Título original: Le beau
Serge
Año: 1958
Duración: 99 min.
País: Francia
Dirección: Claude Chabrol
Guion: Claude Chabrol
Reparto: Gérard Blain;
Jean-Claude Brialy; Michèle Méritz: Bernadette Lafont; Claude Cerval; Jeanne
Pérez; Edmond Beauchamp; André Dino; Michel Creuze; Claude Chabrol; Philippe de
Broca.
Música: Émile Delpierre
Fotografía: Henri Decaë,
Jean Rabier (B&W).
Título original: Les dimanches de Ville d'Avray
Año: 1962
Duración: 106 min.
País: Francia
Dirección: Serge Bourguignon
Guion: Serge Bourguignon, Bernard Eschassériaux, Antoine Tudal. Novela: Bernard Eschassériaux
Reparto: Hardy Krüger; Patricia Gozzi; Nicole Courcel;
Daniel Ivernel; Michel de Ré; André Oumansky; France Anglade.
Música: Maurice Jarre
Fotografía: Henri Decaë
(B&W).
La degradada
Francia rural de la posguerra y un conmovedor drama poético sobre los perdidos
y abandonados.
He aquí dos
muestras de cine francés de altísimo nivel, sobre todo tratándose del primer
largometraje de cada uno de ellos. La primera es de un director, Claude
Chabrol, que, aun perteneciendo al movimiento de la Nouvelle Vague,
siempre se mantuvo bastante alejado de los experimentos formales que acabarían
concentrándose, básicamente, en el cine de Jean-Luc Godard. Gran retratista de
la vida en las pequeñas ciudades provincianas y de la depravación moral de la
burguesía, su debut en el cine nos ofreció un intensísimo drama de carácter
rural que más responde a los principios estéticos del Naturalismo que a otra
cosa, dada la crudeza de las vidas retratadas en la película. La otra, de Serge
Bourguignon, que obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera, es un prodigio
de sensibilidad y emotividad con una terrible irrupción dramática de la
realidad más retorcida en el ámbito lírico de una relación humana sorprendente
y feliz. Bourguignon, por su parte, fue un autor
autodidacto y enfrentado a los principios estéticos y, personalmente, al grupo
de jóvenes innovadores de Cahiers du Cinéma, con quienes acabó enfrentado. Se
ve que no sentó nada bien lo del Oscar a la mejor película extranjero para
quienes la crême de la crême de la cinematografía francesa consideraba poco
menos que un advenedizo, si no un intruso. El caso es que, Bourguignon, un cineasta autodidacto ganó la
admiración mundial con una narrativa de hechuras clásicas, y cercana, se me
ocurre, al cine de Robert Rossen, Lilith, por ejemplo, y al de Robert Mulligan,
Matar a un ruiseñor, para mayor abundamiento.
La historia de Chabrol es de sencillo planteamiento
tradicional: un hijo de un pequeño pueblo que salido de él y se ha instalado en
París, la capital, vuelve al pueblo, cuyo clima le va bien para curarse ciertos
problemas respiratorios. Al llegar se cruza con un viejo amigo cuyo estado de
embriaguez le inspira el fraterno deseo de ayudarlo para que el alcoholismo no
arruine su vida, como la de tantos y tantos embrutecidos en un medio en el que
el alcohol aparece casi con tintes liberadores, al viejo estilo del beber para
olvidar la miseria del presente, del mal trabajo, de los pocos ingresos y de
una penosa vida familiar que se combate con un donjuanismo de aldea en el que
no tardará en caer el recién llegado, cuando una joven despliegue sus artes
seductoras para atraparlo en ellas. La superioridad moral del joven urbanita
choca violentamente con un código rural
en el que la violencia resuelve, aclara o enturbia definitivamente muchas
relaciones.
La película, rodada básicamente en exteriores, tiene una
doble perspectiva: la dramática de las relaciones humanas que repasa y la
documental de quien levanta acta de un tipo de vida que poco a nada tiene que
ver con la vida de la gran ciudad. Hay una escena, en medio de la calle, en la
que los dos amigos protagonistas se encuentran con otros dos jóvenes, uno de
ellos es Jacques Rivette, autor de París nos pertenece y La bella
mentirosa, entre otras, pero refiero las que he visto; y el otro es el
propio Chabrol, desgalichado, enclenque y fiel retrato del intelectual joven de
finales de los cincuenta, muy distinto de los que protagonizarían, una década
más tarde, el mayo del sesenta y ocho. Godard, sin embargo, se movió como pez en
el agua en ambas generaciones, y solo cabe recordar su cine maoísta antes de
descubrir el documentalismo de Dziga Vértov, por supuesto.
El afán redentorista del joven urbanita, de raíz religiosa,
choca con el desengaño del cura de la localidad, quien lo desanima de continuar
en sus esfuerzos, porque el alcohólico, frustrado por una paternidad malograda,
tras la muerte del primer hijo que esperaba, vive una relación marital
desastrosa, aunque su mujer vuelve a estar embarazada y a punto de parir, durante
la estancia del amigo en el pueblo. Y por aquí, camino del alumbramiento, es
cuando la película sube de nivel poderosamente, porque acaece en una noche
nevada y el protagonista ha de internarse en caminos helados en busca del
doctor y del amigo, con el consiguiente riesgo para su quebrantada salud. Son
escenas conmovedoras e impactantes, visualmente.
