viernes, 24 de enero de 2025

«Martes negro», de Hugo Fregonese, un potente todoterreno del Séptimo Arte.

 

Un cine negro de serie B convertido por Fregonese y Edward G. Robinson en magnífica serie A.

Título original: Black Tuesday

Año: 1954

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Hugo Fregonese

Guion: Sydney Boehm

Reparto: Edward G. Robinson; Peter Graves; Jean Parker; Milburn Stone; Warren Stevens;

Hal Baylor; Jack Kelly; Sylvia Findley.; Vic Perrin; Russell Johnson; Lee Aaker; Frank Ferguson; Ray Bennett; Edmund Cobb; Stafford Repp; Franklyn Farnum.

Música: Paul Dunlap

Fotografía: Stanley Cortez (B&W).

 

          Autor de Jack el Destripador y de Murallas de silencio, Hugo Fregonese es un  director argentino al que no le faltó trabajo ni buenos repartos para dirigir películas de diversos géneros con una eficacia sorprendente, dado el escaso reconocimiento que se le tributa en nuestros días y lo olvidado que suele estar en la nómina de los grandes directores. Rodó en América, en Europa y una vez en India, y es larga la nómina de excelentes y reputados actores que trabajaron en sus proyectos, como, en esta, un crepuscular Edward G. Robinson que no había perdido ni un ápice de su sabiduría interpretativa, y menos aún si se trataba de competir con un pujante Robert Graves que no llegó a donde prometía, aunque en esta película tiene un papel destacadísimo. Los críticos han de mirar siempre la ficha técnica de las películas, porque el cine es una industria y no hay director que no haya querido rodearse de los mejores técnicos para hacer sus películas. En este caso, para un thriller seco, compacto, sin florituras, muy dramático, Fregonese contó con la inestimable colaboración del dos veces nominados al Oscar a la mejor fotografía Stanley Cortez, de quien basta recordar su participación en un mito de la cinematografía, La noche del cazador, de Charles Laughton, El cuarto mandamiento, de Welles o Corredor sin retorno, de Fuller, para percatarnos de su importancia decisiva en el resultado final de la película.

          El impactante comienzo de la película, la cámara recorriendo lentamente, con un contrastadísimo blanco y negro, con tintes casi expresionistas, las celdas del corredor de la muerte y un blues que suena de fondo con su profundo dolor secular nos va a permitir conocer enseguida a los dos protagonistas de la película condenados a muerte: un viejo gánster y un joven aprendiz que ha guardado su botín, suprema ironía,  en la caja fuerte de un banco. Todos los planos de la película responden puntualmente a las técnicas habituales del cine negro: picados y contrapicados, primeros planos de la rueda y guardabarros del coche que se detiene en seco, el haz de luz de la lámpara que deja lo que la rodea en penumbra. Y luego la descripción de los personajes, que caen de lleno en arquetipos, como el caso de Robinson, a los que Fregonese, a lo largo de la narración, rellenará de una personalidad concreta y mínimamente compleja, lo suficiente para habérnoslas con personas, no con máscaras.

          La preparación de la ejecución de ambos condenados y los esfuerzos de la banda de Robinson para dar un golpe sorpresa que permita liberar al jefe crean una atmósfera de suspense que inicia lo que será una descabellada huida del centro penitenciario, no sin dejar un rastro de muertes que incluyen a un policía de talante humanitario para con los presos, y cuya hija, al comienzo de la historia, le cambia la tartera que se habían intercambiado sin darse cuenta. Esa hija, a quien secuestrará la banda del condenado, jugará un papel de rehén que va más allá de la pasividad propia de tal condición, promoverá en el joven ladrón que resulta herido una reflexión que influirá en el desenlace de la película.

          Se trata de una película de acción en la que la huida de la penitenciaría se efectúa a través de un sistema de ocultación del coche en que han huido que impide ser localizado por la policía. Como para favorecer la huida, los condenados liberan a los otros presos y se llevan varios rehenes, entre ellos el médico y el capellán reglamentarios en las ejecuciones, así como el periodista a quien encarga cubrir la ejecución para evitar las repeticiones habituales en esas crónicas. Estamos, pues, ante una situación extraordinaria: dos condenados a muerte que escapan minutos antes de que sean ejecutados, sin que la policía tenga la más mínima idea de cómo dar con los evadidos.

          La vida en el almacén en ruinas donde se han escondido sigue los pasos habituales de este tipo de situaciones, y permite discursos que van desde la perspectiva religiosa del sacerdote, la humanitaria del doctor o la vengativa de la hija que expresa su deseo de no importarle lo más mínimo que el joven ladrón muriera a causa de las heridas recibidas en el tiroteo que precedió a su huida.         

          De hecho, el viejo gánster no tarda en perder los nervios cuando el joven le dice que solo él podrá sacar el dinero del banco, pues solo él tiene la llave de la caja de seguridad y la firma que lo acredita como propietario. La idea es recuperar el dinero, doscientos mil dólares, hacer el reparto y, por la noche, huir en una avioneta, presumiblemente a Centroamérica o Sudamérica. Pero, antes de eso, lo principal es recuperarse el herido de bala y luego aguantar la recogida del dinero sin descomponerse por su debilidad, algo que está a punto de suceder cuando, en compañía del vigilante armado, supera un desmayo que los hubiera delatado. El coche, la vampiresa del gánster ejerciendo de secretaria para no levantar sospechas, las inevitables gafas de sol, la hoja de la prensa en la que aparecen los retratos de los evadidos…, todo parece confabularse para delatarse cuando menos lo esperan, y es lo que sucede: el vigilante toma nota de la matrícula y la policía se limita a seguir el coche sin levantar sospechas, para ver dónde se esconden los evadidos.

          Una vez rodeados de policía y sin escapatoria posible, las tensiones en el interior del escondite se asemejan a las propias de las que se suceden en las situaciones de acorralamiento. Lo mejor y lo peor,  entonces, de cada persona sale a la luz. La balacera continua que se desata, además, va a provocar no pocos heridos y algún muerto de tanto relieve como la chica del gánster, lo que provoca, por ejemplo,  que use al cura para decir un breve responso; el cura al que acababa de decir que sería el primer rehén ejecutado y lanzado a los pies de la policía para permitirles salir. Que el jefe de policía les revele a los rehenes que no puede hacer nada por ayudarlos y que de allí los evadidos solo saldrán o detenidos o con los pies por delante, trae a primer plano consideraciones morales que alimentarán dialécticamente la película y servirán para darle verdadera enjundia a una situación imposible. Y aquí me detengo. Piénsese que en apenas 80 minutos la historia ha de atender a no pocos conflictos humanos, pero Fregonese se las compone para, salvo algunos figurantes de la banda, resolver todas esas situaciones, algunas límite. Estamos, pues, ante un ejercicio de concisión narrativa que deja en evidencia las kilométricas duraciones de las actuales películas, ninguna de las cuales suele bajar de las dos horas y cuarto…, con un exceso de «relleno» que poco o nada aporta a la esencia de la historia contada.

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