Un guion flojísimo que ni siquiera
una realización con excelentes momentos salva. Hay homenajes que son osadías, y
Chabrol se hunde en lo anodino con su Dr. M..
Título original: Dr. M (Docteur M.)
Año: 1990
Duración: 112 min.
País: Francia
Director: Claude Chabrol
Guión: Sollace Mitchell, Claude Chabrol (Historia: Thomas Bauermeister. Novela:
Norbert Jacques)
Música: Mekong Delta
Fotografía: Jean Rabier
Reparto: Alan
Bates, Jennifer Beals, Jan Niklas, Andrew McCarthy, Hanns Zischler, Benoît
Régent, Alexander Radszun, Peter Fitz, Daniela Poggi, William Berger, Michael
Degen, Wolfgang Preiss, Isolde Barth.
Claude Chabrol, como tantos otros directores a lo
largo de la historia del cine, ha dirigido demasiadas películas. De esa
prolijidad forzosamente se ha de resentir una obra en la que, sin embargo, hay
obras excepcionales e imperecederas, auténticos clásicos, como El carnicero o Ceremonia sangrienta, entre otras. A mí, particularmente, el mundo
provinciano de Chabrol, esa disección de la no siempre plácida pero siempre
discreta vida burguesa de la ciudad mediana, siempre me ha atraído mucho, por
lo que tiene de retrato costumbrista de las pasiones no siempre confesables de los
seres humanos. No diré que esta película homenaje a Lang y su serie de
películas sobre el Dr. Mabuse esté a la desdichada altura de La ruta de Corinto o El tigre se perfuma con dinamita, pero
sí que es una obra fallida, con unas interpretaciones sonrojantes, tanto por
parte de un Alan Bates que intenta lo posible y lo imposible para darle algo de
malignidad a su personaje, como por parte de una pareja protagonista, Jennifer
Beals y Jan Niklas, que parecen no tener ni puñetera idea de cuál sea su papel
en la trama ni qué emociones han de transmitir ni cuales sean sus rasgos
básicos de personalidad, de haberlos… Las primeras imágenes de la película son
impactantes, porque se abre con tres suicidios que, en un Berlín dividido, convoca
a las fuerzas de policía de ambas Alemanias, para poder esclarecer y, si es
posible, atajar la ola de suicidios que amenaza con convertirse en una epidemia
que despueble ambos estados. A través de una campaña de publicidad, centrada en
la capacidad sugestiva de la imagen y la voz de Jennifer Beals, como estandarte
de una agencia de viajes, Theratos, que promete a sus usuarios un viaje sin
retorno hacia la felicidad completa. Supongo que, a la hora de concebir el “resort”
donde se celebran los esponsales de los turistas con la muerte, Chabrol debió
de tener muy presente aquellas clínicas eutanásicas de Soylent Green, titulada en España Cuando el destino nos alcance, una película tan futurista como la
de Chabrol pero a años luz de la suya, y solo hay que hacer la comparación
entre un inspirado Charlton Heston y el insípido Jan Niklas de la presente. La
película sufre de una distensión total, no hay manera de que esa epidemia de suicidios
la vivan los protagonistas ni nadie en general como la gran amenaza para la
supervivencia de los estados que nos quieren hacer creer. La trama propiamente
malvada del dueño de la agencia de viajes, encargado de ir ampliando su
capacidad de influencia social para convencer a más gente tiene menos gancho
que aquel José Legrá dicharachero que entronizó el franquismo como réplica
carpetovetónica, me imagino, de Cassius Clay. La desorientación preside el guion
y las elipsis narrativas merecen un premio en el concurso de recursos deus ex
machina, a juzgar por la facilidad con que se sale de las situaciones
comprometidas. Con todo, he de reconocer que, al menos desde la perspectiva de
la puesta en escena, la película remonta mucho al final, cuando los
protagonistas deciden tomarse unas vacaciones y lo hacen en uno de los hoteles
de la empresa de la locutora, una parte de la película que parece anticipar,
aunque muy modestamente, la más que excelente Langosta de Yorgos Lanthimos. La imaginación de Chabrol no daba de
sí, por sus propios antecedentes, como para imaginar una historia como la de
Lanthimos. Su homenaje al Fritz Lang no llega a lo que, seguramente, a él le
hubiera gustado conseguir, pero, al menos, hay suficientes secuencias en la
película y casi un tercio de la misma, el tramo final, que están a la altura de
su poderío visual. No creo que sea una película que despierte admiración
ninguna, ya he dicho por qué, pero los buenos aficionados pueden disfrutar de
esa parte final en la que incluso Alan Bates parece darle sentido a su
personaje y exhibir parte de los excelentes recursos del gran actor que siempre
demostró ser. Son recientes las encuestas que hablan del notable incremento de
la tasa de suicidios en España y de cómo, frente a las muertes debidas a la
violencia machista, la sociedad parece ignorar ese problema cuya dimensión
social parece tan evidente como difícil de manejar desde las instancias del
poder para rebajarla. Debería de haber habido algo turbador en Dr. M. que explicase, más allá de cuatro
obviedades de manual, la poderosa seducción de la idea del suicidio y su
progresiva expansión en el seno de la sociedad, pero Chabrol no está por la
labor de realizar una reflexión profunda sobre el asunto que narra, da por
sentado que sí, que la voz y la mirada seductora de la protagonista son capaces
de obrar ese efecto deletéreo en los televidentes, y sigue el ritmo nada
trepidante del policía que ha de descubrir la red maléfica y antisocial que
lleva a cabo plan tan criminal. Es probable que un mensaje como ese cale en una
sociedad enferma, pero en la película ni siquiera se nos ofrece una pincelada
de ese posible malestar. En fin, siempre nos quedarán sus clásicos, desde
luego, pero cuesta entender que un director de su talla no advirtiera lo que le
perjudicaba, en conjunto, haber rodado según qué películas.
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