viernes, 18 de noviembre de 2016

Una breve exquisitez moral: “Singularidades de una chica rubia”, de Manoel de Oliveira.




Entre el realismo y el romanticismo, un homenaje transtemporal a Eça de Queiroz: Singularidades de una chica rubia o el arte translúcido de Manoel de Oliveira.


Título original: Singularidades de uma rapariga loira
Año: 2009
Duración: 64 min.
País: Portugal
Director: Manoel de Oliveira
Guión: Manoel de Oliveira (Historia corta: Eça de Queirós)
Fotografía: Sabine Lancelin
Reparto: Ricardo Trêpa, Catarina Wallenstein, Diógo Dória, Júlia Buisel, Leonor Silveira, Naria-João Pires, Maria Burmester.
  

Poco a poco, como quien, de hecho, hubiera querido la cosa, estoy acabando por cumplir aquella travesura que le propuse a mi Conjunta como reto de júbilo laboral: abrir un blog, ver una película cada noche y hacer dos críticas, la suya y la mía. No nos hemos sometido a él -el jubiloso es, por definición, quien “no tiene tiempo para nada”, y quien nunca sabe si lo pierde o lo gana, añadiría hoy, con alguna experiencia-, pero no es menos verdad que vamos cumpliendo, con muy leve desajuste temporal, el placer de ver una película diaria, de ahí la fiebre crítica que a algunos benévolos lectores -si existentes…- puede darles la impresión de que me aqueje. El caso es que la película de Manoel de Oliveira es tan ajustada en metraje al cuento que traslada a imágenes, que no excede el metraje de Dementia sino en apenas un par de minutos, es decir, que frisa la hora. Con este metraje no ha de extrañar, pues, que el ritmo de críticas se ajuste al de visionados. Con todo, no de cuantas películas vemos hago la crítica, está claro, sino de aquellas que, por una u otra razón, me parece conveniente hacerla. Respecto de esta, Singularidades de una chica rubia, sería imperdonable no añadirla al archivo de las que merecen habitar, y esta cum laude, en mi Ojo Cosmológico. Con La caja, ya criticada en su momento, dije que comenzaba a saldar mi deuda con Oliveira, la de hoy continúa haciéndolo, para pasmo de quien ha quedado maravillado por esa delicadeza sutil de quien nos ha contado una historia en la que el choque entre romanticismo y realismo, e incluso realismo picaresco, que es como una suerte de degradación desgarrada del noble realismo tradicional, nos llega a través de una historia de amor ciertamente como de otra época y de todas. El encuentro visual entre un contable de una tienda de paños y una vecina rubia, un enamoramiento “de visu”, al lírico modo provenzal, irá progresando lentamente y tratando de vencer, habiendo llegado el caso de decidir casarse, la, en apariencia, irracional decisión del tío, dueño de la pañería, de no permitir al sobrino que se case. La decisión del sobrino de hacer caso omiso de la del tío comporta su expulsión del trabajo y su súbito empobrecimiento. La puesta en escena de la película, que se plantea, a través de una velada artística en el Círculo de amigos de Eça de Queiroz, como un homenaje al gran maestro de la literatura portuguesa, de un preciosismo exacerbado y con unos encuadres y trampantojos notables como el del espejo en el descansillo de dos tramo de escalera, por ejemplo, va fluyendo casi inadvertidamente, como si nada pasara aunque subterráneamente, de manera muy sutil se van dejando pistas que permitirán entender el terrible final de la aventura amorosa. La velada en el Círculo incluye dos actuaciones reales de dos artistas portugueses reconocidos, el actor, en este caso en funciones de rapsoda, Luis Miguel Cintra y la arpista Ana Paula Miranda, que interpreta una pieza de Debussy. Los dos poemas que recita Cintra son de Alberto Caeiro, uno de los heterónimos de Pessoa, y el segundo es una suerte de declaración de principios: se ha de existir dejándose llevar por la corriente del existir, fluyendo, sin pensar en ello. Y así parece que fluya la película, en una suerte de tono menor, en el que la rebeldía del sobrino y su huida a Cabo Verde para hacer fortuna, con la que vuelve para acabar perdiéndola, teniendo que rehacer la huida y la vuelta, apenas tiene el relieve de hechos trascendentales en el anticuado proceso de amores de la solemne seriedad del cual, como un brochazo