Entre el amor, el maquiavelismo y
la ley: Max y los chatarreros, de
Claude Sautet, o una cumbre del polar en color.
Título original: Max et les ferrailleurs
Año: 1971
Duración: 110 min.
País: Francia
Director: Claude Sautet
Guión: Claude Sautet (Novela: Claude Néron)
Música: Philippe Sarde
Fotografía: René Mathelin
Reparto: Michel Piccoli, Romy
Schneider, Georges Wilson, Bernard Fresson, François Périer, Boby Lapointe,
Michel Creton, Henri-Jacques Huet, Jacques Canselier.
Mientras veía esta magnífica película de Sautet no podía
dejar de pensar en Le Samuraï, de
Melville, acaso porque en esta Michel Piccoli representa a un policía hierático
y silencioso que recuerda, incluso por la vestimenta, al personaje de Alain Delon,
salvando las distancias entre una y otra trama y en el protagonismo que se le
concede al asesino o al policía en cada caso. Con todo, Piccoli y Delon
componen dos tipos enigmáticos a los que cuesta entender, aunque la razones de
Piccoli sean más evidentes en la película de Sautet que la de Delon en la de
Melville. Max y los chatarreros es
una película en la que incluso los exteriores parecen interiores y el color
adquiere una textura casi otoñal, con un predominio de la gama oscura de
negros, marrones y grises, lo cual no impide que a veces, como ocurre con las
escenas de los chatarreros, los contrastes de color sean muy vivos, propios,
además de la moda pop que caracteriza a los muchos jóvenes que aparecen en
pantalla o del vestuario propio de la prostitución, tan chillón. La historia es
sencilla y perversa, porque, hartos de ser burlados por los delincuentes, un inspector
de policía decide convertirse en el incitador de un golpe para poder estar
prevenidos y coger in flagrante delito a los miembros de una banda capitaneada
por un antiguo compañero de armas del policía, con quien se encuentra por
casualidad. Lo que ya no lo es, casualidad, es la buscada relación con la
pareja de ese amigo, una prostituta que ejerce por su cuenta y a quien el
protagonista seduce haciéndose pasar por un extraño banquero que, sin querer tener
relaciones sexuales con ella, la alquila para compartir unas horas, en las
cuales se va fraguando una amistad y una confianza que anulen el posible recelo
de la prostituta y que actúe como correa de transmisión a su novio del día en
que dispondrán de mucho efectivo en el banco para atender ciertos pagos. La
clara inducción al delito y la preparación del mismo constituyen la base de la
trama, pero esta se alarga muy convincentemente a través de la relación del
policía/banquero con la prostituta, una maravillosa y bellísima Rommy Schneider
,“la alemana”, en la película. La relación entre el policía y la prostituta se
plantea como un crescendo que nos deparará una impactante sorpresa final que no
quiero desvelar. Piccoli está soberbio en el papel del policía hastiado de
fracasar que crea el delito para poder tener un éxito que justifique su
dedicación profesional, y junto a Schneider tiene escenas muy logradas, como la
de las fotos en la bañera, por ejemplo. La película tiene una espléndida
fotografía que destaca, sobre todo en la profusión de planos medios que usa el
director y que en los trávelins en los coches, le otorga esa sensación de escena
de estudio en vez de exterior, gracias a una iluminación de la escena que destaca
la nitidez de las figuras al tiempo que, combinándolos con los primeros planos,
en el interior, nos acentúa la condición de película psicológica, antes que
policiaca, porque lo verdaderamente importante, como en aquella otra película
hiperromántica de Rommy Schneider, Lo
importante es amar, de Andrzej Zulawski, es la relación amorosa entre el
policía y la prostituta lo que se va apoderando de la historia, aunque la
organización del atraco y de la captura de los delincuentes que caen en la
trampa del inspector constituyen secuencias de acción perfectamente rodadas,
con una naturalidad que ni siquiera excluye, mediante un cordón policial, la
afluencia de curiosos a las primeras de cambio. La música casi hipnótica de
Philippe Sarde contribuye en sumo grado al impacto de ese primer clímax que es
el atraco fallido al banco. Hay en el protagonista una suerte de integridad
moral que le lleva a sentir enseguida una repugnancia inmediata por la felonía
que acaba de cometer, por el juego sucio practicado para atrapar a unos pobres
diablos que malvivían ganándose la vida con la chatarra, y a quienes ha
embaucado para ir más allá de donde podían gracias a una prostituta que,
despechada por la frigidez del policía, lo traiciona, como estaba previsto, para
que la policía pueda alardear de haber capturado a quienes agigantará ante la
opinión pública como temibles maleantes para justificar su cometido en defensa
de la seguridad ciudadana. La película
combina adecuadamente la trama del policía y la prostituta y el mundo simple y
de pocas luces de los chatarreros, aunque no tarda en derivar hacia la
prostituta como eje de un conflicto moral, pues ella está en medio de los
delincuentes y del policía, siendo la pareja sin compromiso del antiguo amigo
del policía y la posible amante de un banquero que bien podría sacarla de su
vida como prostituta. Pero por ahí nos acercamos a ese impactante final del que
no quiero revelar nada. No hace mucho tuve la oportunidad de criticar otra
película de Sautet, A todo
riesgo, con Lino Ventura y Jean Paul Belmondo, que me pareció
excelente. Es inútil pretender descubrir la valía de un director como Sautet,
pero no está de más recordar que existe, porque, a menudo, somos frágiles de
memoria y tendemos a olvidar lo razonablemente satisfechos que nos dejan
productos de tanta calidad como este polar también extrañamente sentimental,
como titulé la crítica de A todo riesgo.
Michel Piccoli tiene decenas de películas geniales, y no olvidemos que debutó,
junto a Brigitte Bardot, nada menos que
con El desprecio, una joya
indiscutible de Jean Luc Godard, en la que aparecía ni más ni menos que el mismísimo
Fritz Lang, interpretándose a sí mismo.
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