy viendo, por cierto, en Vírgenes modernas, de Harry Beaumont, conforman una pareja que combina a la perfección el proceso de desvelamiento que sufre Megan con la pasión absorbente del general chino: la unión de dos grandes intérpretes que potencian una historia de amor apasionado, llamada a causar un gran impacto en las masas de espectadores amantes de lo exótico que, muy a menudo, les brindaba el séptimo arte.

          La película, sin embargo,  fue un fracaso sin paliativos, pero en la memoria del cine queda que a su autor, Capra, le parecía una de sus mejores películas y que fue la escogida para inaugurar un lugar emblemático de la cultura de masas usamericana, el Radio City Music Hall. No es extraño, pues, que, con el paso del tiempo, sea una película que cada vez se vea con mejores ojos. Algo hubo, en su día, de ese difuso racismo que impedía ver como algo normal un amor interracial.

           

lunes, 27 de enero de 2025

«Made in England», de David Hinton (y, sin duda, Martin Scorsese…).

 


Martin Scorsese rinde tributo a dos genios del cine inglés: Michael Powell y Emeric Pressburger, The Archers

 

Título original: Made in England: The Films of Powell and Pressburger

Año: 2024

Duración: 131 min.

País: Reino Unido

Dirección: David Hinton

Reparto: Martin Scorsese; Thelma Scgoonmaker; Michael Powell; Emeric Pressburger.

Música: Adrian Johnston

Fotografía: Ronan Killeen.

 

          Todo el mundo conoce o ha oído hablar de Martin Scorsese, pero pocos aficionados al cine que no sean especialistas o particularmente cinéfilos habrán oído hablar de The Archers, esto es, Michael Powell y Emeric Pressburger, dos cineastas, uno húngaro exiliado, posteriormente nacionalizado inglés y el otro inglés, quienes se conocieron a través del productor Alexander Korda. La colaboración entre ambos, desde 1939 hasta 1972, ha dejado no pocas películas que son consideradas auténticas joyas del séptimo arte, y cada cual tiene sus gustos al respecto, pero nadie discute que Las zapatillas rojas, Narciso Negro o Los cuentos de Hoffman son obras de arte incomparables.

          Este documental tiene como presentador, aunque en este caso bien podría hablarse de «conductor», sin el sentido del anglicismo, porque Scorsese nos lleva montados en sus ojos y sus recuerdos en un viaje maravilloso a través de la accidentada historia de estos dos creadores que arrancan su colaboración, antes de formar The Archers, con un Oscar al mejor guion por Los invasores, dirigida en 1941 como parte del esfuerzo propagandístico de la
Segunda Guerra Mundial. Curiosamente, el nieto de Pressburger, Kevin Macdonald, consiguió un Oscar por su película El último rey de Escocia. Bueno, a lo nuestro, decía que Martin Scorsese nos habla de su infancia ante el televisor y del poderosísimo efecto imaginativo y estético que le produjo la contemplación de las producciones de The Archers, cuya vibrante flecha en el blanco de la diana, el logo que precedía a los títulos de crédito en sus obras,  auguraba un intenso placer. Con enorme sabiduría, la propia de uno de los mejores directores del siglo XX y de este XXI recién iniciado, Scorsese, apoyado por un magnífico despliegue de fragmentos de las películas del dúo, pasará revista no solo a lo que de magistral hay en la realización de sus películas, sino, también, a la no siempre fácil historia de ambos cineastas para sacar adelante sus proyectos, e incluso de la marginación que sufrieron durante no pocos años en los que no encontraban financiación para unos rodajes complejos, caros y espectaculares, como se aprecia en Las zapatillas rojas y en Los cuentos de Hoffman, películas en las que el cine se alía con la música y la danza para crear un espectáculo total al que solo le faltaría la voz de la ópera para serlo. El dúo, sin embargo, tocó géneros muy diversos y tienen películas de un carácter íntimo o «de cámara» en las que brillan intensamente sus cualidades, tanto en el guion como en la realización.

          El documental no solo repasa la obra de ambos cineastas, con una interpretación crítica magnífica de Scorsese, sino que incluye grabaciones de ambos autores, entrevistas y otros reportajes a propósito de estrenos, homenajes, etc. ¿Cómo se ha conseguido ese material? Muy sencillo, cuando a ambos les es imposible rodar por falta de financiación, Powell se casa con la montadora habitual de las películas de Scorsese y se va a vivir a Nueva York, donde acaba estrechando una relación muy fructífera con el joven director usamericano, quien cuenta en sus rodajes con la presencia habitual del director británico, con quien consulta no pocos extremos de su actividad. No es de extrañar, pues, que, con el recuerdo que tiene Scorsese de sus visionados juveniles de las obras del dúo,  pensara alguna vez en rendirles el homenaje que ambos se merecen. Y este ha sido el documental que nos cuenta una historias de afecto y admiración entre artistas, todo ello hecho desde la humildad de quien, aun siendo quien es, se rinde ante el genio de la pareja inglesa, de ahí el título del documental: Made in England, como queriendo dar a entender que se trata de un cine inequívoca y artesanalmente británico, algo que es necesario explicarle al público usamericano, porque los aficionados tenemos la suerte de saber que cada país, incluso por poco que pueda representar en el mundo total de la cinematografía, ha producido y realizado películas con una fuerte señal de identidad que las convierte en cinematografías dignas de ser exploradas: pongamos, por caso, el cine japonés, o el francés… Lo importante, al cabo, es lo que de universal hay en todas esas películas que descubrimos en las cinematografías ajenas, pero no lejanas, porque solo reflejando en el cine lo próximo ensanchamos las fronteras de esas historias.