surrealista, solo se escapa, incontenible un estrambótico baile de alegría del sobrino en su despacho, frente a la ventana donde apareció, para su gloria, a quien quiere convertir en su mujer. Hay algo de cuento moral de Rohmer en esta película de Oliveira y también de Hitchcock, aunque no indico de qué película para no desvelar extremos de la trama que conviene ignorar al sentarse a verla. Los planos fijos y la lentitud de las evoluciones de los protagonistas le confieren a la película ese ritmo lento del sentimiento profundo, intenso, como conviene al exacerbado romanticismo del protagonista, a quien deslumbra la joven rubia, bellísima, que juega con su presencia y su ausencia ante, entre y tras las dos cortinas que decoran su ventana, en un juego de señales amorosas que procede de Goethe, como se especifica en el cuento, al que he recurrido para entender esa alusión en la película al clásico alemán. Hay un color casi tangible en la película, y unos contrastes muy marcados, como ocurre con la intensa presencia ocre del armario en el cuarto de la pensión en penumbra donde se refugia tras ser expulsado de casa del tío, o la iluminación con velas, “a lo Kubrick” de Barry Lyndon en algunos planos rodados en el Círculo dedicado al autor del cuento Eça de Queiroz, un palacete con una decoración suntuosa, recargada, preciosista, en la que los dos enamorados se dirigen la palabra por primera vez. El guion respeta escrupulosamente la narración de Queiroz, pero la adapta a nuestros tiempos. Así, el recuento de la vida del joven, en vez de hacerlo en una posada, después de una jornada de diligencia, lo hace el protagonista a una compañera de autobús que lo invita a cumplir la máxima que da pie al relato: “Lo que no le cuentas a tu mujer, lo que no le cuentas a un amigo, se lo cuentas a un extraño”. La “extraña”, en este caso, interpretada por Leonor Silveira, actriz con quien Oliveira trabajó en hasta 18 películas, presenta la singularidad de no cruzar la mirada con su acompañante durante toda la revelación de este, por lo que a veces cuando se queda mirando hacia la nada, hacia un más allá de su presente inmediato del viaje, el espectador duda de si será ciega o no. Quizás hilo muy fino, pero la actitud de la interlocutora de Macario, el protagonista, me parece una metáfora de la propia del espectador, que intenta representarse, a través de la distorsión que es la versión del joven, esa peculiar historia de amor. El protagonista omnipresente, un Ricardo Trepa totalmente identificado con su papel, nos impide a veces tener una visión clara de lo que está sucediendo “realmente”, de ahí ese esfuerzo de audición e intelección que hace la compañera de viaje en el autobús, y que se corresponde con el que tenemos que hacer quienes asistimos a esa evolución parsimoniosa, muy siglo XIX, de unos amores muy otros de los que ya se estilan en el XX, en las maneras, claro está, no en el fondo del sentimiento. Si La caja me había parecido un prodigio de contención, Singularidades de una chica rubia, de aire tan francés, tan del mejor Rohmer de La inglesa y el duque, es un prodigio narrativo y un espectáculo visual lleno de aciertos imaginativos, como la visión casi cenital del personaje en la acera de enfrente de la enamorada, mezclándose en el mismo plano picado tres dibujos geométricos de tres superficies distintas, la pared, el suelo y la calzada, por ejemplo. Hablamos de un cine en el que la descripción aún tiene un estatus propio, como ocurre en el cine de Ophüls o en los títulos de crédito de Matar a un ruiseñor, un lento movimiento de cámara que quiere apresar la singularidad de los objetos y también, como en este caso, de una rubia… ¿peligrosa? Hay que verla. En todo caso, esos movimientos de cámara y el  montaje de la película constituyen su propia banda sonora, pues carece de tal, salvo la interpretación al arpa de Ana Paula Miranda, que acompaña, precisamente, el momento en que ambos jóvenes se hablan por primera vez. Sí, creo que puede hablarse de música de las imágenes, una sinestesia que describe, a mi entender, con total propiedad el cine magnético de Manoel de Oliveira.

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