lunes, 13 de enero de 2025

«El bello Sergio», de Claude Chabrol y «*Sibila», de Serge Bourguignon. Dos óperas primas de gran mérito.

 

Título original: Le beau Serge

Año: 1958

Duración: 99 min.

País: Francia

Dirección: Claude Chabrol

Guion: Claude Chabrol

Reparto: Gérard Blain; Jean-Claude Brialy; Michèle Méritz: Bernadette Lafont; Claude Cerval; Jeanne Pérez; Edmond Beauchamp; André Dino; Michel Creuze; Claude Chabrol; Philippe de Broca.

Música: Émile Delpierre

Fotografía: Henri Decaë, Jean Rabier (B&W).

 

 

Título original: Les dimanches de Ville d'Avray

Año: 1962

Duración: 106 min.

País:  Francia

Dirección: Serge Bourguignon

Guion: Serge Bourguignon, Bernard Eschassériaux, Antoine Tudal. Novela: Bernard Eschassériaux

Reparto:  Hardy Krüger; Patricia Gozzi; Nicole Courcel; Daniel Ivernel; Michel de Ré; André Oumansky; France Anglade.

Música: Maurice Jarre

Fotografía: Henri Decaë (B&W).

 

La degradada Francia rural de la posguerra y un conmovedor drama poético sobre los perdidos y abandonados.

 

          He aquí dos muestras de cine francés de altísimo nivel, sobre todo tratándose del primer largometraje de cada uno de ellos. La primera es de un director, Claude Chabrol, que, aun perteneciendo al movimiento de la Nouvelle Vague, siempre se mantuvo bastante alejado de los experimentos formales que acabarían concentrándose, básicamente, en el cine de Jean-Luc Godard. Gran retratista de la vida en las pequeñas ciudades provincianas y de la depravación moral de la burguesía, su debut en el cine nos ofreció un intensísimo drama de carácter rural que más responde a los principios estéticos del Naturalismo que a otra cosa, dada la crudeza de las vidas retratadas en la película. La otra, de Serge Bourguignon, que obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera, es un prodigio de sensibilidad y emotividad con una terrible irrupción dramática de la realidad más retorcida en el ámbito lírico de una relación humana sorprendente y feliz. Bourguignon, por su parte, fue un autor autodidacto y enfrentado a los principios estéticos y, personalmente, al grupo de jóvenes innovadores de Cahiers du Cinéma, con quienes acabó enfrentado. Se ve que no sentó nada bien lo del Oscar a la mejor película extranjero para quienes la crême de la crême de la cinematografía francesa consideraba poco menos que un advenedizo, si no un intruso. El caso es que, Bourguignon, un cineasta autodidacto ganó la admiración mundial con una narrativa de hechuras clásicas, y cercana, se me ocurre, al cine de Robert Rossen, Lilith, por ejemplo, y al de Robert Mulligan, Matar a un ruiseñor, para mayor abundamiento.

          La historia de Chabrol es de sencillo planteamiento tradicional: un hijo de un pequeño pueblo que salido de él y se ha instalado en París, la capital, vuelve al pueblo, cuyo clima le va bien para curarse ciertos problemas respiratorios. Al llegar se cruza con un viejo amigo cuyo estado de embriaguez le inspira el fraterno deseo de ayudarlo para que el alcoholismo no arruine su vida, como la de tantos y tantos embrutecidos en un medio en el que el alcohol aparece casi con tintes liberadores, al viejo estilo del beber para olvidar la miseria del presente, del mal trabajo, de los pocos ingresos y de una penosa vida familiar que se combate con un donjuanismo de aldea en el que no tardará en caer el recién llegado, cuando una joven despliegue sus artes seductoras para atraparlo en ellas. La superioridad moral del joven urbanita choca violentamente con  un código rural en el que la violencia resuelve, aclara o enturbia definitivamente muchas relaciones.

          La película, rodada básicamente en exteriores, tiene una doble perspectiva: la dramática de las relaciones humanas que repasa y la documental de quien levanta acta de un tipo de vida que poco a nada tiene que ver con la vida de la gran ciudad. Hay una escena, en medio de la calle, en la que los dos amigos protagonistas se encuentran con otros dos jóvenes, uno de ellos es Jacques Rivette, autor de París nos pertenece y La bella mentirosa, entre otras, pero refiero las que he visto; y el otro es el propio Chabrol, desgalichado, enclenque y fiel retrato del intelectual joven de finales de los cincuenta, muy distinto de los que protagonizarían, una década más tarde, el mayo del sesenta y ocho. Godard, sin embargo, se movió como pez en el agua en ambas generaciones, y solo cabe recordar su cine maoísta antes de descubrir el documentalismo de Dziga Vértov, por supuesto.

          El afán redentorista del joven urbanita, de raíz religiosa, choca con el desengaño del cura de la localidad, quien lo desanima de continuar en sus esfuerzos, porque el alcohólico, frustrado por una paternidad malograda, tras la muerte del primer hijo que esperaba, vive una relación marital desastrosa, aunque su mujer vuelve a estar embarazada y a punto de parir, durante la estancia del amigo en el pueblo. Y por aquí, camino del alumbramiento, es cuando la película sube de nivel poderosamente, porque acaece en una noche nevada y el protagonista ha de internarse en caminos helados en busca del doctor y del amigo, con el consiguiente riesgo para su quebrantada salud. Son escenas conmovedoras e impactantes, visualmente.

