miércoles, 15 de enero de 2025

«La vida de Oharu, mujer galante», de Kenji Mizoguchi o la sensibilidad.

 

El drama de la cortesana repudiada en el Japón de los clanes.

 

Título original: Saikaku ichidai onna

Año: 1952

Duración: 148 min.

País: Japón

Dirección: Kenji Mizoguchi

Guion: Yoshikata Yoda. Novela: Saikaku Ihara

Reparto: Kinuyo Tanaka; Tsukie Matsuura; Ichiro Sugai; Toshirô Mifune; Toshiaki Konoe; Kiyoko Tsuji; Hisako Yamane; Jûkichi Uno; Eitarô Shindô; Akira Ôizumi; Kyôko Kusajima; Masao Shimizu; Daisuke Kato; Toranosuke Ogawa; Hiroshi Oizumi; Haruyo Ichikawa; Yuriko Hamada; Noriko Sengoku; Sadako Sawamura; Masao Mishima; Eijirô Yanagi; Chieko Higashiyama.

Música: Ichiro Saitô

Fotografía: Yoshimi Hirano (B&W).

 

          Voy por la undécima película de Mizoguchi criticada en este Ojo tan complacido en un autor que ha descrito como pocos el universo de la mujer maltratada y preterida, y, sobre todo, el tan poético como dramático mundo de las prostitutas, las geishas. Estamos ante una película histórica, cierto, pero la historia de Oharu, delicada y conmovedoramente interpretada por la magistral actriz Kinuyo Tanaka, con actuaciones tan destacadas, a las órdenes de Mizoguchi, como en La mujer crucificada, va más allá de la prostitución, porque la muchacha tiene la desgracia, siendo concubina en la corte del señor feudal, de enamorarse de un siervo, lo que condena a ambos: a él, a ser decapitado; a ella, al ostracismo, teniendo que abandonar la ciudad sagrada de Kyoto con sus padres, quienes se las prometían muy felices con la «colocación» de su hija en la corte. Es famoso, ¡y no hay para menos!, el plano secuencia de la joven que huye corriendo de la casa de sus padres, cuchillo en mano y hacia un bosque de bambúes, tras haber recibido la noticia de la muerte de su enamorado, para poner fin a su vida sin sentido en un mundo que prohíbe el amor entre clases distintas.

Pasado el tiempo, el señor necesita escoger una amante para que le dé un heredero al clan. La labor de selección por parte de un orondo emisario que no puede volver sin una candidata es uno de los pocos momentos no dramáticos de la película, y la tabla de requisitos que ha de cumplir la candidata sorprende a cualquiera. Peso, altura, medidas, limpieza inmaculada de la piel, tamaño de los ojos, de las orejas, del óvalo del rostro, de los pies, etc. forman parte de ese catálogo que, cuando ya desespera el enviado de tener éxito, se produce por puro azar, al ver a la joven cantando en un coro de música tradicional. A partir de ese momento, el padre vuelve a forjarse sueños de grandeza, y comienza a gastar alegremente, endeudándose, porque su hija está destinada a ser la madre del heredero del señor del clan. La rivalidad entre la primera concubina y la candidata a darle descendencia al señor tiene una consecuencia fatal para Oharu: nada más dar a luz, le quitan la criatura para que la ateten las amas de cría, lo que da pie, la caída en desgracia de la recién parida, a una de las muchas escenas emotivísimas que nos brinda la película: Agarrada a la pared tras la que ha desaparecido la criatura que acaba de parir, la joven se resbala hasta el suelo, y queda, casi en posición   fetal, lamentando su pérdida: ¡realmente, desgarradora! Y aunque el señor se ha «aficionado» a ella, los consejeros consideran que se trata, dados sus antecedentes, de una mala influencia para el señor, por lo que vuelven a decretar un segundo ostracismo.

          Si hay un maltratador principal en la vida de Oharu, bien merece el padre ocupar el primer puesto, porque solo ve en su hija una mercancía de la que sacar el máximo provecho posible. La joven, dócil, reservada y discreta, asiste al rumbo del azar que gobierna su vida desde una suerte de resignación que, tras el inicial intento de suicidio, se ha convertido en una aceptación pasiva no exenta, por supuesto de sobresaltos dramáticos, como la muerte del marido comerciante con quien ha conseguido casarla el padre y con quien llevaba una vida modesta y feliz.

          La película está construida desde el presente en varios flashbacks que cuentan la desventurada historia de la joven hasta que llega a la vejez y está a punto de morir en la calle. Sentada en una esquina, junto a unas ruinas, toca un instrumento tradicional y entona una canción que, literalmente, sacude las entretelas del alma, tal es la conmoción que provoca en quien oye esa tonada melancólica, triste y dulce hasta el más íntimo de los dolores. De su desfallecimiento la rescatan dos prostitutas mayores que la animan a adecentarse para ganarse su propia comida, y es notable la secuencia en la que sigue a un viejo que se reúne con otros hombres en torno a un fuego. Allí se convierte, irónicamente, en lo más parecido a una hechicera que impresiona a los presentes.

          En el prolongado deambular de la protagonista, hay un momento en que es llevada a la corte para conocer a su hijo, aunque le está prohibido acercarse a él y más aún hablarle. ¡Qué ballet escénico memorable, el del desfile del joven señor, hermoso, apuesto, príncipe de sus pasos y señor de su dominio, acompañado por cortesanos y hermosas cortesanas que parecen envolverle en un capullo que lo proteja de las asechanzas del mundo! La madre, por su parte, inicia una carrera hacia él que es reprimida por los soldados del clan que la vigilan para no delatar su presencia ante él.

          Supongo que ya lo habré dicho en alguna de las diez críticas anteriores a sus películas, pero  la composición del plano en las películas de Mizoguchi tienen un componente entre pictórico y arquitectónico muy marcado. Es muy frecuente la intersección de planos de los elementos del decorado, sobre todo en espacios muy diáfanos, con escasísimos elementos decorativos. Sí que el silencio de las puertas correderas y los pasos cortos a que obligan los kimonos crea una suerte de serenidad que, si se altera, nos marca la impronta de la violencia, siempre presente de una u otra forma, sutil o explícita, en sus películas. Aquí se manifiesta, por ejemplo, en la escena en la que, tras haber profesado como aspirante a monja budista, Oharu recibe la visita del comerciante que le había prestado dinero para un nuevo kimono, gracias a un empleado con quien ella escapa hasta que son descubiertos y ella vuelve a quedarse sola. La reclamación del prestamista no es atendida por la joven, quien, con una violencia que la degrada, protagoniza un desnudamiento del traje ceremonial como rito de humillación de quien nada posee ya en el mundo, ni la dignidad, pues el hombre accede a la relación carnal con ella, momento en que son sorprendidos por la hermana del monasterio, con el resultado fácilmente imaginable.

          ¡Cómo ha sabido Mizoguchi reflejar el desamparo y la fragilidad de la protagonista!, así como la terrible deriva de sus días, como si en ninguno de ellos hubiera podido ejercer la más mínima libertad. La película fue León de Oro en Venecia y supuso el reconocimiento internacional de Mizoguchi, aunque aún obras fundamentales de su filmografía estaban por llegar: Cuentos de la luna pálida, El intendente Sansho o  La emperatriz Yang Kwei-fei, entre otras muchas, en una larga carrera con más de noventa títulos.

         

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