*Sibila, comencemos por la nota, es una
desafortunada traducción de un nombre que se revela como uno de los grandes
secretos de la película, y cuyo valor metafórico está fuera de toda duda. El
título chafa esa «revelación» y confunde al espectador. Y aunque en el
desarrollo de la historia hay una adivinadora, que bien hubiera podido dar
nombre a la historia, no tiene, sin embargo, el peso narrativo específico para
tal cosa.
La película comienza con unas secuencias bélicas de la
guerra de Indochina en la que un piloto pierde el control del avión y acaba
estrellándose contra la gente, representada en la película por el grito de
horror, en primer plano, de una niña que ve venir hacia ella el avión. Inmediatamente
después estamos en una estación de la que se baja un hombre con una niña. La
lleva a un colegio religioso donde vivirá interna, aunque, propiamente, lo que
hace es «abandonarla» allí. El piloto se cruza con ellos e intercambia una
mirada y una sonrisa cómplices con la niña. Nada sabemos de él, ni del padre y
la niña. Y así seguiremos durante buena parte del metraje, aunque, en la huida
del padre, deja una cartera de la niña en la entrada y el piloto la recoge para
entregarla después. Por bienentendidos posteriores, el piloto acaba siendo
confundido, gracias al recibimiento efusivo que le hace la niña, tirándose a
sus brazos, porque lo ve como la puerta de salida para los domingos, el día en
que las internas son recogidas por sus familias. El piloto, amnésico, vive con la
enfermera que lo atendió y, a pesar de que él se muestra afectivo con ella, la
inseguridad total sobre sí mismo no le deja sern quien ignora que es. Como la joven
trabaja los domingos en el hospital, Pierre, el piloto, puede sacar de paseo a
la niña, Françoise, con total tranquilidad. El lago próximo al internado será
el espacio en el que se desarrolle una relación en la que la niña, precoz, llevará
la voz cantante. Que hay un punto de ficción maravillos en la historia lo descubrimos
cuando asistimos a un ritual poético emotivo: la niña lanza una piedra al lago
y cuando se generan las ondas sonbre la superficie, ella sentencia: «ya estamos
en casa». «Casa», en esta hermosa película de un amor imposible, es el espacio
de excepción en el que una niña y un amnésico que parece representar una edad
parecida a la de la niña, doce años, cuyos lances, celos incluidos de un
caballista que pasea por las riberas del lago —intepretado por el propio
director— y que tanto impresiona a la joven, así como de las atenciones que
ella recibe de un jovencito con quienes ella juega un rato, separándose de su padre
adoptivo, se van a desarrollar en ese entorno natural de un modo tan intenso
que, hacia el final, ambos saben que han nacido para estar juntos, porque ambos
son huérfanos: él, por su amnesia; ella, porque su padre la ha abandonado: Les
dimanches de Ville d'Avray, los domingos en Ville d’Avray, es el título de la
novela y el original de la película, que, por cierto, fue estrenada en Usamérica
antes que en Francia, con notable éxito, algo que a los «egos» intensitos de
los miembros de la Nuvelle Vague no debió de gustarles mucho.
De forma paralela, la enfermera tratará de atraerlo a las
relaciones del mundo adulto, y es notable la relación que él tiene con un
escultor, al que ayuda en algunos trabajos, pero descubre, preocupada, que él
parece tener una vida secreta que no comparte con ella. Una salida con los
amigos, visita incluida a una feria en la que entrará a que le digan la buena
fortuna, momento en que «robará» a la vidente el cuchillo que, lanzado contra
un árbol, es capaz de poner en contacto a los seres humanos con el lenguaje de
la naturaleza, tal y como hacía la madre de Françoise, es incapaz de distraerlo
de la emotiva y profunda relación de amistad, camaradería y amor con la niña.
La enfermera, que un domingo renuncia a ir a trabajar para seguir a su
compañero, descubre, entre asustada y conmovida, la relación con la hija
adoptada. Su transición desde la sospecha hacia la confianza reproduce el mismo
viaje del espectador, porque el protagonista, Pierre, Hardy Kruger, es una
presencia inquietante que te invita a imaginar lo peor, dada la ambigüedad que
suponen sus reacciones, y aunque el fantasma de la pederastia sobrevuele esa
relación, no es menos cierto que la edad mental del amnésico por estrés
postraumático. Y el enamoramiento preadolescente de la niña, que ya hace planes
sobre el futuro, y cuánto habrá de esperar para poder vivir con él como hombre
y mujer, añade una nota de turbiedad psicológica tan impactante que, como
espetador de semejante relación desigual, te mantiene en vilo durante todo el
metraje. La niña, Patricia Gozzi,
expresiva hasta niveles sorprendentes para su edad, compone un personaje
inolvidable, y dota a la película de esa ambigüedad entre lo maravilloso y lo
real que a nadie puede dejar indiferente. A lo largo de la novela, la niña ha
evitado decirle su nombre, porque Françoise se lo han puesto las monjas, lo que
viene a equivaler a la Jane Doe usamericana. En una de las emotivas
escenas, en la que ambos celebran la Navidad, ella le deja en el árbol
iluminado una pequeña caja que él abre casi tembloroso para descubrir que el
regalo que le hace es el de su nojbre verdadero. Cuando el espectador lo lee,
ve el pufo monumental de la adaptación del título, pero se acaba congraciando
con el sentido poético de la película. Curiosamente, en esa película
aparentemente menor de Reed, Stella, también la protagonista le regala
una cajita, en el interior de la cual hay una leyenda universal: I love you.
Para ser la ópera prima de su autor, qué duda cabe de que Serge
Bourguignon realizó lo que conviene reconocer como un auténtico clásico, no
solo del cine francés, sino del cine universal.
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