          Si será convincente la exposición crítica de Scorsese, y si será «encantador» Michael Powell, quien parece más un elfo que una persona, que me he hecho el firme propósito de dedicarle un especial crítico a toda su obra. Y siempre con el recuerdo estremecedor de una película de terror psicológico que me clavó en la butaca a mis diecisiete años, El fotógrafo del pánico, una experiencia muy parecida a la sufrida al ver Repulsión, de Polanski, dos años antes. Las zapatillas rojas ya la tenía como un peliculón mayúsculo, del mismo modo que me fascinó Sé a dónde voy, pero voy a aprovechar para ver cuantas hay en Filmin y rendirles, a mi modesta manera, mi propio homenaje. De momento he visto Narciso negro, ¡una maravilla!; Corazón salvaje, en la versión europea, no en la amañada por O’ Selznick, que quedó disconforme con la versión de los autores, y estoy a punto de acabar la Vida y muerte del coronel Blimp, que me recuerda mucho Las maniobras del amor, de René Clair, quien, muy probablemente, viera con interés y provecho la del famoso dúo.

          Estoy convencido de que nadie que vea este documental podrá frenar la súbita necesidad de descubrir, si no las conoce, algunas obras de estos autores o, si ya los conoce, de revisitar películas inolvidables o aprovechar para ver esas que tanto tienen de desconocidas, como Su peor enemigo, que estoy deseando descubrir…

 

 

viernes, 24 de enero de 2025

«Martes negro», de Hugo Fregonese, un potente todoterreno del Séptimo Arte.

 

Un cine negro de serie B convertido por Fregonese y Edward G. Robinson en magnífica serie A.

Título original: Black Tuesday

Año: 1954

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Hugo Fregonese

Guion: Sydney Boehm

Reparto: Edward G. Robinson; Peter Graves; Jean Parker; Milburn Stone; Warren Stevens;

Hal Baylor; Jack Kelly; Sylvia Findley.; Vic Perrin; Russell Johnson; Lee Aaker; Frank Ferguson; Ray Bennett; Edmund Cobb; Stafford Repp; Franklyn Farnum.

Música: Paul Dunlap

Fotografía: Stanley Cortez (B&W).

 

          Autor de Jack el Destripador y de Murallas de silencio, Hugo Fregonese es un  director argentino al que no le faltó trabajo ni buenos repartos para dirigir películas de diversos géneros con una eficacia sorprendente, dado el escaso reconocimiento que se le tributa en nuestros días y lo olvidado que suele estar en la nómina de los grandes directores. Rodó en América, en Europa y una vez en India, y es larga la nómina de excelentes y reputados actores que trabajaron en sus proyectos, como, en esta, un crepuscular Edward G. Robinson que no había perdido ni un ápice de su sabiduría interpretativa, y menos aún si se trataba de competir con un pujante Robert Graves que no llegó a donde prometía, aunque en esta película tiene un papel destacadísimo. Los críticos han de mirar siempre la ficha técnica de las películas, porque el cine es una industria y no hay director que no haya querido rodearse de los mejores técnicos para hacer sus películas. En este caso, para un thriller seco, compacto, sin florituras, muy dramático, Fregonese contó con la inestimable colaboración del dos veces nominados al Oscar a la mejor fotografía Stanley Cortez, de quien basta recordar su participación en un mito de la cinematografía, La noche del cazador, de Charles Laughton, El cuarto mandamiento, de Welles o Corredor sin retorno, de Fuller, para percatarnos de su importancia decisiva en el resultado final de la película.

          El impactante comienzo de la película, la cámara recorriendo lentamente, con un contrastadísimo blanco y negro, con tintes casi expresionistas, las celdas del corredor de la muerte y un blues que suena de fondo con su profundo dolor secular nos va a permitir conocer enseguida a los dos protagonistas de la película condenados a muerte: un viejo gánster y un joven aprendiz que ha guardado su botín, suprema ironía,  en la caja fuerte de un banco. Todos los planos de la película responden puntualmente a las técnicas habituales del cine negro: picados y contrapicados, primeros planos de la rueda y guardabarros del coche que se detiene en seco, el haz de luz de la lámpara que deja lo que la rodea en penumbra. Y luego la descripción de los personajes, que caen de lleno en arquetipos, como el caso de Robinson, a los que Fregonese, a lo largo de la narración, rellenará de una personalidad concreta y mínimamente compleja, lo suficiente para habérnoslas con personas, no con máscaras.

          La preparación de la ejecución de ambos condenados y los esfuerzos de la banda de Robinson para dar un golpe sorpresa que permita liberar al jefe crean una atmósfera de suspense que inicia lo que será una descabellada huida del centro penitenciario, no sin dejar un rastro de muertes que incluyen a un policía de talante humanitario para con los presos, y cuya hija, al comienzo de la historia, le cambia la tartera que se habían intercambiado sin darse cuenta. Esa hija, a quien secuestrará la banda del condenado, jugará un papel de rehén que va más allá de la pasividad propia de tal condición, promoverá en el joven ladrón que resulta herido una reflexión que influirá en el desenlace de la película.

          Se trata de una película de acción en la que la huida de la penitenciaría se efectúa a través de un sistema de ocultación del coche en que han huido que impide ser localizado por la policía. Como para favorecer la huida, los condenados liberan a los otros presos y se llevan varios rehenes, entre ellos el médico y el capellán reglamentarios en las ejecuciones, así como el periodista a quien encarga cubrir la ejecución para evitar las repeticiones habituales en esas crónicas. Estamos, pues, ante una situación extraordinaria: dos condenados a muerte que escapan minutos antes de que sean ejecutados, sin que la policía tenga la más mínima idea de cómo dar con los evadidos.

          La vida en el almacén en ruinas donde se han escondido sigue los pasos habituales de este tipo de situaciones, y permite discursos que van desde la perspectiva religiosa del sacerdote, la humanitaria del doctor o la vengativa de la hija que expresa su deseo de no importarle lo más mínimo que el joven ladrón muriera a causa de las heridas recibidas en el tiroteo que precedió a su huida.         

