Un cine negro de serie B convertido por Fregonese y Edward G. Robinson en magnífica serie A.
Título original: Black Tuesday
Año: 1954
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Hugo Fregonese
Guion: Sydney Boehm
Reparto: Edward G. Robinson; Peter Graves; Jean Parker; Milburn Stone; Warren
Stevens;
Hal Baylor; Jack Kelly; Sylvia Findley.; Vic Perrin; Russell Johnson; Lee
Aaker; Frank Ferguson; Ray Bennett; Edmund Cobb; Stafford Repp; Franklyn Farnum.
Música: Paul Dunlap
Fotografía: Stanley Cortez
(B&W).
Autor de Jack
el Destripador y de Murallas de silencio, Hugo Fregonese es un director argentino al que no le faltó trabajo
ni buenos repartos para dirigir películas de diversos géneros con una eficacia
sorprendente, dado el escaso reconocimiento que se le tributa en nuestros días
y lo olvidado que suele estar en la nómina de los grandes directores. Rodó en
América, en Europa y una vez en India, y es larga la nómina de excelentes y
reputados actores que trabajaron en sus proyectos, como, en esta, un
crepuscular Edward G. Robinson que no había perdido ni un ápice de su sabiduría
interpretativa, y menos aún si se trataba de competir con un pujante Robert
Graves que no llegó a donde prometía, aunque en esta película tiene un papel
destacadísimo. Los críticos han de mirar siempre la ficha técnica de las
películas, porque el cine es una industria y no hay director que no haya
querido rodearse de los mejores técnicos para hacer sus películas. En este
caso, para un thriller seco, compacto, sin florituras, muy dramático, Fregonese
contó con la inestimable colaboración del dos veces nominados al Oscar a la
mejor fotografía Stanley Cortez, de quien basta recordar su participación en un
mito de la cinematografía, La noche del cazador, de Charles Laughton, El
cuarto mandamiento, de Welles o Corredor sin retorno, de Fuller,
para percatarnos de su importancia decisiva en el resultado final de la
película.
El impactante
comienzo de la película, la cámara recorriendo lentamente, con un contrastadísimo
blanco y negro, con tintes casi expresionistas, las celdas del corredor de la
muerte y un blues que suena de fondo con su profundo dolor secular nos va a
permitir conocer enseguida a los dos protagonistas de la película condenados a
muerte: un viejo gánster y un joven aprendiz que ha guardado su botín, suprema
ironía, en la caja fuerte de un banco. Todos
los planos de la película responden puntualmente a las técnicas habituales del
cine negro: picados y contrapicados, primeros planos de la rueda y guardabarros
del coche que se detiene en seco, el haz de luz de la lámpara que deja lo que
la rodea en penumbra. Y luego la descripción de los personajes, que caen de
lleno en arquetipos, como el caso de Robinson, a los que Fregonese, a lo largo
de la narración, rellenará de una personalidad concreta y mínimamente compleja,
lo suficiente para habérnoslas con personas, no con máscaras.
La preparación
de la ejecución de ambos condenados y los esfuerzos de la banda de Robinson
para dar un golpe sorpresa que permita liberar al jefe crean una atmósfera de suspense
que inicia lo que será una descabellada huida del centro penitenciario, no sin
dejar un rastro de muertes que incluyen a un policía de talante humanitario
para con los presos, y cuya hija, al comienzo de la historia, le cambia la
tartera que se habían intercambiado sin darse cuenta. Esa hija, a quien
secuestrará la banda del condenado, jugará un papel de rehén que va más allá de
la pasividad propia de tal condición, promoverá en el joven ladrón que resulta
herido una reflexión que influirá en el desenlace de la película.
Se trata de una
película de acción en la que la huida de la penitenciaría se efectúa a través
de un sistema de ocultación del coche en que han huido que impide ser localizado
por la policía. Como para favorecer la huida, los condenados liberan a los
otros presos y se llevan varios rehenes, entre ellos el médico y el capellán
reglamentarios en las ejecuciones, así como el periodista a quien encarga
cubrir la ejecución para evitar las repeticiones habituales en esas crónicas.
Estamos, pues, ante una situación extraordinaria: dos condenados a muerte que
escapan minutos antes de que sean ejecutados, sin que la policía tenga la más
mínima idea de cómo dar con los evadidos.
La vida en el
almacén en ruinas donde se han escondido sigue los pasos habituales de este
tipo de situaciones, y permite discursos que van desde la perspectiva religiosa
del sacerdote, la humanitaria del doctor o la vengativa de la hija que expresa
su deseo de no importarle lo más mínimo que el joven ladrón muriera a causa de
las heridas recibidas en el tiroteo que precedió a su huida.
De hecho, el
viejo gánster no tarda en perder los nervios cuando el joven le dice que solo
él podrá sacar el dinero del banco, pues solo él tiene la llave de la caja de
seguridad y la firma que lo acredita como propietario. La idea es recuperar el
dinero, doscientos mil dólares, hacer el reparto y, por la noche, huir en una
avioneta, presumiblemente a Centroamérica o Sudamérica. Pero, antes de eso, lo
principal es recuperarse el herido de bala y luego aguantar la recogida del
dinero sin descomponerse por su debilidad, algo que está a punto de suceder
cuando, en compañía del vigilante armado, supera un desmayo que los hubiera
delatado. El coche, la vampiresa del gánster ejerciendo de secretaria para no
levantar sospechas, las inevitables gafas de sol, la hoja de la prensa en la
que aparecen los retratos de los evadidos…, todo parece confabularse para
delatarse cuando menos lo esperan, y es lo que sucede: el vigilante toma nota
de la matrícula y la policía se limita a seguir el coche sin levantar
sospechas, para ver dónde se esconden los evadidos.
Una vez rodeados
de policía y sin escapatoria posible, las tensiones en el interior del
escondite se asemejan a las propias de las que se suceden en las situaciones de
acorralamiento. Lo mejor y lo peor,
entonces, de cada persona sale a la luz. La balacera continua que se
desata, además, va a provocar no pocos heridos y algún muerto de tanto relieve
como la chica del gánster, lo que provoca, por ejemplo, que use al cura para decir un breve responso;
el cura al que acababa de decir que sería el primer rehén ejecutado y lanzado a
los pies de la policía para permitirles salir. Que el jefe de policía les
revele a los rehenes que no puede hacer nada por ayudarlos y que de allí los
evadidos solo saldrán o detenidos o con los pies por delante, trae a primer
plano consideraciones morales que alimentarán dialécticamente la película y
servirán para darle verdadera enjundia a una situación imposible. Y aquí me
detengo. Piénsese que en apenas 80 minutos la historia ha de atender a no pocos
conflictos humanos, pero Fregonese se las compone para, salvo algunos
figurantes de la banda, resolver todas esas situaciones, algunas límite.
Estamos, pues, ante un ejercicio de concisión narrativa que deja en evidencia
las kilométricas duraciones de las actuales películas, ninguna de las cuales
suele bajar de las dos horas y cuarto…, con un exceso de «relleno» que poco o
nada aporta a la esencia de la historia contada.
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