jueves, 10 de noviembre de 2016

Esbozo final, británico, del gran Alfred Hitchcock usamericano: “Sabotaje (La mujer solitaria)”


Sabotaje, de Alfred Hitchcock, o, acaso, el embrión de Los pájaros y la definición magistral de la puesta en escena del suspense.



Título original: Sabotage (The Woman Alone)
Año: 1936
Duración: 76 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Charles Bennett (Novela: Joseph Conrad)
Música: Louis Levy
Fotografía: Bernard Knowles (B&W)
Reparto: Sylvia Sidney, Oskar Homolka, Desmond Tester, John Loder, Joyce Barbour, Matthew Boulton, S.J. Warmington, William Dewhurst.


Aun siendo un admirador de Hitchcock, he de reconocer que ver todas sus películas requiere una entrega y, para algunas películas, una suerte y, para otras, una paciencia, de las que no todos pueden presumir. De momento, sigo encontrándome con joyas de las que, salvo a los íntimos del director, es decir, los de su club de fans, no había oído hablar a nadie a mi alrededor. Sabotaje es la última película de su etapa inglesa, de la que no hace mucho critiqué una película de carácter social, Juego sucio, que era una de sus primeras incursiones en el sonoro, pues Hitchcock tiene algo de auténtica historia viva del cine, al haber atravesado con éxito un arco temporal que va del cine mudo al cine en technicolor, en las múltiples evoluciones de este. Sabotaje se basa en El agente secreto, de Jack London y se narra en ella la historia simple de un  saboteador cuyas intenciones últimas no se sabe si lindan con la extrema izquierda, la extrema derecha o constituyen una variante casi metafísica de El hombre que fue Jueves, de Chesterton, una joya novelística de la intriga policiaca. En todo caso, hay una organización, con cómplices respetables, que pretenden llevar el terror a Londres, primero con un apagón general y, después, con una bomba en un lugar público concurrido. El agente secreto, un refugiado del este,  que regenta un cine de barrio que les depara a él y a su familia escasos ingresos, es una persona afable y callada que lleva el cine junto con su esposa, una norteamericana con un hijo de otro matrimonio, de quien, a lo largo de la película, nada se dice sobre su pasado, cubierto por un velo de misterio que afecta, igualmente, a las actividades clandestinas de su esposo, de quien ella valora, sobre todo, la delicadeza con que los trata a ella y a su hijo. Un agente de Scotland Yard, camuflado de frutero en un establecimiento colindante con el cine, será el encargado de ir estrechando el cerco en torno a Verloc, el refugiado del este, y lo hace a través de un conato de seducción de su mujer, quien comienza a sospechar de tantas desapariciones de su esposo, aunque, avanzada la trama, se niega a creer que tenga algo que ver con los sucesos terroristas que se producen en Londres. Es evidente, desde el punto de vista de la realización, que el mejor Hitchcock, el que deslumbrará a los realizadores y críticos de la nouvelle vague está de forma integral en esta película, en la que la intriga se va perfilando mediante escenas llenas de sabiduría fílmica, como la entrevista en el acuario donde su “superior” le pide que ponga una bomba, un paso que va más allá del sabotaje al suministro eléctrico de la ciudad. La capacidad visual de Hitchcock para resumir en escenas como el fundido de la pecera a la destrucción de edificios con las consiguientes muertes, como efecto de la bomba que habrá de poner, es una muestra de lo que caracteriza su mejor cine. La captación de la vida corriente, incluso desde una perspectiva costumbrista, como ocurre en la subasta de Juego sucio, por ejemplo, o bien la naturalidad de la secuencia terrible del niño que va amarrado a un rollo de película que ha de entregar, llevando con él la bomba que habrá de llevárselo por los aires, mientras contempla un desfile popular, o la naturalidad con que se pasa de la calle a la casa del saboteador a través del pasillo lateral del cine, hacia cuya pantalla se desvía, en un juego de homenaje a Walt Disney, la cámara, son recursos que nos hablan de una manera de hacer cine que le granjearía el respeto de la crítica, del público y de los productores, acreditándolo, para siempre, como “el mago del suspense”. En Sabotaje, que está llena de ausencias informativas, de simulaciones, de doble juego, como el propio de los agentes secretos que se camuflan como ciudadanos corrientes, quedan muchos cabos sueltos, pero no los de la trama principal que se resuelve admirablemente, aunque por el medio haya momentos de tensión ética notable que se resuelven felizmente, para los intereses de la protagonista, una Sylvia Sidney espléndida que va desvelando poco a poco el misterio de los movimientos horribles de su marido, al tiempo que recela del frutero cuya condición policial ve con profundas reservas. Ponía en relación esta película con Los pájaros, aunque sea a título anecdótico, porque es el dueño de una pajarería quien le entrega al saboteador la bomba camuflada en el cajón de una jaula con dos canarios que le regala el saboteador al hijo de su mujer para no levantar sospechas de su visita al pajarero suministrador de la bomba. ¡Cómo evitar esa analogía entre aquellos dos agapornis y los dos canarios que recibe el hijo de la protagonista con idéntica ilusión que la hermana pequeña del protagonista de Los pájaros! Que, por otro lado, el cajón inferior de la jaula contenga la destrucción y la muerte en forma de bomba que entra en casa con la jaula me parece que habilita para establecer el paralelismo que sugiero. Sylvia Sidney tiene rostro de actriz de cine mudo, porque toda él es de una expresividad tan acentuada que permite intuir buena parte de lo que siente y piensa con solo mirarla a la cara; algo parecido, pero en versión perversa, a lo que ocurre con los primeros planos inquietantes de su marido, el saboteador, plenos de eficacia dramática y tensión, sobre todo cuando ha despachado a la criatura con el rollo de película y la bomba y espera, junto a su mujer y al detective de Scotland Yard, el desenlace funesto de su acción terrorista. Estamos hablando, pues, de una obra mayor de Hitchcock, con una realización extraordinaria y una puesta en escena que combina eficazmente los exteriores londinenses con interiores como el cine o la casa del saboteador que dan pie a planos bien cargaditos de significados. Lo de no dar puntada sin hilo es de lo más aplicable a las realizaciones de Sir Alfred, en cuyos planos siempre hay una potenciación expresa o figurada del sentido último de la narración. Por supuesto que se le podrían poner algunos reparos, como la propia interpretación del detective, un John Loder que deja mucho que desear con su torpeza expresiva, aunque en algunas secuencias, sobre todo al final, consigue remontar y resultar convincente, aunque en su descargo ha de decirse que no se trata de un papel muy agradecido, por supuesto. También podía achacársele una suerte de aceleración narrativa que no permite saborear el contraste entre los momentos de tensión y los de la calma que precede a un incremento de la tensión básica, pero, en conjunto, se gana en capacidad de síntesis narrativa y de hallazgos visuales que acabarán siendo “marca de fábrica” del mago del suspense.

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