Tras la victoria de Trump, una
turbadora revisión de un clásico del cine político usamericano: Siete días de mayo, de John
Frankenheimer, o la defensa de la Constitución frente al golpismo.
Título original:Seven Days in
May
Año: 1964
Duración: 120 min.
País: Estados Unidos
Director: John Frankenheimer
Guión: Rod Serling (Novela:
Fletcher Knebel, Charles Waldo Bailey II)
Música: Jerry Goldsmith
Fotografía: Ellsworth
Fredricks (B&W)
Reparto: Kirk Douglas, Ava
Gardner, Burt Lancaster, Fredric March, Edmond O'Brien, Martin Balsam, George
Macready, John Houseman, Hugh Marlowe.
Soy adicto a John Frankenheimer, lo reconozco, aun en
algunas de sus obras fallidas, como la interesante Orgullo de estirpe dela que hice la crítica el mayo pasado. Hacía
mucho que había visto Siete días de mayo
y, tras haber revisado Tempestad sobre
Washington, el azar ha querido que me la encontrara en Tallers, 79, ese templo de cinéfilos donde algunos
aficionados incluso quedan para rebuscar juntos en los exhibidores e ir
comentando los hallazgos. La he visto muy pocos días antes del triunfo de
Trump, lo que añade al visionado una perturbadora visión postpremonitoria,
porque el general que intenta dar un golpe de estado para evitar que el
Presidente firme un tratado de limitación de armas nucleares con los soviéticos
que, a su juicio, “dejaría indefensos a los Estados Unidos”, tiene una ideología que no dista ni un jeme de
la del próximo inquilino de la Casa Blanca. Por suerte, sus antecesores en el
cargo han desactivado la amenaza de la guerra nuclear e incluso el presidente
ruso, Putin, parece alegrarse más de su elección que el resto del “mundo
occidental”, hasta ahora su aliado. La película de Frankenheimer es un thriller
político que explora en los entresijos de la organización del poder usamericano
para poner de relieve la aparente fragilidad del sistema y la real solidez constitucional
del mismo, la misma que, sin duda, espero que permita al sistema sobrevivir a
un presidente que no hace mucho sobrevivió a George Walker Bush, y
anteriormente a Reagan o a Nixon. Desde los títulos de créditos, sobreimpresos
a un ejemplar de la Carta Magna usamericana, We, the people…, ya advertimos que estamos ante una obra militante
que alerta de la propia posibilidad de que los detentadores de la fuerza legal
se alcen contra el poder que les asigna tal función. El clima político de la
Guerra Fría, los esfuerzos legítimos en pro del desarme nuclear y la arrogancia
de un general golpista, el general Scott, interpretado por Burt Lancaster,
también productor de la película, y acaso trasunto del general Curtis Le May,
que se siente “llamado” a interpretar mesiánicamente el deseo de sus conciudadanos
sin someterse a un proceso electoral son los mimbres con los que Frankenheimer
urde una trama desarrollada con precisión de relojero, en una tensísima cuenta
atrás para el día S de la sublevación que atrae magnéticamente a los
espectadores a quienes fuerza a seguir con la respiración contenido unos acontecimientos
que, sin embargo, les son trasladados pudiera decirse que gota a gota, y
siempre sin que se les revele el sentido último de algunos de ellos, de modo
que advierta la sutileza con que obran quienes, amparados en la legalidad y en
sus altos puestos de responsabilidad, usan dichos resortes para favorecer sus
fines delictivos. Con todo, y esa es la grandeza de la película, hay un estudio
de los personajes, una delineación de sus personalidades que nos permiten
asistir a la complejidad de esos caracteres, huyendo de la simplificación usual
en este tipo de películas. La entrevista final entre el Presidente y el general
golpista es un claro ejemplo de lo que digo. El blanco y negro de los mejores
clásicos del cine negro es utilizado por Frankenheimer para potenciar una
estética que se ajusta en todo momento a la muy variada puesta en escena de una
película que simultanea líneas argumentales en escenarios muy desiguales: un
buque de la Navy en Gibraltar, un blanco ardiente espectacular en un desierto
de Texas, el apartamento de la examante del general, la poderosísima Ava Gardner,
a quien el ayudante del general, que hace prevalecer la lealtad a su país sobre
la admiración que profesa a su jefe militar, acabará “robándole” unas cartas
comprometedoras para el general, las propias dependencias de la Casa Blanca o
el despacho del golpista… En todos ellos, el punto de vista de la cámara suele
acentuar muy hábilmente el dramatismo de la situación, sea a través del plano
amricano, muy indicado para las reuniones del gabinete presidencial, sea a
través del primer plano y, en algunas ocasiones de un leve contrapicado del
Presidente en primer plano, llenando con su preocupación compungida, feliz y
convincentemente interpretada por Fredric March, la pantalla. A medida que
avanza la trama, y cuando ya parece inexorable el triunfo de la rebelión,
habiendo el Presidente renunciado a usar de manera sucia los asuntos de la vida
privada del general para desacreditarle -algo que ni Trump ni Hillary Clinton
hubieran vacilado en hacer en la pasada campaña, by the way…-el azar quiere que se recupere la declaración firmada
por el Almirante de la Navy en
Gibraltar en la que la mano derecha del Presidente le hizo confesar cuanto
sabía, declaración que, supuestamente, había desaparecido tras la muerte nada
misteriosa del emisario del Presidente en un accidente aéreo sobre Madrid. La
película, así pues, tiene todos los ingredientes -¡no olvidemos, for Meliès’ sake, la impecable réplica
que le da a Lancaster Kirk Douglas o el excepcional senador borrachín que
protagoniza Edmond O’Brien, responsable absoluto de la grandeza de esa joya que
es D.O.A., de Rudolph Maté, y que fue
nominado al Oscar en la categoría de actor de reparto por esta de Frankenheimer,
aunque no lo consiguiera. Sí lo hizo, sin embargo, por La condesa descalza, de Mankiewicz. Ya a cuenta de Tempestad sobre Washington recalcaba la
facilidad con que admitíamos en el cine la ficción de presidentes usamericanos,
algo que no sucedería en el nuestro, por ejemplo, y Fredric March contribuye
excepcionalmente a dotar de verosimilitud ese Presidente imaginario lleno de
buenas intenciones pacifistas y defensor de la Constitución, cuyo alegato final
en defensa de esta ante el militar golpista bien puede pasar a la antología de
las grandes escenas de este tipo de cine político.
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