El cine al servicio de los actores
o la rendición de la luz a la magia de las divas: Marlene Dietrich, en Fatalidad, de Sternberg o la caricia de
la cámara.
Título original: Dishonored
Año: 1931
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Director: Josef von Sternberg
Guion: Josef von Sternberg,
Daniel Nathan Rubin
Música: Karl Hajos, Herman Hand
Fotografía: Lee Garmes (B&W)
Reparto: Marlene Dietrich,
Victor McLaglen, Gustav von Seyffertitz, Warner Oland, Lew Cody, Barry Norton.
Josef von Sternberg tiene como hito culminante de su
currículo cinematográfico la creación de una película, El ángel azul, que pasó a la historia del cine por producirse en
ella el debut de una actriz que durante muchos años ha encarnado el más
exquisito glamour de las grandes divas de la pantalla, junto a Greta Garbo, por
más que ambas hayan sido, además, magnificas actrices. Ahí está, en el caso de
la Dietrich, su excelente actuación en Testigo
de cargo, de Wilder, y, por supuesto, su recital interpretativo en
esta Fatalidad de la que hoy
hablamos. No hace mucho, comentaba en este Ojo
cómo una película se rodaba al servicio de Greta Garbo, La tierra de todos, de Fred Niblo, y hoy me toca repetir lo mismo,
con la diferencia de que en este caso la dirección de Sternberg, un director
expresionista desde el primer hasta el último plano, adquiere cotas de
brillantez que en la de Niblo eran, sin embargo, excepcionales, aunque las
había. Fatalidad es una película de “ayer”,
na película de un tiempo afortunadamente ido, el del tablero político
centroeuropeo siempre a punto de entrar en guerras devastadoras o, como, en
este caso, con una en marcha entre el imperio austrohúngaro y el imperio ruso.
El arranque de la película es magnífico, con una Marlene Dietrich ejerciendo de
prostituta por las entenebrecidas y lluviosas calles de Viena y dejándose
acompañar por un hombre mayor al que conduce a su humilde habitación no sin ciertas
reservas. Dado que la situación no deriva hacia el intercambio sexual, la
protagonista denuncia al hombre, que habla más de política que de sexo, a un
agente que procede a detenerlo. Deshecho el equívoco, el caballero, alto mando
del ejército, se impone la tarea de reclutar a la protagonista para ejercer
labores de espionaje, dado el coraje que da a entender que posee, al mismo
tiempo que nada que perder, porque su hombre murió en el frente. Entra, pues,
la mujer en un universo de hombres en el que ha de hacer valer sus indiscutibles
encantos -se trata, además, de la Dietrich de formas rotundas de El ángel azul, no de la hiperestilizada
que vendría después- para conseguir las informaciones de rigor sobre el
ejército enemigo que puedan ayudar al propio. ¿Cuál es el principal enemigo de
una espía? El amor, sin duda. Y por ahí vendrá su caída y su condena. Ahora
bien, que el espía galante que se resiste a sus encantos sea Victor Mclaglen, cuya
actuación cae más del lado de la autoparodia que de la ironía elegante, le hace
perder a la película algo de la verosimilitud que sabe mantener en el resto de
las circunstancias de la misma. La profesionalidad de la Dietrich la lleva, con
todo, a representar su subyugación por esa rara mezcla de capitán y patán con
exquisita delicadeza. Y a decir verdad, hay momentos en los que ambos llegan a
cierta tolerable compenetración que enriquece las secuencias. En esta película se da la circunstancia de
que, por exigencia del guion, la Dietrich ha de hacer una “transformación” en
una aldeana rusa que desempeña labores de limpieza en el cuartel general ruso y
nos hallamos ante unas secuencias magistrales, más propias del cine cómico de
la primera época del cine que del sonoro, porque ella se hace pasar por muda,
en una deliciosa interpretación que hasta llega a hacer dudar al espectador de
si será ella misma u otra actriz. Un cambio que recuerda esa faceta suya
transformista, como en Sed de mal, de
Welles, donde aparece como una gitana que dice la buenaventura o la ya citada
transformación en Testigo de cargo.
Lo importante, a medida que avanza la película, es que la escasa entidad de la
historia queda perdonada por la sabiduría de Sternberg a la hora de lograr una
puesta en escena en la que su pupila, de la que también fue amante, brilla con
un fulgor de actriz consumada a la que le crees cualquier tópico que salga por
su boca como si fuera la verdad revelada. El uso del claroscuro y el de una
ambientación tan lograda permiten seguir la película con complacencia e
interés, aunque dentro de la convención propia no tanto del género de espías,
cuanto de la película al servicio del lucimiento de una actriz. Sí, Fatalidad es el claro ejemplo de
películas que atraían a los espectadores con el conjuro del nombre propio de
quien la protagonizaba, y quizás de ahí, acaso, que su antagonista, Mclaglen,
no tuviera una entidad que pudiera hacerle la más mínima sombra. Un cine, “de
estrellas” que nunca ha dejado de existir y que ha sabido atraer a muchos
públicos a las salas, algo que no sé si está comenzando a desaparecer ya. En
cualquier caso, a los amantes de las películas clásicas le gustará el sabor
antiguo de este drama de espionaje cuyo final me ahorro, por cortesía.
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