          De hecho, el viejo gánster no tarda en perder los nervios cuando el joven le dice que solo él podrá sacar el dinero del banco, pues solo él tiene la llave de la caja de seguridad y la firma que lo acredita como propietario. La idea es recuperar el dinero, doscientos mil dólares, hacer el reparto y, por la noche, huir en una avioneta, presumiblemente a Centroamérica o Sudamérica. Pero, antes de eso, lo principal es recuperarse el herido de bala y luego aguantar la recogida del dinero sin descomponerse por su debilidad, algo que está a punto de suceder cuando, en compañía del vigilante armado, supera un desmayo que los hubiera delatado. El coche, la vampiresa del gánster ejerciendo de secretaria para no levantar sospechas, las inevitables gafas de sol, la hoja de la prensa en la que aparecen los retratos de los evadidos…, todo parece confabularse para delatarse cuando menos lo esperan, y es lo que sucede: el vigilante toma nota de la matrícula y la policía se limita a seguir el coche sin levantar sospechas, para ver dónde se esconden los evadidos.

          Una vez rodeados de policía y sin escapatoria posible, las tensiones en el interior del escondite se asemejan a las propias de las que se suceden en las situaciones de acorralamiento. Lo mejor y lo peor,  entonces, de cada persona sale a la luz. La balacera continua que se desata, además, va a provocar no pocos heridos y algún muerto de tanto relieve como la chica del gánster, lo que provoca, por ejemplo,  que use al cura para decir un breve responso; el cura al que acababa de decir que sería el primer rehén ejecutado y lanzado a los pies de la policía para permitirles salir. Que el jefe de policía les revele a los rehenes que no puede hacer nada por ayudarlos y que de allí los evadidos solo saldrán o detenidos o con los pies por delante, trae a primer plano consideraciones morales que alimentarán dialécticamente la película y servirán para darle verdadera enjundia a una situación imposible. Y aquí me detengo. Piénsese que en apenas 80 minutos la historia ha de atender a no pocos conflictos humanos, pero Fregonese se las compone para, salvo algunos figurantes de la banda, resolver todas esas situaciones, algunas límite. Estamos, pues, ante un ejercicio de concisión narrativa que deja en evidencia las kilométricas duraciones de las actuales películas, ninguna de las cuales suele bajar de las dos horas y cuarto…, con un exceso de «relleno» que poco o nada aporta a la esencia de la historia contada.

martes, 21 de enero de 2025

«Upon Entry», de Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez.

Una ópera prima de cámara… o las tribulaciones aduaneras.

Título original: Upon Entry

Año: 2022

Duración: 72 min.

País: España

Dirección: Alejandro Rojas, Juan Sebastián Vasquez

Guion: Alejandro Rojas, Juan Sebastián Vasquez

Reparto: Alberto Ammann; Bruna Cusí; Laura Gómez; Ben Temple; Gerard Oms; David Comrie.

Fotografía: Juan Sebastián Vasquez.

 

          Una ópera prima de dos realizadores venezolanos afincados en Barcelona, a juzgar por la historia, fiel reflejo de la nuestra realidad, en la que castellano y catalán se usan por igual y son corrientes las parejas de distinta lengua materna. El motivo dinámico de la historia tiene que ver, sin embargo, con la intención de la pareja protagonista de emigrar a Usamérica. El espectador nada sabe de ellos, y la película, muy ajustada de metraje, desarrolla con inteligencia los pormenores de la historia que comparten (¡y que no!) a través de una indagación de los servicios de inmigración, cuyo celo en Usamérica es bien conocido por todos aquellos que pretenden entrar en el país, con cualquier tipo de visado. J.O., un buen amigo mío, catedrático de Economía, sufrió un proceso parecido al de la película, y aunque estaba invitado por una Universidad para dar una conferencia, fue obligado a desnudarse en esas salas «secundarias» y su equipaje y su persona sometidos a un escrutinio que no le han dejado gana ninguna de volver a ese megapaís. Supongo que sus orígenes políticos ultraizquierdistas estarían en el origen de todas as suspicacias que levantó, aunque ya llevábamos no pocos años de democracia reconocida internacionalmente.

          Desde el formulario que les pasan nada más llegar para presentarlo en el control de pasaportes, a Diego, el protagonista, comienza a cambiarle la cara y la expresión . No sé si es demasiado pronto para lanzarle a los espectadores la tremenda sospecha de que el pasado de Diego le puede deparar no pocos problemas. Ambos son trasladados a una sala de espera y después a una pequeña estancia en la que dos agentes de aduanas van a someterlos a un interrogatorio que choca de lleno con los derechos constitucionales que nos asisten en un Estado de Derecho, pero, como la oficial les dice: aún no están en territorio usamericano y pueden no entrar nunca, porque la última decisión la toma ella, sin más instancia de recurso: su palabra es definitiva para ser admitidos o rechazados, con el consiguiente vuelo de vuelta al país que escojan, o el de origen u otro cualquiera.

          Sí, por supuesto, las sospechas recaen sobre Diego, y no sobre Elena, la también protagonista, porque ella es española y él es venezolano. La actual situación de Venezuela, algo que se quiere denunciar indirectamente en la película, convierte a cualquier venezolano que quiera entrar en Usamérica en una persona sospechosa de querer entrar para quedarse definitivamente, al margen del periodo que marque su visado. Que los dos formen una «pareja de hecho» ya es altamente sospechoso, y no hay más que recordar el fenómeno de los matrimonios «de conveniencia» no solo para entrar en otro país, sino para obtener desde el permiso de residencia hasta la mismísima nacionalidad. Recuerdo con agrado Nueva vida en Nueva York, de Cédric Klapisch, en la que vemos un matrimonio de conveniencia y cómo los casados ensayan para vencer el duro interrogatorio de los agentes de inmigración cuya labor es detectarlos.

