Entre el realismo y el
romanticismo, un homenaje transtemporal a Eça de Queiroz: Singularidades de una chica rubia o el arte translúcido de Manoel
de Oliveira.
Título original: Singularidades de uma rapariga loira
Año: 2009
Duración: 64 min.
País: Portugal
Director: Manoel de Oliveira
Guión: Manoel de Oliveira (Historia corta: Eça de Queirós)
Fotografía: Sabine Lancelin
Reparto: Ricardo Trêpa, Catarina Wallenstein, Diógo Dória, Júlia
Buisel, Leonor Silveira, Naria-João Pires, Maria Burmester.
Poco a poco, como quien, de hecho, hubiera querido la
cosa, estoy acabando por cumplir aquella travesura que le propuse a mi Conjunta
como reto de júbilo laboral: abrir un blog, ver una película cada noche y hacer
dos críticas, la suya y la mía. No nos hemos sometido a él -el jubiloso es, por
definición, quien “no tiene tiempo para nada”, y quien nunca sabe si lo pierde
o lo gana, añadiría hoy, con alguna experiencia-, pero no es menos verdad que
vamos cumpliendo, con muy leve desajuste temporal, el placer de ver una
película diaria, de ahí la fiebre crítica que a algunos benévolos lectores -si
existentes…- puede darles la impresión de que me aqueje. El caso es que la
película de Manoel de Oliveira es tan ajustada en metraje al cuento que
traslada a imágenes, que no excede el metraje de Dementia sino en apenas un par de minutos, es decir, que frisa la
hora. Con este metraje no ha de extrañar, pues, que el ritmo de críticas se
ajuste al de visionados. Con todo, no de cuantas películas vemos hago la
crítica, está claro, sino de aquellas que, por una u otra razón, me parece
conveniente hacerla. Respecto de esta, Singularidades
de una chica rubia, sería imperdonable no añadirla al archivo de las que
merecen habitar, y esta cum laude, en
mi Ojo Cosmológico. Con La caja, ya criticada en su momento,
dije que comenzaba a saldar mi deuda con Oliveira, la de hoy continúa
haciéndolo, para pasmo de quien ha quedado maravillado por esa delicadeza sutil
de quien nos ha contado una historia en la que el choque entre romanticismo y
realismo, e incluso realismo picaresco, que es como una suerte de degradación desgarrada
del noble realismo tradicional, nos llega a través de una historia de amor
ciertamente como de otra época y de todas. El encuentro visual entre un
contable de una tienda de paños y una vecina rubia, un enamoramiento “de visu”,
al lírico modo provenzal, irá progresando lentamente y tratando de vencer,
habiendo llegado el caso de decidir casarse, la, en apariencia, irracional
decisión del tío, dueño de la pañería, de no permitir al sobrino que se case.
La decisión del sobrino de hacer caso omiso de la del tío comporta su expulsión
del trabajo y su súbito empobrecimiento. La puesta en escena de la película,
que se plantea, a través de una velada artística en el Círculo de amigos de Eça
de Queiroz, como un homenaje al gran maestro de la literatura portuguesa, de un
preciosismo exacerbado y con unos encuadres y trampantojos notables como el del
espejo en el descansillo de dos tramo de escalera, por ejemplo, va fluyendo
casi inadvertidamente, como si nada pasara aunque subterráneamente, de manera
muy sutil se van dejando pistas que permitirán entender el terrible final de la
aventura amorosa. La velada en el Círculo incluye dos actuaciones reales de dos
artistas portugueses reconocidos, el actor, en este caso en funciones de
rapsoda, Luis Miguel Cintra y la arpista Ana Paula Miranda, que interpreta una
pieza de Debussy. Los dos poemas que recita Cintra son de Alberto Caeiro, uno
de los heterónimos de Pessoa, y el segundo es una suerte de declaración de
principios: se ha de existir dejándose llevar por la corriente del existir, fluyendo,
sin pensar en ello. Y así parece que fluya la película, en una suerte de tono
menor, en el que la rebeldía del sobrino y su huida a Cabo Verde para hacer
fortuna, con la que vuelve para acabar perdiéndola, teniendo que rehacer la
huida y la vuelta, apenas tiene el relieve de hechos trascendentales en el anticuado
proceso de amores de la solemne seriedad del cual, como un brochazo
surrealista, solo se escapa, incontenible un estrambótico baile de alegría del
sobrino en su despacho, frente a la ventana donde apareció, para su gloria, a
quien quiere convertir en su mujer. Hay algo de cuento moral de Rohmer en esta
película de Oliveira y también de Hitchcock, aunque no indico de qué película
para no desvelar extremos de la trama que conviene ignorar al sentarse a verla.
