Sabotaje, de Alfred
Hitchcock, o, acaso, el embrión de Los
pájaros y la definición magistral de la puesta en escena del suspense.
Título original: Sabotage (The
Woman Alone)
Año: 1936
Duración: 76 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Charles Bennett (Novela: Joseph Conrad)
Música: Louis Levy
Fotografía: Bernard Knowles (B&W)
Reparto: Sylvia Sidney, Oskar Homolka, Desmond Tester, John Loder,
Joyce Barbour, Matthew Boulton, S.J. Warmington, William Dewhurst.
Aun siendo un admirador de Hitchcock, he de reconocer
que ver todas sus películas requiere una entrega y, para algunas películas, una
suerte y, para otras, una paciencia, de las que no todos pueden presumir. De
momento, sigo encontrándome con joyas de las que, salvo a los íntimos del
director, es decir, los de su club de fans, no había oído hablar a nadie a mi
alrededor. Sabotaje es la última
película de su etapa inglesa, de la que no hace mucho critiqué una película de carácter
social, Juego sucio, que era una de
sus primeras incursiones en el sonoro, pues Hitchcock tiene algo de auténtica
historia viva del cine, al haber atravesado con éxito un arco temporal que va
del cine mudo al cine en technicolor, en las múltiples evoluciones de este.
Sabotaje se basa en El agente secreto,
de Jack London y se narra en ella la historia simple de un saboteador cuyas intenciones últimas no se
sabe si lindan con la extrema izquierda, la extrema derecha o constituyen una
variante casi metafísica de El hombre que
fue Jueves, de Chesterton, una joya novelística de la intriga policiaca. En
todo caso, hay una organización, con cómplices respetables, que pretenden
llevar el terror a Londres, primero con un apagón general y, después, con una
bomba en un lugar público concurrido. El agente secreto, un refugiado del este,
que regenta un cine de barrio que les
depara a él y a su familia escasos ingresos, es una persona afable y callada
que lleva el cine junto con su esposa, una norteamericana con un hijo de otro
matrimonio, de quien, a lo largo de la película, nada se dice sobre su pasado,
cubierto por un velo de misterio que afecta, igualmente, a las actividades
clandestinas de su esposo, de quien ella valora, sobre todo, la delicadeza con
que los trata a ella y a su hijo. Un agente de Scotland Yard, camuflado de
frutero en un establecimiento colindante con el cine, será el encargado de ir
estrechando el cerco en torno a Verloc, el refugiado del este, y lo hace a
través de un conato de seducción de su mujer, quien comienza a sospechar de
tantas desapariciones de su esposo, aunque, avanzada la trama, se niega a creer
que tenga algo que ver con los sucesos terroristas que se producen en Londres. Es
evidente, desde el punto de vista de la realización, que el mejor Hitchcock, el
que deslumbrará a los realizadores y críticos de la nouvelle vague está de forma integral en esta película, en la que
la intriga se va perfilando mediante escenas llenas de sabiduría fílmica, como
la entrevista en el acuario donde su “superior” le pide que ponga una bomba, un
paso que va más allá del sabotaje al suministro eléctrico de la ciudad. La
capacidad visual de Hitchcock para resumir en escenas como el fundido de la
pecera a la destrucción de edificios con las consiguientes muertes, como efecto
de la bomba que habrá de poner, es una muestra de lo que caracteriza su mejor
cine. La captación de la vida corriente, incluso desde una perspectiva
costumbrista, como ocurre en la subasta de Juego
sucio, por ejemplo, o bien la naturalidad de la secuencia terrible del niño
que va amarrado a un rollo de película que ha de entregar, llevando con él la
bomba que habrá de llevárselo por los aires, mientras contempla un desfile
popular, o la naturalidad con que se pasa de la calle a la casa del saboteador
a través del pasillo lateral del cine, hacia cuya pantalla se desvía, en un
juego de homenaje a Walt Disney, la cámara, son recursos que nos hablan de una manera
de hacer cine que le granjearía el respeto de la crítica, del público y de los
productores, acreditándolo, para siempre, como “el mago del suspense”. En Sabotaje, que está llena de ausencias
informativas, de simulaciones, de doble juego, como el propio de los agentes
secretos que se camuflan como ciudadanos corrientes, quedan muchos cabos
sueltos, pero no los de la trama principal que se resuelve admirablemente,
aunque por el medio haya momentos de tensión ética notable que se resuelven
felizmente, para los intereses de la protagonista, una Sylvia Sidney espléndida
que va desvelando poco a poco el misterio de los movimientos horribles de su
marido, al tiempo que recela del frutero cuya condición policial ve con
profundas reservas. Ponía en relación esta película con Los pájaros, aunque sea a título anecdótico, porque es el dueño de
una pajarería quien le entrega al saboteador la bomba camuflada en el cajón de
una jaula con dos canarios que le regala el saboteador al hijo de su mujer para
no levantar sospechas de su visita al pajarero suministrador de la bomba. ¡Cómo
evitar esa analogía entre aquellos dos agapornis y los dos canarios que recibe
el hijo de la protagonista con idéntica ilusión que la hermana pequeña del
protagonista de Los pájaros! Que, por
otro lado, el cajón inferior de la jaula contenga la destrucción y la muerte en
forma de bomba que entra en casa con la jaula me parece que habilita para
establecer el paralelismo que sugiero. Sylvia Sidney tiene rostro de actriz de
cine mudo, porque toda él es de una expresividad tan acentuada que permite
intuir buena parte de lo que siente y piensa con solo mirarla a la cara; algo
parecido, pero en versión perversa, a lo que ocurre con los primeros planos
inquietantes de su marido, el saboteador, plenos de eficacia dramática y
tensión, sobre todo cuando ha despachado a la criatura con el rollo de película
y la bomba y espera, junto a su mujer y al detective de Scotland Yard, el
desenlace funesto de su acción terrorista. Estamos hablando, pues, de una obra
mayor de Hitchcock, con una realización extraordinaria y una puesta en escena
que combina eficazmente los exteriores londinenses con interiores como el cine
o la casa del saboteador que dan pie a planos bien cargaditos de significados.
Lo de no dar puntada sin hilo es de lo más aplicable a las realizaciones de Sir
Alfred, en cuyos planos siempre hay una potenciación expresa o figurada del
sentido último de la narración. Por supuesto que se le podrían poner algunos
reparos, como la propia interpretación del detective, un John Loder que deja
mucho que desear con su torpeza expresiva, aunque en algunas secuencias, sobre
todo al final, consigue remontar y resultar convincente, aunque en su descargo
ha de decirse que no se trata de un papel muy agradecido, por supuesto. También
podía achacársele una suerte de aceleración narrativa que no permite saborear
el contraste entre los momentos de tensión y los de la calma que precede a un
incremento de la tensión básica, pero, en conjunto, se gana en capacidad de
síntesis narrativa y de hallazgos visuales que acabarán siendo “marca de
fábrica” del mago del suspense.
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