          Está claro que el sistema aleatorio de selección de candidatos a un interrogatorio de «tercer grado» como el que sufre la pareja protagonista parece tener una sólida base de datos detrás, porque en el drama psicológico, con fuertes dosis de suspense en que se convierte la indagación, se va descubriendo el pasado de él que su pareja actual ignora, lo que, interrogatorio tras interrogatorio, va a dar un vuelco notable a la historia entre ambos: los silencios, las ignorancias, los olvidos, las personas del pasado de él que aparecen sospechosamente en las «confidencias» intencionadas de los agentes, todo se orquesta para que pasen del amor total y la máxima confianza a un principio de sospecha que va creciendo a medida que pasan los minutos.

          La habilidad suprema de los guionistas ha significado un gran triunfo: en la más anodina de las situaciones: pasar el control de pasaportes, vamos a asistir, con la frialdad descarnada de unos funcionarios que hurgan hasta en la ropa interior de los sospechosos, a la narración de una relación amorosa que los funcionarios manosean, pero no distorsionan; usan, pero no inventan; lanzan como ariete, pero no esconden la mano… Y en ese juego terrible en que se desnuda su intimidad —y de poco valen los amagos de protesta de Elena ante lo obvio: los agentes están invadiendo su intimidad y pasándose todas las líneas rojas de sus derechos inalienables como ciudadanos inocentes hasta que se demuestre lo contrario; en ese juego, decía, hay que destacar el poder absoluto que ejercen los funcionarios, en cuya decisión está admitirlos o rechazarlos, ¡y a fe que ambos, Laura Gómez y Ben Temple, dan el papel de una manera ultraconvincente! Lo que sucede, no obstante, es eso: que la pareja está en la famosa «tierra de nadie», algo que ya exploró Spielberg en su película La terminal, y sus «verdugos» tienen una habilidad psicológica endiablada para sacar a los protagonistas no solo de sus casillas, sino incluso para enfrentarlos a raíz de supuestas confesiones que el otro y la otra no han podido oír. En cierto modo, la película tiene un cierto componente de película de terror, porque la opresión del espacio, de la luz, de la reiteración indagatoria son elementos que minan las defensas de los personajes, sobre todo de Diego, aunque ambos sepan cómo salir del paso de las malignas insinuaciones y las fundadas sospechas con que pretenden acorralar a una pareja que, obviamente, ya no volverá a ser la misma tras ese interrogatorio.

          No revelo nada si aplaudo un final excelente, pero es justo reconocerlo. Del mismo modo que queda clara la denuncia sesgada del gobierno usamericano contra los orígenes hispanoamericanos de los candidatos a entrar en el país, y especialmente si provienen de países en crisis, como Venezuela.

Como ópera prima que es, queda claro el enorme potencial de estos autores, porque nada en la película resulta ni forzado ni artificial, sino que, para deleite de los espectadores, vemos la vida misma transcurriendo ante nuestros ojos curiosos y agradecidos.

miércoles, 15 de enero de 2025

«La vida de Oharu, mujer galante», de Kenji Mizoguchi o la sensibilidad.

 

El drama de la cortesana repudiada en el Japón de los clanes.

 

Título original: Saikaku ichidai onna

Año: 1952

Duración: 148 min.

País: Japón

Dirección: Kenji Mizoguchi

Guion: Yoshikata Yoda. Novela: Saikaku Ihara

Reparto: Kinuyo Tanaka; Tsukie Matsuura; Ichiro Sugai; Toshirô Mifune; Toshiaki Konoe; Kiyoko Tsuji; Hisako Yamane; Jûkichi Uno; Eitarô Shindô; Akira Ôizumi; Kyôko Kusajima; Masao Shimizu; Daisuke Kato; Toranosuke Ogawa; Hiroshi Oizumi; Haruyo Ichikawa; Yuriko Hamada; Noriko Sengoku; Sadako Sawamura; Masao Mishima; Eijirô Yanagi; Chieko Higashiyama.

Música: Ichiro Saitô

Fotografía: Yoshimi Hirano (B&W).

 

          Voy por la undécima película de Mizoguchi criticada en este Ojo tan complacido en un autor que ha descrito como pocos el universo de la mujer maltratada y preterida, y, sobre todo, el tan poético como dramático mundo de las prostitutas, las geishas. Estamos ante una película histórica, cierto, pero la historia de Oharu, delicada y conmovedoramente interpretada por la magistral actriz Kinuyo Tanaka, con actuaciones tan destacadas, a las órdenes de Mizoguchi, como en La mujer crucificada, va más allá de la prostitución, porque la muchacha tiene la desgracia, siendo concubina en la corte del señor feudal, de enamorarse de un siervo, lo que condena a ambos: a él, a ser decapitado; a ella, al ostracismo, teniendo que abandonar la ciudad sagrada de Kyoto con sus padres, quienes se las prometían muy felices con la «colocación» de su hija en la corte. Es famoso, ¡y no hay para menos!, el plano secuencia de la joven que huye corriendo de la casa de sus padres, cuchillo en mano y hacia un bosque de bambúes, tras haber recibido la noticia de la muerte de su enamorado, para poner fin a su vida sin sentido en un mundo que prohíbe el amor entre clases distintas.

