La inocencia en el contexto del
paro, la miseria, la xenofobia y el antisemitismo: Liam, de Stephen Frears o la serenidad ecuánime del cronista.
Título original: Liam
Año: 2000
Duración: 87 min.
País: Reino Unido
Director: Stephen Frears
Guión: Jimmy McGovern
Música: John Murphy
Fotografía: Andrew Dunn
Reparto: Ian Hart, Claire
Hackett, Anthony Borrows, David Hart, Megan Burns, Anne Reid, Russell Dixon,
Julia Deakin, Andrew Schofield.
Poco a poco, por ese azar que habita en Tallers, 79 ,
espoleado por mi paciencia al mirar y remirar entre los miles de películas que
allí aguardan la mano de la emoción que las descubra, voy accediendo a títulos
que en su momento, por una u otra razón, no pude ver. No hace mucho tuvimos, mi
Conjunta y yo, oportunidad de ver la antepenúltima película de Frears, Philomena,
ya criticada en este Ojo Cosmológico, que nos pareció excelente y conmovedora.
Lo mismo ha de decirse de esta película, Liam, que nos ofrece una visión
descarnada de cómo sufrió la clase trabajadora la gran crisis mundial posterior
al crack del 29 que acabó potenciando la hegemonía de los fascismos, como se
advierte en la película cuando el padre, incapaz de encontrar trabajo, es
seducido por las agresivas sirenas xenófobas de los fascistas ingleses -que
húbolos… y en todas las esferas sociales, como en Lo que queda del día nos mostró Ivory o demostró nada menos que el
abdicado Eduardo VIII- y se enrola en sus huestes terroristas ante la
imposibilidad de continuar desempeñando el rol del hombre de la casa que lleva
el sustento a la misma, papel en el que acaba siendo sustituido por su hermano
que vive con él y su familia. La película sería algo así como esa tranche de vie que se le ocurrió al
dramaturgo naturalista Jean Jullien para definir su teatro: un trozo de vida
llevado a las tablas con arte, un trozo de vida que no acaba cuando baja el
telón, sino que deja al espectador en libertad para especular sobre lo que
pasará después, como sostuvo en su obra El
teatro vivo, de donde ignoro si tomaron su nombre los usamericanos Judith Malina y Julien Beck para su grupo The
living theater. Desde el punto de vista inglés, la película bien podría
considerarse como una secuela de aquellas películas “airadas” de los 50 que se
atenían a lo que entonces se denominó kitchen sink realism, porque Frears nos
ofrece una crónica muy dura de la caída en la pobreza de una familia
trabajadora en aquella crisis económica de los 30, con todo lo que ello supone.
Que haya escogido, además, a una familia irlandesa católica en el Liverpool industrial
y protestante añade una dimensión terrible que sí que se relaciona, desde la
omnipresencia de la iglesia en las familias irlandesas, con Philomena. Como la
historia se nos cuenta a través de las reacciones del hijo menor de la familia,
Liam, un niño tartamudo, que da título, como no podía ser de otra manera, a la
película, y se centra en la preparación amenazadora de quienes han de hacer la
primera comunión, además de otros descubrimientos propios de la edad, la
crónica social de Frears repasa con realismo estremecedor esa suerte de
callejón sin salida que sobrepone la religión a la pobreza ante la desesperación
de un padre que acaba rebelándose contra esa explotación, como cuando, nada más
recibir el sobre con el salario, el último, se presenta el cura de la parroquia
a exigir su diezmo. Las imágenes de la maestra y del cura, a dos voces,
atemorizando a los futuros comulgantes sobre lo que significa el pecado y la
comunión, o el recado que cumple el niño para llevar a empeñar los pocos bienes
de valor de la familia van entregándonos capítulos de una realidad miserable
que traza un deterioro progresivo de la situación de la familia, solo aliviada,
mínimamente porque la hermana mayor de Liam entra de sirvienta en una familia
judía rica y porque el hermano del padre encuentra trabajo, invirtiendo la situación
inicial de la película, lo que acentuará la sensación del fracaso del
protagonista. Que Frears haya sido capaz de mantener el protagonismo de Liam y
de su punto de vista de la manera como lo ha hecho lo acredita como una suerte
de “director bien temperado”, podríamos decir, remedando a Bach, porque el
drama familiar en que nos embarca, tomándole a él como centro de la película,
pero sin que parezca serlo, gana en intensidad y veracidad, sobre todo el de la
insoportable distancia entre los padres. Desde el inicio de la película, en el
que los hermanos se convierten en espectadores de la celebración achispada del
Año Nuevo por parte de los mayores, que acaba, como acaba pasando con el vino
malo, con un fuerte enfrentamiento vecinal de índole político-religiosa, nos rendimos
a la actuación de Liam, Anthony Borrows, cuya naturalidad, expresividad y
espontaneidad constituyen lo mejor de una película en la que el resto de los
actores rozan el nivel de lo extraordinario, pero el desvalimiento del niño,
los tremendos castigos que recibe en la escuela, la perplejidad y la angustia
culpable que siente tras sorprender, sin pretenderlo, obviamente, a su madre
aseándose desnuda en la tina, la complicidad con su hermana, su mirada
expresivísima y ese toque de la tartamudez que opera tanto en un sentido cómico
como en un sentido trágico, según la escena en la que el pobre no pueda “sacar”
palabra, todo ello en conjunto nos regala una actuación infantil a la altura de
las grandes interpretaciones de niños de todos los tiempos, un mérito de
Frears, sin duda, porque “arrancar” de una criatura tan pequeña una
interpretación que llena la pantalla y deja al espectador asombrado no debe de
ser nada fácil. Casi todos los directores han confesado temer sobre todas las
cosas a tener que trabajar con niños, pero no creo que Frears pueda suscribir
ese temor, por lo menos a la vista de resultado tan espléndido como el que nos
ha regalado. No quiero revelar nada del final que tiene la película, porque,
aunque pueda parecer un cierre brusco, se resuelven las principales líneas narrativas
que se han establecido desde el principio. El resto es historia tan conocida
como la que hemos visto antes de llegar a ese final, pero no cabe duda de que
la sensibilidad de Frears sitúa al espectador ante un retrato sin miramientos
ni endulzamientos absurdos de una realidad tan trágica como el desempleo y la
castradora educación católica integrista. Una película en la línea de Philomena pero con una ambientación impecable,
como es tradicional en el cine inglés, y con una puesta en escena que le saca
un partido estéticamente impecable a un barrio obrero y, por contraste, a una
mansión de la burguesía, además de a la tétrica escuela ya la iglesia. A pesar
del color, la estética de las tomas del barrio obrero recuerda mucho a las de
David Lean en El Déspota, una película excepcional,
también aquí criticada.
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