Los planos fijos y la lentitud de las evoluciones de los protagonistas le
confieren a la película ese ritmo lento del sentimiento profundo, intenso, como
conviene al exacerbado romanticismo del protagonista, a quien deslumbra la
joven rubia, bellísima, que juega con su presencia y su ausencia ante, entre y
tras las dos cortinas que decoran su ventana, en un juego de señales amorosas
que procede de Goethe, como se especifica en el cuento, al que he recurrido
para entender esa alusión en la película al clásico alemán. Hay un color casi
tangible en la película, y unos contrastes muy marcados, como ocurre con la intensa
presencia ocre del armario en el cuarto de la pensión en penumbra donde se
refugia tras ser expulsado de casa del tío, o la iluminación con velas, “a lo
Kubrick” de Barry Lyndon en algunos planos rodados en el
Círculo dedicado al autor del cuento Eça de Queiroz, un palacete con una
decoración suntuosa, recargada, preciosista, en la que los dos enamorados se
dirigen la palabra por primera vez. El guion respeta escrupulosamente la
narración de Queiroz, pero la adapta a nuestros tiempos. Así, el recuento de la
vida del joven, en vez de hacerlo en una posada, después de una jornada de
diligencia, lo hace el protagonista a una compañera de autobús que lo invita a
cumplir la máxima que da pie al relato: “Lo que no le cuentas a tu mujer, lo
que no le cuentas a un amigo, se lo cuentas a un extraño”. La “extraña”, en
este caso, interpretada por Leonor Silveira, actriz con quien Oliveira trabajó
en hasta 18 películas, presenta la singularidad de no cruzar la mirada con su
acompañante durante toda la revelación de este, por lo que a veces cuando se
queda mirando hacia la nada, hacia un más allá de su presente inmediato del
viaje, el espectador duda de si será ciega o no. Quizás hilo muy fino, pero la
actitud de la interlocutora de Macario, el protagonista, me parece una metáfora
de la propia del espectador, que intenta representarse, a través de la
distorsión que es la versión del joven, esa peculiar historia de amor. El
protagonista omnipresente, un Ricardo Trepa totalmente identificado con su
papel, nos impide a veces tener una visión clara de lo que está sucediendo “realmente”,
de ahí ese esfuerzo de audición e intelección que hace la compañera de viaje en
el autobús, y que se corresponde con el que tenemos que hacer quienes asistimos
a esa evolución parsimoniosa, muy siglo XIX, de unos amores muy otros de los
que ya se estilan en el XX, en las maneras, claro está, no en el fondo del
sentimiento. Si La caja me había
parecido un prodigio de contención, Singularidades
de una chica rubia, de aire tan francés, tan del mejor Rohmer de La inglesa y el duque, es un prodigio
narrativo y un espectáculo visual lleno de aciertos imaginativos, como la
visión casi cenital del personaje en la acera de enfrente de la enamorada,
mezclándose en el mismo plano picado tres dibujos geométricos de tres
superficies distintas, la pared, el suelo y la calzada, por ejemplo. Hablamos
de un cine en el que la descripción aún tiene un estatus propio, como ocurre en
el cine de Ophüls o en los títulos de crédito de Matar a un ruiseñor, un lento movimiento de cámara que quiere
apresar la singularidad de los objetos y también, como en este caso, de una
rubia… ¿peligrosa? Hay que verla. En todo caso, esos movimientos de cámara y el
montaje de la película constituyen su
propia banda sonora, pues carece de tal, salvo la interpretación al arpa de Ana
Paula Miranda, que acompaña, precisamente, el momento en que ambos jóvenes se
hablan por primera vez. Sí, creo que puede hablarse de música de las imágenes,
una sinestesia que describe, a mi entender, con total propiedad el cine
magnético de Manoel de Oliveira.
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