Pasado el tiempo, el señor necesita escoger una amante para que le dé un heredero al clan. La labor de selección por parte de un orondo emisario que no puede volver sin una candidata es uno de los pocos momentos no dramáticos de la película, y la tabla de requisitos que ha de cumplir la candidata sorprende a cualquiera. Peso, altura, medidas, limpieza inmaculada de la piel, tamaño de los ojos, de las orejas, del óvalo del rostro, de los pies, etc. forman parte de ese catálogo que, cuando ya desespera el enviado de tener éxito, se produce por puro azar, al ver a la joven cantando en un coro de música tradicional. A partir de ese momento, el padre vuelve a forjarse sueños de grandeza, y comienza a gastar alegremente, endeudándose, porque su hija está destinada a ser la madre del heredero del señor del clan. La rivalidad entre la primera concubina y la candidata a darle descendencia al señor tiene una consecuencia fatal para Oharu: nada más dar a luz, le quitan la criatura para que la ateten las amas de cría, lo que da pie, la caída en desgracia de la recién parida, a una de las muchas escenas emotivísimas que nos brinda la película: Agarrada a la pared tras la que ha desaparecido la criatura que acaba de parir, la joven se resbala hasta el suelo, y queda, casi en posición   fetal, lamentando su pérdida: ¡realmente, desgarradora! Y aunque el señor se ha «aficionado» a ella, los consejeros consideran que se trata, dados sus antecedentes, de una mala influencia para el señor, por lo que vuelven a decretar un segundo ostracismo.

          Si hay un maltratador principal en la vida de Oharu, bien merece el padre ocupar el primer puesto, porque solo ve en su hija una mercancía de la que sacar el máximo provecho posible. La joven, dócil, reservada y discreta, asiste al rumbo del azar que gobierna su vida desde una suerte de resignación que, tras el inicial intento de suicidio, se ha convertido en una aceptación pasiva no exenta, por supuesto de sobresaltos dramáticos, como la muerte del marido comerciante con quien ha conseguido casarla el padre y con quien llevaba una vida modesta y feliz.

          La película está construida desde el presente en varios flashbacks que cuentan la desventurada historia de la joven hasta que llega a la vejez y está a punto de morir en la calle. Sentada en una esquina, junto a unas ruinas, toca un instrumento tradicional y entona una canción que, literalmente, sacude las entretelas del alma, tal es la conmoción que provoca en quien oye esa tonada melancólica, triste y dulce hasta el más íntimo de los dolores. De su desfallecimiento la rescatan dos prostitutas mayores que la animan a adecentarse para ganarse su propia comida, y es notable la secuencia en la que sigue a un viejo que se reúne con otros hombres en torno a un fuego. Allí se convierte, irónicamente, en lo más parecido a una hechicera que impresiona a los presentes.

          En el prolongado deambular de la protagonista, hay un momento en que es llevada a la corte para conocer a su hijo, aunque le está prohibido acercarse a él y más aún hablarle. ¡Qué ballet escénico memorable, el del desfile del joven señor, hermoso, apuesto, príncipe de sus pasos y señor de su dominio, acompañado por cortesanos y hermosas cortesanas que parecen envolverle en un capullo que lo proteja de las asechanzas del mundo! La madre, por su parte, inicia una carrera hacia él que es reprimida por los soldados del clan que la vigilan para no delatar su presencia ante él.

          Supongo que ya lo habré dicho en alguna de las diez críticas anteriores a sus películas, pero  la composición del plano en las películas de Mizoguchi tienen un componente entre pictórico y arquitectónico muy marcado. Es muy frecuente la intersección de planos de los elementos del decorado, sobre todo en espacios muy diáfanos, con escasísimos elementos decorativos. Sí que el silencio de las puertas correderas y los pasos cortos a que obligan los kimonos crea una suerte de serenidad que, si se altera, nos marca la impronta de la violencia, siempre presente de una u otra forma, sutil o explícita, en sus películas. Aquí se manifiesta, por ejemplo, en la escena en la que, tras haber profesado como aspirante a monja budista, Oharu recibe la visita del comerciante que le había prestado dinero para un nuevo kimono, gracias a un empleado con quien ella escapa hasta que son descubiertos y ella vuelve a quedarse sola. La reclamación del prestamista no es atendida por la joven, quien, con una violencia que la degrada, protagoniza un desnudamiento del traje ceremonial como rito de humillación de quien nada posee ya en el mundo, ni la dignidad, pues el hombre accede a la relación carnal con ella, momento en que son sorprendidos por la hermana del monasterio, con el resultado fácilmente imaginable.

          ¡Cómo ha sabido Mizoguchi reflejar el desamparo y la fragilidad de la protagonista!, así como la terrible deriva de sus días, como si en ninguno de ellos hubiera podido ejercer la más mínima libertad. La película fue León de Oro en Venecia y supuso el reconocimiento internacional de Mizoguchi, aunque aún obras fundamentales de su filmografía estaban por llegar: Cuentos de la luna pálida, El intendente Sansho o  La emperatriz Yang Kwei-fei, entre otras muchas, en una larga carrera con más de noventa títulos.

         

lunes, 13 de enero de 2025

«El 47», de Marcel Barrena o la inmigración plurinacionalizada.

 

La lucha vecinal desde la corrección política o el inmigrante felizmente integrado…

 

Título original: El 47

Año: 2024

Duración: 110 min.

País: España

Dirección: Marcel Barrena

Guion: Marcel Barrena, Alberto Marini

Reparto: Eduard Fernández; Clara Segura; Zoe Bonafonte; Salva Reina; Carlos Cuevas; Vicente Romero; Betsy Túrnez; Óscar de la Fuente; David Verdaguer; Aimar Vega; Borja Espinosa; Pep Ferrer; Mireia Rey; Carme Sansa; Francesc Ferrer; Lolo Herrero; Eva Arias;  María Morera; Elena Fortuny; Carlos Oviedo; Juan Olivares; Albert Prat; Àlvar Triay; Salvador Olivia; Álex Moreu; Jan Serra; Pep Linares; Víctor Benjumea; Maite Buenafuente;

Greta Falp; Josep Cárceles; Marià Vila de Abadal; Antonio Molero Cortés; Eli Iranzo; Tian Tosas; Blanca Star Olivera;.