          *Sibila, comencemos por la nota, es una desafortunada traducción de un nombre que se revela como uno de los grandes secretos de la película, y cuyo valor metafórico está fuera de toda duda. El título chafa esa «revelación» y confunde al espectador. Y aunque en el desarrollo de la historia hay una adivinadora, que bien hubiera podido dar nombre a la historia, no tiene, sin embargo, el peso narrativo específico para tal cosa.

          La película comienza con unas secuencias bélicas de la guerra de Indochina en la que un piloto pierde el control del avión y acaba estrellándose contra la gente, representada en la película por el grito de horror, en primer plano, de una niña que ve venir hacia ella el avión. Inmediatamente después estamos en una estación de la que se baja un hombre con una niña. La lleva a un colegio religioso donde vivirá interna, aunque, propiamente, lo que hace es «abandonarla» allí. El piloto se cruza con ellos e intercambia una mirada y una sonrisa cómplices con la niña. Nada sabemos de él, ni del padre y la niña. Y así seguiremos durante buena parte del metraje, aunque, en la huida del padre, deja una cartera de la niña en la entrada y el piloto la recoge para entregarla después. Por bienentendidos posteriores, el piloto acaba siendo confundido, gracias al recibimiento efusivo que le hace la niña, tirándose a sus brazos, porque lo ve como la puerta de salida para los domingos, el día en que las internas son recogidas por sus familias. El piloto, amnésico, vive con la enfermera que lo atendió y, a pesar de que él se muestra afectivo con ella, la inseguridad total sobre sí mismo no le deja sern quien ignora que es. Como la joven trabaja los domingos en el hospital, Pierre, el piloto, puede sacar de paseo a la niña, Françoise, con total tranquilidad. El lago próximo al internado será el espacio en el que se desarrolle una relación en la que la niña, precoz, llevará la voz cantante. Que hay un punto de ficción maravillos en la historia lo descubrimos cuando asistimos a un ritual poético emotivo: la niña lanza una piedra al lago y cuando se generan las ondas sonbre la superficie, ella sentencia: «ya estamos en casa». «Casa», en esta hermosa película de un amor imposible, es el espacio de excepción en el que una niña y un amnésico que parece representar una edad parecida a la de la niña, doce años, cuyos lances, celos incluidos de un caballista que pasea por las riberas del lago —intepretado por el propio director— y que tanto impresiona a la joven, así como de las atenciones que ella recibe de un jovencito con quienes ella juega un rato, separándose de su padre adoptivo, se van a desarrollar en ese entorno natural de un modo tan intenso que, hacia el final, ambos saben que han nacido para estar juntos, porque ambos son huérfanos: él, por su amnesia; ella, porque su padre la ha abandonado: Les dimanches de Ville d'Avray, los domingos en Ville d’Avray, es el título de la novela y el original de la película, que, por cierto, fue estrenada en Usamérica antes que en Francia, con notable éxito, algo que a los «egos» intensitos de los miembros de la Nuvelle Vague no debió de gustarles mucho.

          De forma paralela, la enfermera tratará de atraerlo a las relaciones del mundo adulto, y es notable la relación que él tiene con un escultor, al que ayuda en algunos trabajos, pero descubre, preocupada, que él parece tener una vida secreta que no comparte con ella. Una salida con los amigos, visita incluida a una feria en la que entrará a que le digan la buena fortuna, momento en que «robará» a la vidente el cuchillo que, lanzado contra un árbol, es capaz de poner en contacto a los seres humanos con el lenguaje de la naturaleza, tal y como hacía la madre de Françoise, es incapaz de distraerlo de la emotiva y profunda relación de amistad, camaradería y amor con la niña. La enfermera, que un domingo renuncia a ir a trabajar para seguir a su compañero, descubre, entre asustada y conmovida, la relación con la hija adoptada. Su transición desde la sospecha hacia la confianza reproduce el mismo viaje del espectador, porque el protagonista, Pierre, Hardy Kruger, es una presencia inquietante que te invita a imaginar lo peor, dada la ambigüedad que suponen sus reacciones, y aunque el fantasma de la pederastia sobrevuele esa relación, no es menos cierto que la edad mental del amnésico por estrés postraumático. Y el enamoramiento preadolescente de la niña, que ya hace planes sobre el futuro, y cuánto habrá de esperar para poder vivir con él como hombre y mujer, añade una nota de turbiedad psicológica tan impactante que, como espetador de semejante relación desigual, te mantiene en vilo durante todo el metraje. La niña, Patricia Gozzi,  expresiva hasta niveles sorprendentes para su edad, compone un personaje inolvidable, y dota a la película de esa ambigüedad entre lo maravilloso y lo real que a nadie puede dejar indiferente. A lo largo de la novela, la niña ha evitado decirle su nombre, porque Françoise se lo han puesto las monjas, lo que viene a equivaler a la Jane Doe usamericana. En una de las emotivas escenas, en la que ambos celebran la Navidad, ella le deja en el árbol iluminado una pequeña caja que él abre casi tembloroso para descubrir que el regalo que le hace es el de su nojbre verdadero. Cuando el espectador lo lee, ve el pufo monumental de la adaptación del título, pero se acaba congraciando con el sentido poético de la película. Curiosamente, en esa película aparentemente menor de Reed, Stella, también la protagonista le regala una cajita, en el interior de la cual hay una leyenda universal: I love you.

          Para ser la ópera prima de su autor, qué duda cabe de que Serge Bourguignon realizó lo que conviene reconocer como un auténtico clásico, no solo del cine francés, sino del cine universal.

         

 

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