El drama de la cortesana repudiada en el Japón de los clanes.
Título original: Saikaku
ichidai onna
Año: 1952
Duración: 148 min.
País: Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Guion: Yoshikata Yoda.
Novela: Saikaku Ihara
Reparto: Kinuyo Tanaka; Tsukie
Matsuura; Ichiro Sugai; Toshirô Mifune; Toshiaki Konoe; Kiyoko Tsuji; Hisako
Yamane; Jûkichi Uno; Eitarô Shindô; Akira Ôizumi; Kyôko Kusajima; Masao
Shimizu; Daisuke Kato; Toranosuke Ogawa; Hiroshi Oizumi; Haruyo Ichikawa;
Yuriko Hamada; Noriko Sengoku; Sadako Sawamura; Masao Mishima; Eijirô Yanagi;
Chieko Higashiyama.
Música: Ichiro Saitô
Fotografía: Yoshimi Hirano
(B&W).
Voy por la
undécima película de Mizoguchi criticada en este Ojo tan complacido en
un autor que ha descrito como pocos el universo de la mujer maltratada y
preterida, y, sobre todo, el tan poético como dramático mundo de las
prostitutas, las geishas. Estamos ante una película histórica, cierto,
pero la historia de Oharu, delicada y conmovedoramente interpretada por la
magistral actriz Kinuyo Tanaka, con actuaciones tan destacadas, a las órdenes
de Mizoguchi, como en La mujer crucificada, va más allá de la
prostitución, porque la muchacha tiene la desgracia, siendo concubina en la
corte del señor feudal, de enamorarse de un siervo, lo que condena a ambos: a
él, a ser decapitado; a ella, al ostracismo, teniendo que abandonar la ciudad
sagrada de Kyoto con sus padres, quienes se las prometían muy felices con la
«colocación» de su hija en la corte. Es famoso, ¡y no hay para menos!, el plano
secuencia de la joven que huye corriendo de la casa de sus padres, cuchillo en
mano y hacia un bosque de bambúes, tras haber recibido la noticia de la muerte
de su enamorado, para poner fin a su vida sin sentido en un mundo que prohíbe
el amor entre clases distintas.
Pasado el tiempo, el señor necesita
escoger una amante para que le dé un heredero al clan. La labor de selección
por parte de un orondo emisario que no puede volver sin una candidata es uno de
los pocos momentos no dramáticos de la película, y la tabla de requisitos que
ha de cumplir la candidata sorprende a cualquiera. Peso, altura, medidas,
limpieza inmaculada de la piel, tamaño de los ojos, de las orejas, del óvalo
del rostro, de los pies, etc. forman parte de ese catálogo que, cuando ya
desespera el enviado de tener éxito, se produce por puro azar, al ver a la
joven cantando en un coro de música tradicional. A partir de ese momento, el
padre vuelve a forjarse sueños de grandeza, y comienza a gastar alegremente,
endeudándose, porque su hija está destinada a ser la madre del heredero del
señor del clan. La rivalidad entre la primera concubina y la candidata a darle
descendencia al señor tiene una consecuencia fatal para Oharu: nada más dar a
luz, le quitan la criatura para que la ateten las amas de cría, lo que da pie, la
caída en desgracia de la recién parida, a una de las muchas escenas
emotivísimas que nos brinda la película: Agarrada a la pared tras la que ha
desaparecido la criatura que acaba de parir, la joven se resbala hasta el suelo,
y queda, casi en posición fetal, lamentando
su pérdida: ¡realmente, desgarradora! Y aunque el señor se ha «aficionado» a
ella, los consejeros consideran que se trata, dados sus antecedentes, de una
mala influencia para el señor, por lo que vuelven a decretar un segundo
ostracismo.
Si hay un
maltratador principal en la vida de Oharu, bien merece el padre ocupar el
primer puesto, porque solo ve en su hija una mercancía de la que sacar el
máximo provecho posible. La joven, dócil, reservada y discreta, asiste al rumbo
del azar que gobierna su vida desde una suerte de resignación que, tras el
inicial intento de suicidio, se ha convertido en una aceptación pasiva no
exenta, por supuesto de sobresaltos dramáticos, como la muerte del marido
comerciante con quien ha conseguido casarla el padre y con quien llevaba una
vida modesta y feliz.
La película
está construida desde el presente en varios flashbacks que cuentan la
desventurada historia de la joven hasta que llega a la vejez y está a punto de
morir en la calle. Sentada en una esquina, junto a unas ruinas, toca un
instrumento tradicional y entona una canción que, literalmente, sacude las
entretelas del alma, tal es la conmoción que provoca en quien oye esa tonada
melancólica, triste y dulce hasta el más íntimo de los dolores. De su desfallecimiento
la rescatan dos prostitutas mayores que la animan a adecentarse para ganarse su
propia comida, y es notable la secuencia en la que sigue a un viejo que se
reúne con otros hombres en torno a un fuego. Allí se convierte, irónicamente,
en lo más parecido a una hechicera que impresiona a los presentes.
En el
prolongado deambular de la protagonista, hay un momento en que es llevada a la
corte para conocer a su hijo, aunque le está prohibido acercarse a él y más aún
hablarle. ¡Qué ballet escénico memorable, el del desfile del joven señor,
hermoso, apuesto, príncipe de sus pasos y señor de su dominio, acompañado por
cortesanos y hermosas cortesanas que parecen envolverle en un capullo que lo
proteja de las asechanzas del mundo! La madre, por su parte, inicia una carrera
hacia él que es reprimida por los soldados del clan que la vigilan para no
delatar su presencia ante él.
Supongo que ya
lo habré dicho en alguna de las diez críticas anteriores a sus películas,
pero la composición del plano en las
películas de Mizoguchi tienen un componente entre pictórico y arquitectónico
muy marcado. Es muy frecuente la intersección de planos de los elementos del
decorado, sobre todo en espacios muy diáfanos, con escasísimos elementos
decorativos. Sí que el silencio de las puertas correderas y los pasos cortos a
que obligan los kimonos crea una suerte de serenidad que, si se altera, nos
marca la impronta de la violencia, siempre presente de una u otra forma, sutil
o explícita, en sus películas. Aquí se manifiesta, por ejemplo, en la escena en
la que, tras haber profesado como aspirante a monja budista, Oharu recibe la
visita del comerciante que le había prestado dinero para un nuevo kimono,
gracias a un empleado con quien ella escapa hasta que son descubiertos y ella
vuelve a quedarse sola. La reclamación del prestamista no es atendida por la
joven, quien, con una violencia que la degrada, protagoniza un desnudamiento
del traje ceremonial como rito de humillación de quien nada posee ya en el mundo,
ni la dignidad, pues el hombre accede a la relación carnal con ella, momento en
que son sorprendidos por la hermana del monasterio, con el resultado fácilmente
imaginable.
¡Cómo ha
sabido Mizoguchi reflejar el desamparo y la fragilidad de la protagonista!, así
como la terrible deriva de sus días, como si en ninguno de ellos hubiera podido
ejercer la más mínima libertad. La película fue León de Oro en Venecia y supuso
el reconocimiento internacional de Mizoguchi, aunque aún obras fundamentales de
su filmografía estaban por llegar: Cuentos de la luna pálida, El intendente
Sansho o La emperatriz Yang
Kwei-fei, entre otras muchas, en una larga carrera con más de noventa
títulos.
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