Música: Arnau Bataller

Fotografía: Isaac Vila.

 

          Anticipo que no vi 100 metros ni Mediterráneo, y me he «colado» como acompañante en la proyección casera de esta loa llena de trampas y trucos que se ajusta a la corrección política gubernamental, y de ahí el entusiasmo de algunos políticos con esta edulcoración de una historia verdadera en la que se confunden muchas cosas, se traicionan otras y se adulteran realidades objetivas. He tenido, desde las primeras secuencias de la película que se echaba de menos que el franquismo, en línea con el agitprop gubernamental, no fuera el enemigo fascista de principio a fin de la historia, como lo fue en esas primeras secuencias del inicio de la construcción de las chabolas, primero, y luego casas, en la zona de Torre Baró, un inicio prometedor que se desvirtúa a las primeras de cambio cuando sale la monja proselitista del catalanismo repartiendo las manzanas del Paraíso para seducir a los «fieros» trabajadores venidos a la Cataluña eterna y se integren como es debido. Sí, es cierto que desde la figura del vendedor de materiales, la directora del coro y el empleado parasocialista de la alcaldía de Socías Humbert, quien le preparó el terreno a Narcís Serra, hay destellos de esa xenofobia típica de muchos catalanes, los mismos que han empujado —«¡Fins al final, fins al final…!», como lloriqueaba Montserrat Rovira, en vídeo memorable— la política hacia la independencia; pero, en esencia, y el matrimonio del protagonista lo demuestra, la película hace la loa del inmigrante docilitado, esto es, «felizmente integrado» en esa Cataluña eterna del sueño imperial, más que estatal.

          Quienes han indagado en la Historia, ya han señalado las muchas incongruencias y escamoteos de la narración, en aras de la construcción de un modelo de héroe social «a la usamericana», a pesar de la militancia en CCOO y en el PSUC del protagonista. Detalles menores, como que tuviera un hijo y no la hija que aparece pueden ser absueltos en función de la construcción melodramática, como la interpretación francamente sorprendente de la canción de Chicho Sánchez Ferlosio, dada su escasa difusión incluso en la época, aunque fuera compuesta en 1963, pero recordemos que el `primer disco de Chicho se publicó en España en 1978.

          La película está construida para el lucimiento de Eduard Fernández y el actor cumple escrupulosamente, con la misma eficacia con la que interpretó a Paesa en aquella magnífica película de Alberto Rodríguez, El hombre de las mil caras. Pero lo que podría haber sido una película que exhibiera los durísimos momentos de muchos inmigrantes que llegaron del sur y del este, no olvidemos la región de Murcia, va derivando, por mor de la síntesis ineludible, en una sucesión de «momentos» a los que les falta la necesaria conexión, el «desarrollo» que explique cómo se llega desde el punto inicial hasta el momento apoteósico del «secuestro» que, por mis propios recuerdos de aquella época, pasó casi desapercibido en la prensa, si bien para quien en esos años dedicaba todo su tiempo a trabajar y sacar su carrera universitaria ese secuestro no fuera una de las noticias a las que pudiera prestar atención.

          Decía al principio que la película parece echar de menos que el franquismo no pudiera ser declarado el enemigo fascista contra el que se luchaba, pero estamos en un año de transición, desde las primeras elecciones del 77 hasta las posteriores del 79 ya bajo el paraguas de la nueva Constitución, la del 78, que superaba —¡eso creímos entonces, ilusos de nosotros!— la división cainita de las dos españas. Llama poderosamente la atención el hecho de que la aventura municipal de Vital, con un pijoprogre parasocialista, perfectamente interpretado por David Verdaguer, como interlocutor, suceda en ese interregno, y de ahí el uso de la bandera española franquista que aparece en uno de los planos en el Ayuntamiento. Lo que sí se advierte es el desprecio secular del Ayuntamiento por el extrarradio, al que no se puso remedio sino bajo el mandato de Montilla, por cierto, con la ley de reforma de los barrios de la ciudad en 2010, dotada con 200 millones de euros.

          La película tiene una vertiente melodramática que no acaba de cuajar, porque n o hay, propiamente, un desarrollo que permita potenciar esos momentos, y el conflicto con la hija o el ansia de mejorar de casa de la monja con quien se acaba casando el protagonista se arrumban con un discursito de «héroe de barrio» muy de raíces y del sudor y las manos con que han edificado su «lugar en el mundo». A este espectador, ya puestos, le hubiera gustado saber cómo entra Vital como conductor en los autobuses municipales, pero la «construcción» ideológica de la historia atiende a otros asuntos como tocar la fibra sensible del idealismo colectivo y, por supuesto, el reconocimiento del «fet nacional» catalán, a pesar de que alguna disidencia hay entre quienes se hartan del supremacismo que los acoge como mano de obra y los humilla como supuestamente desarraigados y sin tradición cultural ninguna, al decir de las buenas gentes acogedoras. Mucho antes de los hechos de la película, en 1968, fui invitado a comer en casa del campeón de España de natación juvenil, porque también yo había sido seleccionado para formar parte de la Selección española. En aquella reunión, henchida de catalanismo por los cuatro costados, el hermano mayor de mi «amigo» quiso leer un poema que él había compuesto, y en él se describía a los murcianos como Los invasores, con el meñique tieso, según la famosa serie de televisión de la época. Llevo cincuenta y un años en Cataluña, no lo he olvidado nunca.

