Homenaje al padre adoptivo: Moonlight, de Barry Jenkins, o del bullying homofóbico con el empaque narrativo de Boyhood.
Título original: Moonlight
Año: 2016
Duración: 111 min.
País: Estados Unidos
Director: Barry Jenkins
Guion: Barry Jenkins
(Historia: Tarell Alvin McCraney)
Música: Nicholas Britell
Fotografía: James Laxton
Reparto: Trevante Rhodes,
Naomie Harris, Mahershala Ali, Ashton Sanders, André Holland, Alex R. Hibbert,
Janelle Monáe, Jharrel Jerome, Shariff Earp, Duan Sanderson, Edson Jean.
Sale el espectador de Moonlight con la sensación de haber
visto ya cuanto se le ha contado, tanto por el fondo como por la forma, la
historia de la extrañeza del joven sensible y homosexual que se enfrente al
mundo desde la desconfianza de quien se siente extraño a códigos, normas e
incluso leyes que lo marginan. Todo ello, además, en un ambiente de degradación
en un suburbio de Miami en el que el único referente familiar del niño protagonista
es una madre adicta a las drogas y al cambio de acompañantes masculinos. La película
está divida en tres partes bien diferenciadas cronológicamente: la infancia, la
adolescencia y la madurez. El acierto de reparto ha sido fundamental para
mantener el hilo narrativo, la atmósfera y la tensión introspectiva del
protagonista con tres rostros que han sabido relevarse sin que echemos de menos
ninguno de los rasgos que caracterizan. La misma mirada huidiza y perpleja ante
sí mismo y frente a los demás la advertimos en las tres etapas vitales que se
describen en la película. Se trata, creo entender, de un homenaje a los padres
adoptivos o cómo actúan las leyes primitivas del determinismo afectivo y social.
Las tres interpretaciones son excelentes, y brillan a un mismo nivel de
calidad, si bien cada una de ellas tiene su singularidad específica, ya sea la
mirada y el silencio del niño, ya la fragilidad y la ternura del adolescente,
ya la falsa dureza del adulto hipermusculado que no ha superado aún la historia
inconclusa y trágicamente quebrada de su primer amor homosexual. A su manera, la homosexualidad entre los
negros aquí descrita, y con un personaje en las antípodas de la fragilidad del
amaneramiento gay, sería equivalente a lo que supuso el amor masculino entre
los recios vaqueros solitarios de Brokeback
Mountain: una voladura controlada de los más rancios tópicos y arraigados
tabúes de una sociedad poco dispuesta a acoger valores que se aparten de lo
tradicionalmente aceptado, esto es, como si, en su momento, el John Shaft interpretado por Richard
Roundtree, en Shaft, hubiera sido, y
así se manifestara explícitamente en la película, homosexual. En este sentido,
la película aún puede ser considerada como una película militante por el
reconocimiento a los derechos de la comunidad homosexual, por más que la
historia en modo alguno sea un pretexto, sino una modélica narración en tres
tiempos de una vida singular en la que el hijo adoptivo acaba siguiendo los
pasos del padre que, un buen día, se tropezó con él en el sitio menos
inesperado, para bien de ambos. Relacionaba la película con Boyhood no solo por la continuidad
narrativa de la cinta, que enlaza perfectamente los tres momentos de la vida
del protagonista, sino por el cuidado estético con que Jenkins, desde la
primera huida del personaje, plasma en imágenes de sólida belleza esta historia
de asunción del propio destino en un medio hostil. Abundan, en una historia tan
intimista, los momentos líricos, de los que se eleva hacia la serenidad del
espacio incluso el propio título, tan definitorio de la sensibilidad del personaje.
Resulta difícil soslayar la empatía que busca captar en los espectadores la
historia del joven amante que ha de hacer frente no tanto al medio adverso que
tan duramente lo castiga, de acuerdo con las salvajes leyes sociales de la “normalidad”,
sino a sí mismo, para ser capaz de aceptarse y sobrevivir en aquél sin perder
la mínima autoestima imprescindible que exige la supervivencia. Insisto, no hay
nada en la película, atendiendo a cuanto un cinéfilo ha visto y ve año tras
año, que sorprenda en Moonlight,
excepción hecha del modo mágico como Jenkins ha logrado captar la hiperestesia
de un personaje dominado por la emoción en un medio terriblemente hostil. Para
el recuerdo queda, eso sí, la lírica secuencia de la iniciación sexual del
joven en una playa y el asalto que sufre a cargo de la madre, con síndrome de
abstinencia, para que le dé el dinero que le da la “madre adoptiva”, de modo
que pueda pillar algo de droga con la que calmarse. Dos elementos estructurales
de la película son más que notables: el uso perfecto de la elipsis y el poder
expresivo del silencio como rasgo definitorio de la personalidad del
protagonista. No sé si el premio a Moonlight
quiso ser un mensaje a Trump, pero sí es cierto que se premió una visión de la
Usamérica real que poco o nada tiene que ver con la xenofobia de sus votantes y
del propio malhadado presidente recién elegido, aunque cierto componente “viril”
de los traficantes, tanto del padre adoptivo, como de la máscara de su sucesor,
esté muy en la línea del tough thinking
del presidente.
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