El don usamericano para la comedia
sofisticada o cómo ir saltando alegremente de tópico en tópico hasta el
disfrute final: La dama no se rinde,
es decir, La dama se rinde…
Título original: She Wouldn't
Say Yes
Año: 1945
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander Hall
Guión: John Jacoby, Sarett
Tobias, Virginia Van Upp
Música: Marlin Skiles
Fotografía: Joseph Walker
(B&W)
Reparto: Rosalind Russell, Lee
Bowman, Adele Jergens, Charles Winninger, Harry Davenport, Sara Haden, Charles
Winninger, Harry Davenport, Percy Kilbride.
Que el cine hecho en Usamérica tiene un don especial
para la comedia, sobre todo para la sofisticada, y que eso ha sido así desde
que se comenzaron a hacer películas en aquel país no es un secreto para nadie;
que son miles las películas de ese género que no hemos visto, tampoco.
Descubrir una, al azar, como She wouldn’t
say yes, traducida de dos maneras distintas: La dama no se rinde y La dama
se rinde, es motivo de regocijo para este espectador, tan aficionado al
género cuando este es inteligente. Que Virginia Van Upp, responsable en buena
medida del éxito de Gilda, así como
del de Cover Girl o de La dama de Shanghai, en su doble dedicación
de guionista y productora, estuviera en el equipo guionista de la película
debió ser algo así como un espaldarazo para intentar conseguir un éxito de
taquilla. Que no se hubiera podido contar con James Stewart para el papel que, con sus más y menos desempeña
Lee Bowman, algo corto de registros, pero eficaz, al fin y al cabo en su papel
de decidido conquistador de la más firme fortaleza levantada nunca contra el
amor, es decir, la impresionante Rosalind Russell que aquí borda su papel de
desengañada y experta psiquiatra harta de tratar pacientes a las que el amor
contrariado ha destrozado. La dama no se rinde es una comedia en la que se
meclan diferentes subgéneros, incluyendo el gracioso homenaje al slapstick del comienzo, cuando ambos
personajes coinciden en la agencia de viajes en la que dos secundarios de lujo
nos ofrecen una secuencia impagable de ese tipo de comedias en las que ni un
extremo se dejaba al azar. Conocer después al mayordormo de la casa de la
doctora y al padre de la misma, quien comparte consulta con ella, aunque sea
ella quien aporta la riqueza al hogar a través de su consulta, nos permite,
desde la primera escena en que ambos aparecen, intuir que nos van a deparar
excelentes momentos a lo largo de la película, como así sucede, tanto Charles
Winninger, como padre que arde en deseos de que su hija “se rinda” a algún
hombre para poder tener nietos, como Harry Davenport en su papel de vagabundo
rescatado socialmente por la doctora, quien lo convence de que tener un empleo
como el que tiene le da sentido a su vida, cuando en realidad lo que él ha
querido ser siempre es vagabundo, van a tener un papel de coprotagonismo total
con la pareja Russell-Bowman, entre los que se establece una complicidad
perfecta en el antagonismo de sus personajes. La historia se nos presenta como
una sucesión de tópicos y, desde ese punto de vista, conviene tener las
suficientes tragaderas como para echar pelillos a la mar de cierto retrato de
los personajes que en modo alguno se ajusta a la corrección política actual,
aunque, por otro lado, algunas de sus actuaciones superan los límites de esa
corrección, como la secuencia fantástica de la boda fake que resulta ser legal, para desesperación de la protagonista.
La historia tiene una urgencia temporal, porque el militar que se enamora de la
psiquiatra está de paso en Chicago camino del frente, adonde va como corresponsal
artístico, pues es el creador de un personaje cuyos dibujos se publican en la
prensa, un duendecillo que incita a las personas a dar rienda suelta a sus
deseos más íntimos para poder autoafirmarse en ellos y ser felices, en vez de reprimirlos
y convertirse en seres amargados y solitarios que no disfrutan de la vida. Él y
Ella, así pues, puesto que adquieren categoría de representantes de la
viejísima lucha de sexos que ha dado tan gloriosas películas a la historia del
cine, como representantes de ambas tendencias, van a encontrarse y
desencontrarse en una comedia con un ritmo agilísimo que no decae en ningún
momento y que, como ya he mencionado, tiene secuencias extraordinarias,
diálogos muy ingeniosos y una suerte de naturalidad, de espontaneidad, en la
sucesión de las situaciones que hacen imposible no satisfacer la demanda
exigente del espectador que espera, a cada nueva escena, una vuelta de tuerca
del argumento para ir contemplando, desde la delicia espectadora, cómo todo se
complica y cómo se saldrá de ese enredo, porque sí, también tiene mucho de
vodevilesca comedia de enredo. Que la protagonista sea una reconocida
psiquiatra, se la presenta inicialmente como una experta en el tratamiento de
los soldados que han regresado heridos psíquica y físicamente del frente,
permite ciertos diálogos ingeniosos que, unidos a la interpretación más que
convincente de Rosalind Russell, no menoscaba en absoluta la ciencia de la
palabra y sí nos confirma el rendimiento que, a través de ella, puede sacársele
a esos diálogos que fluyen admirablemente a través de toda la obra, incluso en
el segundo plano de los secundarios absolutamente de lujo en esta película. Las
secuencias con el juez, una divertidísima interpretación de un clásico de los
característicos usamericanos, Percy Kilbride, tanto en casa de la doctora como
en la propia casa del juez, adonde llega la superioridad siquiátrica hecha
persona para curar al juez de su “manía” de casar a quien se pusiera a tiro, en
una treta urdida por el padre para atraer a su hija a una boda ful que sería
verdadera sin ella saberlo, gracias a su condición de médico mediante la que
puede firmar la licencia matrimonial y haberlo hecho en nombre de su hija,
alegando que tenía ambos brazos escayolados…, es decir, esa suerte de
disparates imprescindibles para que la acción fluya camino de gags
espectaculares, como el de esa boda con la mujer del juez y una vecina de
testigos que luego acaban siendo sustituidas por un taxista y un transportista
que acaban de aparcar delante de la casa del juez y que, junto con los
protagonistas, acaban componiendo un disparatado diálogo a cuatro que acaba,
finalmente, en la boda en cuestión, de cuyo desarrollo nos priva una elipsis
que permite, a su vez, que continúe la acción, pues, nada más descubierta la
trampa, y tras haber salido de la habitación y de la casa de la doctora, en su
noche de bodas, con una rica paciente de origen boliviano a quien solo el beso
de ese hombre casado puede liberarla de una maldición que la convirtió en
paciente de la doctora, la trama se complica lo suficiente como para seguir
teniéndonos pendiente de su ingeniosa resolución. Poco a poco asistimos al
deshielo del polo norte que es la doctora y, camino del final, ignoramos si
será posible o no que ambos esposos, ya divorciados, acaben casándose otra vez
o no, pero eso, obviamente, no lo voy a revelar en esta crítica que se limita a
recomendar una comedia que, acaso no esté a la inescalable altura de La novia era él, de Howard Hawks, pero
que hará las delicias de quien no la vea fijándose únicamente en los tópicos y
cierta frivolidad argumental que no empañan en modo alguno el poder cómico de muchas
situaciones y la excelencia de no pocos gags, físicos y dialécticos, both.
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