          Con todo, hay un componente populista en la película que, como ya he dicho, se vehicula a través de la estupenda intervención de Eduard Fernández, quizás excesivamente «desgarrada», y lo que no acaba de cuajar es la oposición entre el policía nacional y el líder vecinal, muy de western, poco creíble; pero son muchas las escenas que caen en la inverosimilitud, como la de la pintada en el Ayuntamiento, por ejemplo. Falta, pues, rigor y coherencia en el planteamiento de la historia. Se quiere contar un poco de todo y se acaba desnaturalizando una lucha vecinal que aún no ha acabado, por cierto. Si he de juzgar por mi única participación, hacia el 83, en el movimiento vecinal de Gracia que se opuso al Plan comarcal que quería continuar Paseo de San Juan para unirlo con Escorial y Pi i Margall, está claro que la película ha desaprovechado un ejemplo señero para ahondar en un modo de vida y de lucha social que no puede ceñirse al secuestro del 47.

         

«El bello Sergio», de Claude Chabrol y «*Sibila», de Serge Bourguignon. Dos óperas primas de gran mérito.

 

Título original: Le beau Serge

Año: 1958

Duración: 99 min.

País: Francia

Dirección: Claude Chabrol

Guion: Claude Chabrol

Reparto: Gérard Blain; Jean-Claude Brialy; Michèle Méritz: Bernadette Lafont; Claude Cerval; Jeanne Pérez; Edmond Beauchamp; André Dino; Michel Creuze; Claude Chabrol; Philippe de Broca.

Música: Émile Delpierre

Fotografía: Henri Decaë, Jean Rabier (B&W).

 

 

Título original: Les dimanches de Ville d'Avray

Año: 1962

Duración: 106 min.

País:  Francia

Dirección: Serge Bourguignon

Guion: Serge Bourguignon, Bernard Eschassériaux, Antoine Tudal. Novela: Bernard Eschassériaux

Reparto:  Hardy Krüger; Patricia Gozzi; Nicole Courcel; Daniel Ivernel; Michel de Ré; André Oumansky; France Anglade.

Música: Maurice Jarre

Fotografía: Henri Decaë (B&W).

 

La degradada Francia rural de la posguerra y un conmovedor drama poético sobre los perdidos y abandonados.

 

          He aquí dos muestras de cine francés de altísimo nivel, sobre todo tratándose del primer largometraje de cada uno de ellos. La primera es de un director, Claude Chabrol, que, aun perteneciendo al movimiento de la Nouvelle Vague, siempre se mantuvo bastante alejado de los experimentos formales que acabarían concentrándose, básicamente, en el cine de Jean-Luc Godard. Gran retratista de la vida en las pequeñas ciudades provincianas y de la depravación moral de la burguesía, su debut en el cine nos ofreció un intensísimo drama de carácter rural que más responde a los principios estéticos del Naturalismo que a otra cosa, dada la crudeza de las vidas retratadas en la película. La otra, de Serge Bourguignon, que obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera, es un prodigio de sensibilidad y emotividad con una terrible irrupción dramática de la realidad más retorcida en el ámbito lírico de una relación humana sorprendente y feliz. Bourguignon, por su parte, fue un autor autodidacto y enfrentado a los principios estéticos y, personalmente, al grupo de jóvenes innovadores de Cahiers du Cinéma, con quienes acabó enfrentado. Se ve que no sentó nada bien lo del Oscar a la mejor película extranjero para quienes la crême de la crême de la cinematografía francesa consideraba poco menos que un advenedizo, si no un intruso. El caso es que, Bourguignon, un cineasta autodidacto ganó la admiración mundial con una narrativa de hechuras clásicas, y cercana, se me ocurre, al cine de Robert Rossen, Lilith, por ejemplo, y al de Robert Mulligan, Matar a un ruiseñor, para mayor abundamiento.

          La historia de Chabrol es de sencillo planteamiento tradicional: un hijo de un pequeño pueblo que salido de él y se ha instalado en París, la capital, vuelve al pueblo, cuyo clima le va bien para curarse ciertos problemas respiratorios. Al llegar se cruza con un viejo amigo cuyo estado de embriaguez le inspira el fraterno deseo de ayudarlo para que el alcoholismo no arruine su vida, como la de tantos y tantos embrutecidos en un medio en el que el alcohol aparece casi con tintes liberadores, al viejo estilo del beber para olvidar la miseria del presente, del mal trabajo, de los pocos ingresos y de una penosa vida familiar que se combate con un donjuanismo de aldea en el que no tardará en caer el recién llegado, cuando una joven despliegue sus artes seductoras para atraparlo en ellas. La superioridad moral del joven urbanita choca violentamente con  un código rural en el que la violencia resuelve, aclara o enturbia definitivamente muchas relaciones.

          La película, rodada básicamente en exteriores, tiene una doble perspectiva: la dramática de las relaciones humanas que repasa y la documental de quien levanta acta de un tipo de vida que poco a nada tiene que ver con la vida de la gran ciudad. Hay una escena, en medio de la calle, en la que los dos amigos protagonistas se encuentran con otros dos jóvenes, uno de ellos es Jacques Rivette, autor de París nos pertenece y La bella mentirosa, entre otras, pero refiero las que he visto; y el otro es el propio Chabrol, desgalichado, enclenque y fiel retrato del intelectual joven de finales de los cincuenta, muy distinto de los que protagonizarían, una década más tarde, el mayo del sesenta y ocho. Godard, sin embargo, se movió como pez en el agua en ambas generaciones, y solo cabe recordar su cine maoísta antes de descubrir el documentalismo de Dziga Vértov, por supuesto.

          El afán redentorista del joven urbanita, de raíz religiosa, choca con el desengaño del cura de la localidad, quien lo desanima de continuar en sus esfuerzos, porque el alcohólico, frustrado por una paternidad malograda, tras la muerte del primer hijo que esperaba, vive una relación marital desastrosa, aunque su mujer vuelve a estar embarazada y a punto de parir, durante la estancia del amigo en el pueblo. Y por aquí, camino del alumbramiento, es cuando la película sube de nivel poderosamente, porque acaece en una noche nevada y el protagonista ha de internarse en caminos helados en busca del doctor y del amigo, con el consiguiente riesgo para su quebrantada salud. Son escenas conmovedoras e impactantes, visualmente.

