Un cuento moral de rigurosa
perfección dramática y tenebrista, la reescritura fílmica del Tartufo de Molière a cargo de Murnau.
Título original: Herr Tartüffaka
Año: 1925
Duración: 64 min.
País: Alemania Alemania
Director: F.W. Murnau
Guion: Carl Mayer (Obra: Molière)
Música: Guiseppe Becce
Fotografía: Karl Freund (B&W)
Reparto: Emil Jannings, Werner
Krauss, Lil Dagover, Hermann Picha, Rosa Valetti, André Mattoni, Lucie Höflich.
Vaya por delante que quien decida sentarse a ver este Tartufo de Murnau se va a llevar no
quizás un sorpresón, porque no representa respecto de lo mejor de su obra, Metrópolis, por ejemplo, o El último, una innovación sustancial,
pero sí una más que agradable sorpresa, no solo por el tono marcadamente
expresionista de la película, sino por las excelentísimas interpretaciones de
unos actores que, más allá de cierto histrionismo que “exigía” el cine mudo,
eran capaces de llenar la pantalla con unos primeros planos llenos de
inteligencia, plasticidad y comunicación. No sé si será por mi tendencia al
insomnio que me maltrata y por el civismo que me anima, en ausencia de unos
auriculares ópticos -¡pasta gansa!, pero la TV no admite otros…-, a no molestar
a mis vecinos, pero cada vez selecciono más películas mudas en Tallers 79 para
esas largas noches en las que de ninguna de las maneras Morfeo me tira los
tejos. Que Karl Freund (El Golem, Metrópolis, Cayo Largo, etc.) sea el director de fotografía ya nos indica
mucho, a quienes apreciamos su dominio del claroscuro y de unas iluminaciones
que convierten la pantalla en una revelación luminosa o penumbrosa del alma
humana. Para la ocasión, Murnau ha adaptado la obra de Molière mediante un
artificio narrativo de enmarcar la obra, presentada como una película por un
proyeccionista ambulante que ofrece sus servicios a domicilio, en una historia
que reproduce, en el presente, los tejemanejes de una cuidadora y envenenadora
sin escrúpulos para quedarse con la herencia del viejo al que cuida, en lucha
con el nieto, que se ha convertido en “actor”, razón por la que el viejo lo
quiere desheredar. Presentado en la casa como proyeccionista, el nieto proyecta
la historia de Tartufo, siguiendo el original de Molière, adaptado por el
guionista más famoso del expresionismo y autor del guion de Berlín, sinfonía de una gran ciudad , Carl
Mayer, de modo y manera que la trama para desvelar la hipocresía del clérigo
ambicioso, trepador y hedonista. El proceso de abducción ejercido por Tartufo
sobre Orgon, su adinerado seguidor tras cuya fortuna va el falso hombre
religioso, puede servir en nuestros días como metáfora de la alienación
sectaria en diversos órdenes de la vida: religioso, político, deportivo,
filosófico, etc. Emil Jannings, un espléndido actor que destacó en otras
películas tan importantes dentro del cine alemán y del cine sin fronteras como El ángel azul, de Sternberg, que
descubrió a Marlen Dietrich, El último,
del propio Murnau o el Fausto,
también de Murnau, realiza una interpretación soberbia que, a pesar de cierta
sobreactuación que pretende acentuar la comicidad del personaje a través de su
ridiculez moral, se ciñe escrupulosamente a lo prescrito por el clásico
francés. En algunas escenas, incluso, he creído advertir un autoguiño fílmico
del autor a otro de sus films más famosos, Nosferatu,
cuando Tartufo va paseando bien por la casa bien por el jardín con el libro de
devoción pegado a las narices, de modo que ni siquiera podría leer en él por la
nula distancia entre los ojos y las páginas. Orgon, el infeliz que cree en los
designios de una vida piadosa y moralizadora siguiendo el ejemplo y la
influencia de Tartufo, quien se ha apoderado de su voluntad y pretende
extenderla a toda la casa, hasta chocar con la esposa insatisfecha a quien ninguna gracia le hace que ese beaturrón
falsario consiga tener sobre su marido el ascendiente que ella no tiene. La
farsa y las estratagemas de la mujer para desvelar al marido la verdadera
identidad de Tartufo progresan casi como si de una película de terror se
tratase hasta que, finalmente, prevalece la virtud de la mujer y consigue
desenmascarar al villano. Todo ello con un juego de sutilezas, aprovechando la
excelente puesta en escena de la escalera principal por la que se accede a dos
planos superiores, donde las habitaciones de los anfitriones y del servicio,
que permite ese planteamiento de película casi de terror, porque el uso de los
candelabros en la noche y la contemplación a través del ojo de la cerradura
crea un ambiente de misterio, de tensión dramática que no permite intuir, más
allá, claro está, del conocimiento de la obra de Molière, cuál será el
desenlace y si el director se va a tomar, con el guionista, alguna libertad
mayor en la adaptación, al margen del marco al que se vuelve nada más acabar la
película para desenmascarar a la Tartufa que domina a su abuelo. El arranque de
la película, por mal que esté que aluda a él en la despedida, con un plano casi
a nivel del suelo del pasillo, con las botas gastadas del viejo hacia las que
camina, en ese contrapicado temeroso, la criada del abuelo, es literalmente
espectacular, pero todo ese marco está sembrado de planos primerísimos de ambos
viejos, porque la cuidadora allá se va en edad, tan expresivos como
amenazadores. Codiciadas han sido siempre las fortunas de quienes fenecen, y es
lo usual torcer la voluntad de los testamentarios con toda suerte de chantajes
e influencias de todo tipo. Como señalo en el título, el cuidado en la puesta
en escena, el uso de la iluminación, los propios actores, etc. hacen de este Tartufo de Murnau dos obras clásicas,
una de la literatura y la otra del cinematógrafo.
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