miércoles, 15 de noviembre de 2017

La comedia sin acritud, pero eficaz, de Mervyn LeRoy: “Despiértame cuando haya acabado”.


¿Podríamos hablar del “toque LeRoy” para la comedia?: Despiértame cuando haya acabado: una comedia de ambiente militar o un M.A.S.H. reverente.

Título original: Wake Me When It's Over
Año: 1960
Duración: 126 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mervyn LeRoy
Guion: Richard L. Breen (Novela: Howard Singer)
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Ernie Kovacs,  Dick Shawn,  Margo Moore,  Jack Warden,  Nobu McCarthy, Don Knotts,  Robert Strauss,  Noreen Nash,  Parley Baer,  Robert Emhardt, Marvin Kaplan,  Tommy Nishimura,  Raymond Bailey,  Robert Burton,  Frank Behrens.


Ya hemos comentado otra comedia de LeRoy en este Ojo, y aunque el fondo conservador que subyace a la trama echa un poco para atrás, hay que reconocer que para el desarrollo de la situación y la creación de algunos gags  el director y sus guionistas tienen mano de santo, porque, más allá de ese pensamiento que pasa como por sobre ascuas por ciertos comportamiento que hoy escandalizan, la historia presenta un nivel de liviandad irrespetuosa perfectamente encajable por la sociedad a la que se dirige la obra. El ejército siempre ha sido un microcosmos en el que ha funcionado muy bien el género de la comedia, como hemos visto reiteradamente en este Ojo crítico, como es el caso de Operación Pacífico, de Blake Edwards, por ejemplo, o, fuera de él, La novia era él, de Hawks, sin venir más cerca, a ese M.A.S.H de Altman con la que la de LeRoy guarda algún lejano parecido. Un licenciado del ejército, que regenta un bar, es empujado por su esposa para solicitar un seguro al que, por haber sido militar, tiene derecho, algo que él no quiere hacer, porque no quiere tener nada que ver, ya, con el Ejército, el que no guarda especial buen recuerdo. Dicho y hecho, la solicitud, en una escena muy graciosa en la que le ayudan a rellenar el formulario, se convierte en una petición de alistamiento. No solo vuelve al Ejército, sino que lo hace, además, en una remota isla del Pacifico, cercana a Japón, pero perdida en el mapa, donde hay un destacamento militar, olvidado del mando, que lleva una vida de relajación y libertad absoluta al margen de cualquier régimen propio de la milicia y completamente alejados de cualquier atisbo de vida más o menos “civilizada”. Ese ambiente, los personajes, que forman un coro lleno de secundarios fantásticos que le confieren una gracia singular a esa vida regalada de los milicos en una isla paradisíaca, y el espacio en que se desarrolla la acción se convierten en un atractivo de primera magnitud para un soldado que llega a una base donde se encuentra con su antiguo jefe, un Ernie  Kovacs que, a pesar de su sólida fama, no puede competir con un extraordinario Dick Shawn, quien carga con todo el peso de la película. Es él a quien se le ocurre crear un balneario junto a unas aguas termales para convertirlo en una suerte de resort al que puedan ir a descansar, y recuperarse, gracias a sus aguas medicinales, los altos mandos del ejército, hombres de negocios y todos aquellos que puedan permitirse el lujo “asiático” que ofrece el hotel a sus visitantes. A partir de una denuncia, se pone en marcha la maquinaria judicial militar para depurar las responsabilidades a que haya lugar por la apertura del local, en el que no solo se ha usado material militar, sino en el que los militares destacados en la isla trabajan al margen de sus obligaciones militares. La aparición de una militar que viene a “fiscalizar” la actividad de la base, y que provoca el consiguiente alboroto hormonal en tropa y mandos, añade una dimensión jocosa que el guion resuelve en términos muy conservadores y pacatos, pero que genéricamente funcionan muy bien para el mecanismo. La película está llena de situaciones divertidas, pero se trata, ya digo, de un humor blanco que no busca erosionar, sino hacer pasar un rato entretenido riéndose de aquello que le merece un total respeto, y se nota. En este tipo de películas, actores y actrices tienen un cometido esencial, y en esta cumplen a la perfección, sobre todo el protagonista, Dick Shawn, que consigue hacer verosímil un disparate monumental, con esa aceptación fatalista de lo absurdo que, en vez de a la desesperación lo lleva a la visión de un negocio floreciente, su especialidad.  No es una comedia al estilo de las de Billy Wilder, por supuesto, sino más cercana de Blake Edwards o de Pijama para dos y Confidencias a media noche, de Delbert Mann y Michael Gordon, respectivamente, y, por ello mismo, reconocible en un género amable que sabe atraer a los espectadores a la lógica interna del disparate y seguir con interés el desarrollo de tan absurda trama. Los exteriores permanentes en que está rodada la historia, además, contribuyen, por su belleza, a redondear una historia que tiene, en el final judicial, un desenlace a la altura de las mejores comedias, lo que deja a los espectadores con un excelente sabor de boca.

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