          *Sibila, comencemos por la nota, es una desafortunada traducción de un nombre que se revela como uno de los grandes secretos de la película, y cuyo valor metafórico está fuera de toda duda. El título chafa esa «revelación» y confunde al espectador. Y aunque en el desarrollo de la historia hay una adivinadora, que bien hubiera podido dar nombre a la historia, no tiene, sin embargo, el peso narrativo específico para tal cosa.

          La película comienza con unas secuencias bélicas de la guerra de Indochina en la que un piloto pierde el control del avión y acaba estrellándose contra la gente, representada en la película por el grito de horror, en primer plano, de una niña que ve venir hacia ella el avión. Inmediatamente después estamos en una estación de la que se baja un hombre con una niña. La lleva a un colegio religioso donde vivirá interna, aunque, propiamente, lo que hace es «abandonarla» allí. El piloto se cruza con ellos e intercambia una mirada y una sonrisa cómplices con la niña. Nada sabemos de él, ni del padre y la niña. Y así seguiremos durante buena parte del metraje, aunque, en la huida del padre, deja una cartera de la niña en la entrada y el piloto la recoge para entregarla después. Por bienentendidos posteriores, el piloto acaba siendo confundido, gracias al recibimiento efusivo que le hace la niña, tirándose a sus brazos, porque lo ve como la puerta de salida para los domingos, el día en que las internas son recogidas por sus familias. El piloto, amnésico, vive con la enfermera que lo atendió y, a pesar de que él se muestra afectivo con ella, la inseguridad total sobre sí mismo no le deja sern quien ignora que es. Como la joven trabaja los domingos en el hospital, Pierre, el piloto, puede sacar de paseo a la niña, Françoise, con total tranquilidad. El lago próximo al internado será el espacio en el que se desarrolle una relación en la que la niña, precoz, llevará la voz cantante. Que hay un punto de ficción maravillos en la historia lo descubrimos cuando asistimos a un ritual poético emotivo: la niña lanza una piedra al lago y cuando se generan las ondas sonbre la superficie, ella sentencia: «ya estamos en casa». «Casa», en esta hermosa película de un amor imposible, es el espacio de excepción en el que una niña y un amnésico que parece representar una edad parecida a la de la niña, doce años, cuyos lances, celos incluidos de un caballista que pasea por las riberas del lago —intepretado por el propio director— y que tanto impresiona a la joven, así como de las atenciones que ella recibe de un jovencito con quienes ella juega un rato, separándose de su padre adoptivo, se van a desarrollar en ese entorno natural de un modo tan intenso que, hacia el final, ambos saben que han nacido para estar juntos, porque ambos son huérfanos: él, por su amnesia; ella, porque su padre la ha abandonado: Les dimanches de Ville d'Avray, los domingos en Ville d’Avray, es el título de la novela y el original de la película, que, por cierto, fue estrenada en Usamérica antes que en Francia, con notable éxito, algo que a los «egos» intensitos de los miembros de la Nuvelle Vague no debió de gustarles mucho.

          De forma paralela, la enfermera tratará de atraerlo a las relaciones del mundo adulto, y es notable la relación que él tiene con un escultor, al que ayuda en algunos trabajos, pero descubre, preocupada, que él parece tener una vida secreta que no comparte con ella. Una salida con los amigos, visita incluida a una feria en la que entrará a que le digan la buena fortuna, momento en que «robará» a la vidente el cuchillo que, lanzado contra un árbol, es capaz de poner en contacto a los seres humanos con el lenguaje de la naturaleza, tal y como hacía la madre de Françoise, es incapaz de distraerlo de la emotiva y profunda relación de amistad, camaradería y amor con la niña. La enfermera, que un domingo renuncia a ir a trabajar para seguir a su compañero, descubre, entre asustada y conmovida, la relación con la hija adoptada. Su transición desde la sospecha hacia la confianza reproduce el mismo viaje del espectador, porque el protagonista, Pierre, Hardy Kruger, es una presencia inquietante que te invita a imaginar lo peor, dada la ambigüedad que suponen sus reacciones, y aunque el fantasma de la pederastia sobrevuele esa relación, no es menos cierto que la edad mental del amnésico por estrés postraumático. Y el enamoramiento preadolescente de la niña, que ya hace planes sobre el futuro, y cuánto habrá de esperar para poder vivir con él como hombre y mujer, añade una nota de turbiedad psicológica tan impactante que, como espetador de semejante relación desigual, te mantiene en vilo durante todo el metraje. La niña, Patricia Gozzi,  expresiva hasta niveles sorprendentes para su edad, compone un personaje inolvidable, y dota a la película de esa ambigüedad entre lo maravilloso y lo real que a nadie puede dejar indiferente. A lo largo de la novela, la niña ha evitado decirle su nombre, porque Françoise se lo han puesto las monjas, lo que viene a equivaler a la Jane Doe usamericana. En una de las emotivas escenas, en la que ambos celebran la Navidad, ella le deja en el árbol iluminado una pequeña caja que él abre casi tembloroso para descubrir que el regalo que le hace es el de su nojbre verdadero. Cuando el espectador lo lee, ve el pufo monumental de la adaptación del título, pero se acaba congraciando con el sentido poético de la película. Curiosamente, en esa película aparentemente menor de Reed, Stella, también la protagonista le regala una cajita, en el interior de la cual hay una leyenda universal: I love you.

          Para ser la ópera prima de su autor, qué duda cabe de que Serge Bourguignon realizó lo que conviene reconocer como un auténtico clásico, no solo del cine francés, sino del cine universal.